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Favoreciendo la delincuencia Opinión

Favoreciendo la delincuencia

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Rodrigo Álvarez Quevedo
Por : Rodrigo Álvarez Quevedo Abogado de la U. Adolfo Ibáñez. Profesor de Derecho Penal, Universidad Andrés Bello. Abogado Asesor, Ministerio del Interior (2015-2018)
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Hoy el populismo mantiene las mismas propuestas ya fracasadas, pero adoptó otro cariz y también se trata de atacar a los fiscales y tribunales por actuar con sesgos ideológicos y motivaciones políticas.


El año 2005, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Chile por una denuncia de Humberto Palamara Iribarne, funcionario de la Armada, por haberse prohibido en 1993 la publicación de su libro Ética y Servicios de Inteligencia, en el que se proponía la necesidad de adecuar a ciertos parámetros éticos la inteligencia militar. Denunció que se incautaron los ejemplares del libro, los originales del texto y un disco con su copia, en la sede de la imprenta. Se ordenó al Estado de Chile a “establecer, a través de su legislación, límites a la competencia material y personal de los tribunales militares, de forma tal que en ninguna circunstancia un civil sea sometido a la jurisdicción de los tribunales penales militares”.

El año 2014, el Tribunal Constitucional (TC) acogió un requerimiento de inaplicabilidad presentado por Lorena Fries, entonces directora del INDH, que buscaba que la justicia civil juzgara un caso de apremios ilegítimos (Rol N° 2492-13). Dentro de sus fundamentos, el TC razonó que en el Código Procesal Penal la víctima es considerada un interviniente y tiene un robusto conjunto de derechos, además de los deberes de protección que tiene el Ministerio Público a su respecto, mientras que “en la justicia militar no existe un estatuto de la víctima”, “los sumarios se seguirán exclusivamente de oficio, y no se admite querellante particular”, pues el proceso penal militar “contiene un conjunto mínimo de derechos que le impiden a la víctima el derecho a un proceso público (todo sometido a sumario) y un adecuado derecho a defensa que le permita velar por sus intereses, máxime si el victimario es integrante de la misma institución jerárquica de quien lo juzga” (pp. 22 y ss.). 

Por último, la Corte Suprema ha “sostenido reiteradamente que las materias de competencia de los tribunales castrenses deben interpretarse restrictivamente (…), dado que la justicia ordinaria entrega mayores y mejores garantías de un justo y racional investigación y procedimiento” (Roles N° 4450-14, 18459-14, 8463-15).

A pesar de las abundantes y reiteradas críticas, hubo parlamentarios que intentaron ampliar el ámbito de competencia de la justicia militar, incluso defendiendo es sistema inquisitivo que la Reforma Procesal Penal vino a superar. Por otro lado, este impulso proviene de los mismos que hace rato claman por una “Defensoría de las Víctimas”, que les permita presentar querellas patrocinadas por un organismo público, pese a que ahora impulsan un sistema en donde no existe el querellante. No se trata de una paradoja, pues, como bien ha dicho Daniel Matamala, en realidad quieren impunidad. Pero hay algo más: erosionan la credibilidad en el sistema. El problema es que con ello favorecen, de modo más o menos consciente, la delincuencia que dicen pretender enfrentar. 

Durante años escuchamos el mito de la “puerta giratoria”, siendo que entre 2010 y 2015 se decretaba la prisión preventiva en alrededor del 90% de los casos en que se pedía y su aplicación aumentó un 40.7% entre 2007 y 2017. El problema es que muchas personas que cometen delitos nunca son detenidas, pero eso requiere de otras soluciones. Sin embargo, como es costumbre, apareció el omnipresente populismo penal. Grandes anuncios de leyes con el nombre propio de la víctima, que endurecían las penas y establecían marcos rígidos que buscaban su aplicación efectiva. Y no resultó, hay una crisis de seguridad. 

Hoy el populismo mantiene las mismas propuestas ya fracasadas, pero adoptó otro cariz y también se trata de atacar a los fiscales y tribunales por actuar con sesgos ideológicos y motivaciones políticas. El fundamento para promover ampliar la competencia de la justicia militar, soterrado bajo el pretexto de buscar una “justicia especializada”, radica en una desconfianza de fiscales y jueces, aunque se suela apuntar solo a un par de entre miles que conforman estas instituciones. A quienes persiguen se les ha llamado “activistas del octubrismo” y otros epítetos que ni siquiera vale la pena repetir. Baste decir, para notar el absurdo, que el fiscal regional Xavier Armendáriz, de quien se acusa un sesgo de izquierda en la persecución del general director de Carabineros, Ricardo Yáñez, es el mismo que está detrás de la formalización de Daniel Jadue, siendo criticado, esta vez, por militantes comunistas de generar una “persecución política” y de violar sus garantías constitucionales, según un comunicado del PC, por una alerta ante el frustrado viaje del alcalde a Venezuela. Cuando persigue a carabineros, el fiscal es activista de izquierdas; cuando se persigue a un comunista, el fiscal es un activista de derechas. 

