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Brevísima historia del servicio militar en Chile Opinión

Brevísima historia del servicio militar en Chile

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Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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Se debe reconocer que el servicio militar es una institución discriminatoria, ya que enrola entre los jóvenes más pobres. Hay un sesgo en el sistema de reclutamiento que hace de los conscriptos personas vulnerables y con menor protección ante abusos y excesos.


La muerte del soldado Franco Vargas y los abusos contra los conscriptos de Putre exigen un poco de contexto y analizar el fondo del problema. El servicio militar es una institución tan antigua como los Estados. La existencia de un ejército regular lleva implícita la idea de las levas compulsivas de soldados para cubrir las necesidades de esa fuerza, pero como mecanismo moderno y sistemático es fruto de los ejércitos napoleónicos que a fines del siglo XVIII requirieron convocar a masas humanas, de enormes proporciones, para enfrentarse en campos de batalla donde el número de efectivos era determinante.

Esta misma idea fue replicada en las nacientes repúblicas latinoamericanas, que construyeron sus propios sistemas de enrolamiento obligatorio, en su origen masivos y plurales, sin distinguir entre los hijos de la élite y los hijos del mundo popular. Sin embargo, esa aparente universalidad ya incubaba diferencias, porque el reclutamiento de unos y de otros implicaba contrastes en la asignación de roles, condiciones de rango, uniformes y protección. Al menos era un mecanismo que en principio reclutaba sin discriminar, pero eso no duraría para siempre.

Es necesario retroceder muchas generaciones para encontrar el nombre de algún miembro de la élite chilena que haya cumplido con el servicio militar. Hasta mediados del siglo XX era posible identificar algunos casos. Luego de eso el sistema se fragmentó. Colaboró a ese proceso la masificación de la educación superior, que se constituyó como condición de postergación. Una serie de otros mecanismos contribuyeron a que desde los años 60 solo jóvenes de sectores de bajos ingresos, tanto urbanos como rurales, fueran reclutados. Para la élite que deseaba acceder a una instrucción militar básica, por motivaciones de tradición familiar o pulsión nacionalista, se diseñaron sistemas de cumplimiento voluntario en espacios segregados a esos sectores.

La dictadura militar no varió este fenómeno, pero lo intensificó. Un régimen como el de Pinochet necesitaba unas FF.AA. muy numerosas, tanto para labores de control y gestión interna como también por la permanente tensión fronteriza con nuestros países vecinos. El servicio militar asumió entonces un rol de inducción y propaganda de la ideología del régimen, con un abierto y desenfadado fin adoctrinador de las juventudes. Sin embargo, el verdadero cambio en estos años fue el completo descontrol del mando de los conscriptos. Las Fuerzas Armadas, sin regulación externa de parte de autoridades judiciales o civiles, se abandonaron a su autorregulación vía justicia militar, lo que en muchas ocasiones fue sinónimo de desregulación absoluta.

Con el retorno de los gobiernos civiles, en 1990, el panorama era insostenible, fundamentalmente por dos aspectos: el nivel de abusos y las arbitrariedades que se cometían en los cuarteles, así como por la irracionalidad militar y financiera de ese sistema en el nuevo contexto de la defensa mundial. Sin embargo, el cambio fue lento y complejo.

La llegada del nuevo gobierno democrático permitió destapar las denuncias de abusos y atropellos a escala nacional, pero el inicio del cambio recién se dio con el caso del asesinato en 1996 del conscripto Pedro Soto Tapia, en el regimiento Yungay de San Felipe, catalogado como suicidio. Tan grotesca como las denuncias resultaron los mecanismos de encubrimiento, dilación y ocultación que se desplegaron en esos años y que acrecentaban la sensación de impunidad del mando militar en este tipo de delitos.

Respecto del cambio en los sistemas militares, lo que pesaba era la necesidad de tener Fuerzas Armadas más pequeñas y profesionalizadas de cara a la tecnologización y sofisticación organizacional de sus sistemas. La idea del servicio militar masivo no solo era cara, riesgosa y demandante de mucha infraestructura cuartelera, sino que era crecientemente ineficaz.

