Lamentablemente, Chile no está entre los países que exhiben avances en la definición de políticas que busquen proteger y promover los intereses del Estado, basándose en principios y objetivos a largo plazo que trasciendan los períodos gubernamentales específicos.
Los países compiten. Esta es una de las reglas más determinantes de las relaciones internacionales. Y lo hacen en todos los campos: económico, militar, cultural, influencia, reconocimiento, atracción de inversiones y de talentos profesionales, deporte y un sinfin de áreas de comparación. En el gran escenario del mundo los rankings, las escalas, los índices de competitividad y desarrollo se convierten en elementos determinantes en la vida de las personas. Situarse en el mundo es siempre ubicarse de forma comparada, para bien y para mal.
Ya en la Antigüedad esta competencia entre naciones llevaba a violencia y la guerra. “Cartago debe ser destruida”, esa famosa frase con la que Catón terminaba todos sus discursos en el Senado romano, quedó como ejemplo del impulso que define las confrontaciones mundiales. Hoy una frase así no se pronuncia en público, pero es la que rige las relaciones entre las potencias.
Si el mundo nos impone estas exigencias, lo lógico sería enfrentar la competencia global con algún grado de acuerdo interno, un marco de “políticas de Estado” que se traduzca en directrices, planes y acciones que vayan más allá de las adoptadas por un gobierno, en áreas clave como política exterior, asuntos internos, economía, defensa, entre otros. Si algo distingue a los países que progresan de los que retroceden, es la existencia de este tipo de políticas.
Lamentablemente, Chile no está entre los países que exhiben avances en la definición de políticas que busquen proteger y promover los intereses del Estado, basándose en principios y objetivos a largo plazo que trasciendan los períodos gubernamentales específicos.
¿Por qué no ocurre? Simplemente, porque una política de Estado implica la construcción de consensos entre las diferentes fuerzas políticas, sociales y económicas del país, para establecer líneas estratégicas que permitan la continuidad y coherencia en la gestión pública, independientemente de los cambios de gobierno. La polarización actual impide este objetivo, lo que se observa en el fenómeno del bloqueo parlamentario y en la falta de colaboración entre las fuerzas políticas.
Una política de Estado debe tener algunas premisas. En primer lugar, aspirar a la permanencia y continuidad en el tiempo, más allá de los períodos de gobierno. En segundo lugar, conseguir cierto grado de consenso nacional y respaldo de los principales actores políticos, sociales y económicos. En tercer lugar, debe buscar el interés superior del país, por encima de intereses partidarios o sectoriales. En cuarto nivel, tener visión de largo plazo, enfocándose en objetivos y metas, trascendiendo las coyunturas políticas inmediatas.
En síntesis, una política de Estado implica construir un marco estratégico y unos lineamientos fundamentales que orienten la acción del Estado en diversas áreas, buscando dar continuidad y coherencia a las políticas públicas, más allá de los cambios de gobierno.
La distancia entre las diversas fuerzas políticas, entre gobierno y oposición, entre sectores empresariales y sindicales, entre actores regionales y nacionales, es determinante en la posibilidad de llegar a una política de Estado. Existen distancias que separan e impiden el acuerdo. Y distancias que unen, por extraño que parezca.
Estas son las distancias positivas, ya que expresan intereses que necesariamente deben ponerse sobre la mesa. No es posible pensar en una política de Estado efectiva si los implicados, a los que se suele llamar stakeholders o partes interesadas, no estén presentes en su definición.
Durante la transición, a inicios de los años 90, se logró cierto grado de acuerdo país respecto de algunas materias importantes, pero esos acuerdos no fueron plenamente validados por todos los afectados, especialmente las partes débiles o potencialmente dañadas. Se legisló en materia laboral sin los sindicatos, se reguló en materia ambiental sin las comunidades de las zonas de sacrificio, se construyó una política de desarrollo exportador a contrapelo de las industrias nacionales de mayor valor agregado, y así se podría seguir revisando esos acuerdos. Por eso, a los pocos años se deshilachó la trama de esos pactos. La polarización de hoy es el resultado de la baja calidad de los acuerdos de ayer.
El estallido de 2019 no fue más que la expresión final de ese largo proceso de distanciamiento. El intento de saldar esta fractura, por la vía del proceso constitucional, fracasó. Pero la necesidad de articular políticas de Estado, que sean capaces de devolver al país su cohesión y competitividad, se ha incrementado. Si no cerramos la brecha, en pocos años volveremos a la tensión que hoy parece dormida.
Para fortalecernos como país necesitamos un compromiso inquebrantable con ciertos criterios por parte de todos los actores políticos. Uno de ellos debería ser el de buscar la mayor legitimidad de los acuerdos de Estado que, sin pretender la unanimidad, puedan soportar la presión de intereses contrapuestos por un largo período.
Esto demanda sentar a la mesa a quienes constantemente se quedan abajo: si se habla de pensiones, es necesario pensar ante todo en los jubilados y no solo en las AFP. Si se trata de la deuda de las isapres, habría que priorizar a los afiliados acreedores y no solo a las aseguradoras. Y así sucesivamente. No es tan difícil darse cuenta de la importancia de ese criterio de legitimidad, pero en la práctica hoy está ocurriendo lo inverso.
La mayor amenaza a los Estados hoy no viene del exterior. El peligro es la forma en que se erosiona gradualmente desde dentro. Por ello es necesario fortalecer la legitimidad de las normas democráticas, especialmente aquellas que no están escritas pero que son imprescindibles, como el respeto a las partes más afectadas por las decisiones de gran impacto.
Los acuerdos excluyentes siempre generan formas de resistencia cívica, que resultan totalmente comprensibles. Para evitarlo es imprescindible sortear la exclusión deliberada y antidemocrática de quienes deben estar presentes en ese pacto, desde su origen, hasta su diseño e implementación. Un país dividido no puede permanecer estable.