¿Cómo es posible que tantos israelíes sientan indiferencia ante tamaño sufrimiento que, por desgracia, recuerda cómo tantos alemanes –y holandeses y millones de personas en todo el mundo– habían hecho la vista gorda ante la violencia de los nazis?
El 4 de mayo pasado, mientras la guerra y la hambruna hacían estragos en Gaza, se celebraba en Ámsterdam un Día de la Memoria, una forma anual de conmemorar a quienes habían resistido la ocupación nazi y, especialmente, a los judíos que habían perecido en aquella hecatombe. Entre las decenas de ceremonias que colmaban la ciudad, me uní a la que se llevó a cabo en la Centrale Markthal, un edificio que había albergado, durante ese época de terror, un vasto mercado al aire libre que vendía alimentos a los ciudadanos de Ámsterdam, dedicado en la actualidad a espectáculos, fiestas y reuniones a que asistían jóvenes que, en su mayoría, sabían poco de esa remota tragedia.
Llegué a esa sala gigantesca por invitación de Max Arian, un amigo holandés de ochenta y cuatro años, que iba a ser en esa jornada uno de los oradores. Nos habíamos encontrado hace cincuenta años, en mi primera visita a Holanda para movilizar solidaridad con la resistencia chilena a la dictadura del general Pinochet. Max, como judío secular sobreviviente de la ocupación nazi, estaba particularmente en sintonía con las luchas por la libertad en otras partes del mundo y, sobre todo, con la promesa de la revolución pacífica de Salvador Allende que había terminado abruptamente con el golpe de Estado de 1973.
Durante esa reunión inicial, insinuó cómo había sido su peligrosa infancia durante la Segunda Guerra Mundial, pero solo supe más detalles cuando en 1976 nos mudamos, mi esposa y yo y nuestro hijo, por cuatro años a Ámsterdam, donde fuimos acogidos calurosamente como hermanos por Max y su familia, dándonos el tipo de amparo que él había recibido de niño tantas décadas antes.
Su padre, Arnold, un activo miembro de la resistencia contra el fascismo, había sido uno de los primeros holandeses enviados a Auschwitz, donde, sin que sus familiares lo supieran, había sido asesinado en octubre de 1942. La madre de Max, Rebecca, fue detenida y golpeada y, estando presa, había pedido a un pariente que su hijito de tres años fuera “escondido” de los nazis. El niño pasó bajo una identidad falsa el resto de la guerra con una amorosa familia cristiana, los Micheels.
La propia Rebecca fue posteriormente agolpada en un tren junto a miles de otros judíos, salvándose en el último minuto de ser deportada gracias a que la rescataron unos hombres desconocidos que ella siempre supuso eran camaradas de su esposo. Vivió los dos años siguientes en Limburgo, no lejos de donde cuidaban a su hijo, aunque, por razones de seguridad, no tuvo idea de dónde exactamente estaba el niño, ni con quién. La única señal de que se encontraba vivo fue una carta sin firmar de la madre adoptiva de Max que disipó los temores de Rebecca, mencionando de paso lo mucho, tal vez demasiado, que el pequeño disfrutaba del Vlaai, un pastel con bayas verdes que era típico de esa región, la más meridional del país.
De manera que Max estaba cerca y ella abrigó alguna esperanza de que aún pudieran tener un futuro juntos. Y el 5 de mayo de 1945, que todavía se celebra como el Día de la Liberación en Holanda, buscó noticias sobre el paradero de su hijo y partió de inmediato a recuperarlo.
Si esa pista de un alimento compartido, el Vlaai, había sido su único contacto con aquel hijo perdido, también fueron alimentos, aunque de otro tipo, los que la mantuvieron conectada con sus padres, Philip y Mietje Witteboom. Ellos se habían salvado cuando los nazis ocuparon los Países Bajos a principios de 1940 porque Philip, con la ayuda de su esposa, tenía un puesto en el Markthal Centrale, que proporcionaba frutas y verduras a la población. Clasificados como “trabajadores esenciales”, lograron evitar la deportación hasta que, finalmente, en 1944, fueron enviados a Theresienstadt. El abuelo de Max se enfermó y lo mandaron a Auschwitz, donde falleció en octubre de ese año, pero Mietje logró sobrevivir en Theresienstadt, si bien estuvo a punto de morir de hambre antes de que el campo fuera liberado. De hecho, cuando Rebecca se enteró de que su madre había regresado a Ámsterdam y se apresuró a buscarla, no reconoció a la mujer demacrada y esquelética que avanzaba como un zombi por la calle, únicamente identificándola por el vestido que llevaba puesto.
