Mientras la región no encuentre el camino hacia una alta, sostenida e inclusiva expansión del PIB, la institucionalidad democrática se encontrará deslegitimada ante una ciudadanía que prefiere escuchar otros cantos de sirena.
América Latina afronta numerosos desafíos para alcanzar un desarrollo inclusivo, de largo plazo y con estabilidad política. Son desafíos institucionales, políticos, sociales, culturales y económicos. Todos interrelacionados, pero la clave del arco se encuentra en la economía.
El actual estancamiento económico de la región desde 2014, que instituciones como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Cepal han definido como “segunda década perdida” (2014/2023), se ha convertido en el punto de inflexión para un modelo de desarrollo que ha tocado techo tras acabar el tiempo de bonanza (la Década Dorada, 2003-2013). América Latina vive desde hace diez años en medio del estancamiento o débil expansión económica (2013, 2014, 2015, 2018, 2019, 2022 y 2023) y crisis (2016, 2017 y 2020) con la única excepción de 2021, año atípico por el efecto rebote tras la recesión pandémica del año anterior.
Latinoamérica necesita crecer alrededor del 5% para absorber las demandas sociales y alcanzar un crecimiento con desarrollo y así eludir la trampa de los países de ingresos medios. Y ese objetivo está lejos actualmente: el FMI estima que el Producto Interno Bruto regional promedio para América Latina y el Caribe crezca 2% este año, tras hacerlo al 2,3% el año pasado y al 2,5% en 2025.
Como señala el economista colombiano José Antonio Ocampo: “El crecimiento anual promedio se mantuvo ligeramente por debajo del 0,9% durante el período 2014-23, peor que la tasa del 1,3% de los años 1980. Sin embargo, se prevé que el PIB per cápita sea ligeramente superior en 2023 que al de 2013, debido a un crecimiento demográfico más lento. Por el contrario, no fue sino hasta 1994 que el PIB per cápita de la región volvió a su nivel de 1980. América Latina tiene, por lo tanto, un serio problema de crecimiento”.
Esta segunda década perdida ha sacado a relucir un conjunto de problemas estructurales que lastran a los países latinoamericanos desde 2013 e incluso antes: un modelo económico y político disfuncional que no garantiza un crecimiento económico a largo plazo, ni un desarrollo sostenible e inclusivo, ni ha ido acompañado por un Estado eficaz y unas administraciones públicas eficientes a la hora de implementar políticas públicas favorables a los sectores vulnerables y capaces de canalizar las demandas de las clases medias emergentes.
Entre los efectos de esta segunda década perdida se encuentra el incremento del malestar de las sociedades, vinculado a esa débil expansión económica y al deterioro social (incremento de la inseguridad, de la pobreza, de la desigualdad y, sobre todo, de la vulnerabilidad de las clases medias), lo cual ha dado lugar a un voto de castigo permanente a la gestión de los oficialismos –hacia quien detenta el poder– y, en algunos casos, se ha traducido en voto de respaldo a opciones antisistema.
En la última década diversos autores, como el peruano Alberto Vergara, han tratado de reflexionar sobre el qué y el porqué de lo que le ocurre a la ciudadanía: concuerdan en que el malestar latinoamericano, que tiene una larga tradición histórica, se ha exacerbado y ha aumentado y se hace más evidente el choque entre una ciudadanía con crecientes expectativas que acaba defraudada por unos Estados que pretenden ser republicanos (institucionalizados) y eficientes, pero que cotidianamente defraudan esa promesa, pues no solo son ineficaces sino que se sitúan lejos de los problemas de la ciudadanía. Se trata de democracias débiles con baja institucionalización, “repúblicas a medias”.
Se trata de una dinámica que se retroalimenta, debido a que los nuevos gobiernos nacen con una debilidad que condiciona su capacidad de acción: su endeblez política es la nota dominante de los ejecutivos latinoamericanos desde 2015, lo que les ha impedido llevar a cabo reformas estructurales indispensables para vincular a los países de la región a la IV Revolución Industrial, hacer más competitivas a las economías regionales y canalizar la frustración de expectativas. Además, esa debilidad institucional se ha visto alimentada por una fuerte fragmentación y una elevada polarización, que han incrementado los problemas para llegar a acuerdos de Estado.
Esa situación provoca la incapacidad de los gobiernos para poner en marcha procesos de reforma y que se alargue la desafección de la ciudadanía, que acaba inclinándose en cada siguiente cita ante las urnas por voto de castigo o por elementos ajenos al sistema. Los partidos que ganan las elecciones lo suelen hacer tras formar coaliciones negativas. Reúnen más un voto coyuntural y prestado que verdaderas adhesiones, con escaso apoyo en parlamentos fragmentados y polarizados, con capacidad reducida de alcanzar consensos. No cuentan con la paciencia, muy reducida, de unas sociedades golpeadas por una década de bajo o nulo crecimiento (incluso decrecimiento), aumento de la pobreza y deterioro de las oportunidades de mejora.
Perú, que ha pasado de crecer a ritmo chino a coquetear con la crisis y el estancamiento, es un ejemplo de esa coyuntura. De hecho, la agencia calificadora S&P Global Ratings acaba de rebajar la calificación soberana de largo plazo de ‘BBB’ a ‘BBB-’, debido a la incertidumbre política que limita el crecimiento económico. Esta rebaja implica un riesgo para Perúm debido a que, ante una siguiente rebaja, perdería el grado de inversión y pasaría a grado especulativo. S&P señala que “un Congreso fragmentado y el limitado capital político del Gobierno” pesan sobre la confianza de los inversionistas privados y suponen un costo de oportunidad para el crecimiento, lo que “limita la capacidad de Perú para reconstruir espacio fiscal”.
Las democracias tienen ante sí, para sobrevivir en esta tercera década del siglo XXI, numerosos desafíos: el primero de ellos es diseñar un nuevo contrato social. Un nuevo pacto que haga a los Estados más eficaces a la hora de poner en marcha políticas públicas que resuelvan los problemas más acuciantes de la ciudadanía en materias sociales (educación, salud, seguridad y transporte), económicas (inversión en capital humano y físico) y políticas (reformas electorales y de los partidos, mayor representación y participación ciudadana, agilización de las políticas de las administraciones, etc.). La institucionalidad democrática ha perdido su atractivo porque no resuelve los problemas más cercanos de la ciudadanía, que se inclina por votar contra los gobiernos (“voto de castigo a los oficialismos”) o por alternativas alejadas del respeto a la institucionalidad democrática.
La actual crisis de las democracias se debe a un largo periodo de parálisis y bajo crecimiento. Mientras la región no encuentre el camino hacia una alta, sostenida e inclusiva expansión del PIB, la institucionalidad democrática se encontrará deslegitimada ante una ciudadanía que prefiere escuchar otros cantos de sirena. De hecho, el caldo de cultivo de esta situación es el aumento de la pobreza y, sobre todo, la desigualdad social, que genera frustración social, desafección hacia las instituciones y polarización política.
Como muestra el Informe Latinobarómetro de 2023, desde 2010 ha aumentado levemente el apoyo a regímenes autoritarios, y en especial ha subido 12 puntos la indiferencia ante el tipo de régimen, al hilo de ese empeoramiento de la economía regional y las expectativas de mejora personal e intergeneracional. El respaldo a la democracia, por el contrario, ha caído del 63% en 2010 al actual 48%.
Sin retomar ese crecimiento elevado, a largo plazo e inclusivo, el paraíso del desarrollo es inalcanzable para los países de Latinoamérica. Y aún peor: está en juego la pervivencia de la democracia.