Al mismo tiempo, en la década de los 90 surgió un incipiente movimiento de objeción de conciencia al servicio militar, que año a año convocaba a cerca de un centenar de jóvenes que firmaban públicamente una carta al Ministerio de Defensa donde declaraban sus convicciones pacifistas o antimilitaristas, que los llevaban a asumir la resistencia cívica ante esta obligación. Estos jóvenes objetores hacían esa declaración con nombre y apellido, a riesgo de las represalias o de que no se respetara su voluntad y se les reclutara de forma forzosa.

Recuerdo que las motivaciones eran diversas: desde hijos de víctimas de la dictadura a jóvenes evangélicos, pasando por punkies hasta muchachos formados en la Teología de la Liberación. Lo que les unía era el rechazo a la obligatoriedad y a la vez el ejemplo de muchos países donde la objeción de conciencia al servicio militar dio paso a servicios civiles sustitutorios, orientados a labores sociales y comunitarias.

Por este motivo, el Gobierno de Ricardo Lagos y sus ministros de Defensa Mario Fernández, primero, y Michelle Bachelet, después, asumieron la necesidad del cambio. A inicios de 2001 se generaron los primeros diálogos sobre defensa, que permitieron abrir el debate entre especialistas militares y civiles, además de actores sociales relevantes. El proceso de reforma se concretó en agosto de 2005, con la promulgación de la Ley 20.045 de modernización del servicio militar obligatorio. Dicho momento coincidió con la llamada “Tragedia de Antuco”, de mayo de ese mismo año, donde fallecieron un suboficial y 44 conscriptos producto de cuestionables órdenes de sus superiores que les obligaron a maniobrar a -35°, en alta montaña, sin equipamiento e instrucción adecuados.

La “modernización” de 2005 permitió que en primera instancia el servicio militar fuera voluntario, pero conservando su obligatoriedad en el caso de que no se llenen los cupos de la cohorte. A la vez, se redujo el número de vacantes de forma muy significativa y se incentivó el reclutamiento por medio de la introducción de criterios de acceso prioritario a nivelación escolar, capacitación en oficios, subsidios y beneficios familiares y, desde 2008, a una asignación mensual en dinero. Hubo un primer proceso de reparación a víctimas y se crearon instancias de denuncia interna de abusos en cuarteles.

Sin duda este cambio permitió a las FF.AA. profesionalizarse, reducir costos y gestión destinada a administrar un numeroso contingente poco capacitado, como también deshacerse de infraestructura que se reconvirtió a nuevos usos o se enajenó a buen precio para beneficio del fisco. A la vez, se redujo la tensión por la obligatoriedad compulsiva y el servicio militar salió de la pauta de la prensa por mucho tiempo. Hasta ahora.

El caso de Franco Vargas y los conscriptos de Putre debería generar una nueva fase de modernización del servicio militar. Lo que urge es, en primer lugar, abordar el problema del control del mando, que siempre ha quedado en la sospecha por sus abusos y falta de control. Resulta ridículo plantear el retorno a las antiguas competencias de la justicia militar mientras este tipo de situaciones siguen ocurriendo.

En segundo lugar, es urgente asumir la necesidad de mejorar la cualificación en materia de derechos humanos en las instituciones castrenses. Se debe reconocer que el servicio militar es una institución discriminatoria, ya que enrola entre los jóvenes más pobres. Hay un sesgo en el sistema de reclutamiento que hace de los conscriptos personas vulnerables y con menor protección ante abusos y excesos, lo que debe llevar al Estado a dar prioridad a su cuidado y protección. Todo ello debe ser analizado de cara a mejorar nuestras instituciones armadas.

Una nueva modernización del servicio militar debería abordar este tipo de problemas y permitir actualizar el sistema a nuevos requerimientos en materia de defensa y seguridad. Recuperar la experiencia del proceso de diálogo que generó el Ministerio de Defensa en 2001 sería un paso preliminar que podría abrir un debate urgente y necesario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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