Imagino el júbilo de Rebecca y Mietje e imagino también el dolor perdurable que dejaron tantos parientes desaparecidos y asesinados, la familia extendida cuyos nombres y fechas de nacimiento y muerte están inscritos ahora en el Muro Conmemorativo del Holocausto en Ámsterdam, a los que Max me introdujo en una visita el año pasado, contándome cada una de sus historias. Y claro que volvimos a hablar, una vez más, de su propia vida como niño “oculto” que me había seguido fascinando durante casi medio siglo, hasta el punto de que utilicé muchos aspectos de su experiencia para construir la historia de uno de los protagonistas de mi novela Allende y el museo del suicidio.
No fue, empero, sino hasta esta ceremonia del 4 de mayo que me enteré acerca de lo que había sucedido después de la ocupación, cómo su abuela y su madre, durante las siguientes décadas, habían vendido frutas y verduras en un negocio en ese mercado, a pesar de los esfuerzos de algunos vendedores para negarles ese derecho, ya que la licencia original seguía a nombre del difunto Philip. Este era el sitio donde Max, milagrosamente salvado, y ferozmente amado por aquellas dos formidables figuras femeninas, había pasado el resto de su infancia y adolescencia, el inmenso edificio donde había ayudado a cargar cajas y a limpiarlas e incluso, los lunes, a trabajar en la caja registradora. Así que fue la comida, una vez más, la que vino al rescate de la familia, proporcionando un medio de vida durante los difíciles años de escasez de la posguerra, continuando una tradición que había estado en la familia durante generaciones, aunque el propio Max no eligió ser comerciante, prefiriendo el periodismo y la crítica cultural.
La reciente conmemoración en el antiguo mercado era, por ende, una forma de celebrar el triunfo de la vida sobre la muerte, encarnado en el hecho de que los dos octogenarios oradores, Max y otro niño superviviente, Simon Italiaander, estaban ahí muy presentes, de cuerpo entero y corazón claro, para evocar una época en la que ese espacio había resonado con el ir y venir de mercaderes, comerciantes, mayoristas y clientes, y el olor a coles, tomates y naranjas, el vientre de Ámsterdam que permitía a sus habitantes comer y amar, multiplicarse y reír. Una apuesta persistente de que la vida debía continuar pese a todos los dolores y pérdidas, porque Max no estaba solo ese día de la ceremonia.
Su esposa (no judía) Maartje estaba allí, junto a algunos miembros de su familia (uno de sus tres hijos y dos de sus ocho nietos) que respiraban ahora el aire de la libertad, únicamente porque muchos seres anónimos y valientes habían arriesgado su vida para que ese pequeño Arian se salvara. Los fantasmas del pasado, los muertos que esperan algún tipo de resurrección en nuestra memoria, parecían estar bendiciendo a los descendientes que habían logrado desafiar la extinción que los nazis habían querido infligirles.
Y, sin embargo, a medida que más y más recuerdos de la comida que se había vendido en ese mercado llenaban el aire, mientras las fotos de ese espacio vibrante de sustento y manjares circulaban entre los espectadores, mientras contemplaba yo una imagen espléndida de una Mietje robusta y entrada ya en años, ya no hambrienta, desafiante e incólume en medio de interminables cajas de verduras, lo que seguía entrometiéndose, perversa e inevitablemente, era Gaza, el horror de lo que estaba sucediendo en Gaza.
¿Cómo es posible que un Estado fundado por los supervivientes del Holocausto esté infligiendo deliberadamente tanto hambre a sus vecinos palestinos? ¿Cómo podían sus Fuerzas Armadas masacrar a niños que, a diferencia de Max, no tenían dónde esconderse, nadie que los acogiera? ¿Cómo es posible que tantos israelíes sientan indiferencia ante tamaño sufrimiento que, por desgracia, recuerda cómo tantos alemanes –y holandeses y millones de personas en todo el mundo– habían hecho la vista gorda ante la violencia de los nazis?
Estas preguntas duras que me invadieron, y que no pude evitar, no menoscaban la ceremonia en el Centrale Markthal ni menos la desmerecen. Por el contrario, hacen que sea más relevante que nunca la necesidad de recordar lo que sucedió durante esos horribles años 40 y afirman la certeza de que jamás la humanidad debe presenciar apocalípticos crímenes de guerra sin protestar contra ellos, como lo están haciendo tantos estudiantes en todo el mundo, en solidaridad con los habitantes asediados de Gaza. Más relevante, también, porque aquellos que glorifican a Hamás –una organización asesina, teocrática, misógina y tiránica que también masacra a niños y mantiene rehenes inocentes–, aquellos que comparten sus sueños de erradicar del Medio Oriente a sus enemigos israelíes, harían bien en asistir a memoriales como el que presencié el 4 de mayo en Ámsterdam.
Este es el complicado desafío de nuestro tiempo: regocijarnos por la maravillosa supervivencia de Max Arian, un ferviente partidario de la amistad entre palestinos e israelíes, y al mismo tiempo condenar a los opresores que, con sus actuales actos de terror y hambruna forzada, están traicionando la ardiente memoria de tantos de sus antepasados que murieron y siguen clamando por la paz y la justicia.