Ahorremos el suspenso: hay jueces y fiscales de izquierdas, derechas y centros. Sin embargo, de ello no se sigue que por eso desempeñen sus funciones infringiendo el principio de objetividad. Acusar que esto es lo que ocurre –con fiscales cuya experiencia profesional muestra que han perseguido a personas de distintas tendencias políticas– es atribuirles una forma de corrupción que se debería probar o sería calumnioso, aunque no lo digan en esos términos, pues suelen ser imputaciones livianas, casi nunca basadas en los antecedentes de la investigación o en fundamentos jurídicos. Por otra parte, en el trabajo de la Fiscalía y los tribunales intervienen muchos funcionarios y hay una serie de controles que de entrada hacen improbable la generalización de tales conductas que justifiquen esta desconfianza. 

En todo caso, no hay nada de sorprendente. En los delitos de cuello blanco, corrupción y en general cuando se enfrenta al poder, operan una serie de sesgos y mecanismos de neutralización o racionalización que han sido descritos por la literatura especializada (Silva Sánchez, 2020; Artaza y Galleguillos, 2018), que ahora vemos como no solo operan en quien cometió el delito, sino que son promovidos por políticos y líderes de opinión. Así, se niega la responsabilidad, apelando a un comportamiento accidental (“lo quería detener”); se niega el daño (como el famoso “no se enriqueció”), se niega o se ataca a las víctimas, quienes merecían el daño (“era un delincuente”, “les importan sus DD.HH.”); se apela a lealtades superiores (“lo hizo por la patria”); y se condena a los acusadores y condenadores, pues si es que ellos son cuestionables, sus argumentos también lo son; entre otros.

Ahora, estas acusaciones livianas, reiteradas e infundadas, no solo han contribuido a un clima que culminó con diversas amenazas a fiscales –no me refiero a las del Tren de Aragua, sino a las de fanáticos que buscan “corregir” el actuar supuestamente ideológico de persecutores en aras de la “patria”–, sino que además terminan favoreciendo el incremento de la delincuencia y la ineficacia de la investigación y el proceso

Paul H. Robinson sostiene en Principios distributivos del derecho penal (2012), en base a una serie de estudios y casos, que “un sistema que es visto por su comunidad como dispuesto a cometer injusticia y de tolerar cómodamente errores de la justicia pierde su ‘credibilidad moral’ con la comunidad y es más proclive a provocar resistencia y subversión”. Así, argumenta Robinson, mejorar la confianza que tiene la ciudadanía en la justicia tiene diversas ventajas, como aprovechar el poder y la eficiencia de la influencia de las normas sociales (la estigmatización, el “valor social de tener una reputación de una persona confiable”); evitar la resistencia y subversión que produce un sistema que se considera no hace justicia, y así contar con una mejor disposición para comparecer a declarar como testigos o a interponer denuncias por parte de las víctimas; evitar la formación de patrullas vecinales o justicia de mano propia; mejorar el desempeño persuasivo del derecho y la consecución de cumplimiento en casos límites: el derecho sería más convincente si tuviera una reputación confiable. 

Pese a que en Chile hay preocupantes bajas cifras de denuncias –en donde solo uno de cada tres hogares deja constancia de haber sufrido un delito–, a que hemos sufrido delictivas “detenciones ciudadanas”, visto aparecer “patrulleros” civiles y hasta incipientes grupos paramilitares, y casi todos creen que declarar como testigo es una “pérdida de tiempo”, algunos políticos, con el solo afán de ganar algunos puntos de aprobación al mostrarse “preocupados”, promueven irresponsablemente la desconfianza, que termina aumentando la erosión del sistema, afectando su credibilidad, para contribuir en última instancia al aumento de la delincuencia en una espiral viciosa. 

Es urgente mejorar el trabajo investigativo –y es posible, como hemos visto con el buen trabajo de la Fiscalía Regional Santiago Sur en casos de atentados con bombas o ahora con los Equipos de Crimen Organizado y Homicidios–, pues muchos autores de delitos no son nunca detenidos, y eso pasa principalmente por fortalecer el trabajo del Ministerio Público y de las policías, además de los tribunales; pero también debemos evitar seguir socavando nuestras instituciones y a la justicia civil con acusaciones apasionadas e infundadas incapaces de sopesar los costos. Un estudio de la OCDE (2016) muestra que Chile es el segundo país con la confianza más baja en el sistema de justicia, con un 15%, mientras que Noruega y Dinamarca encabezan el listado con un 82%. 

Nos enfrentamos a un populismo penal desatado, incapaz de sopesar los costos y daños que genera. Uno esperaría de quienes dicen estar preocupados por el grave problema de seguridad que al menos no generen innecesariamente más desconfianza, que termina perjudicando la eficacia en la persecución de la responsabilidad por la comisión de delitos, solo para ganarse un par de votos. De lo contrario, terminan favoreciendo la delincuencia. 

 

 

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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