Todo gobierno pospopulista, sea parte o no de ese proyecto, se ve constreñido directa e indirectamente a trascender a aquel que le precede, y de su éxito depende también si se recupera o no la democracia.
Si el 2 de junio la mayoría del electorado mexicano vota por Claudia Sheinbaum, candidata de Morena, partido en el gobierno, o por Xóchitl Gálvez, de la coalición opositora, México tendrá por primera vez una presidenta, pero ese día también entrará en su fase final el gobierno populista de Andrés Manuel López Obrador. ¿Cuáles son los efectos de la retirada de los liderazgos populistas?
Diversos países de América Latina comienzan a padecer las consecuencias de las herencias del populismo de Hugo Chávez en Venezuela, de Evo Morales en Bolivia, de los Kirchner en Argentina y de Jair Bolsonaro en Brasil, solo por mencionar algunos. Si bien pareciera que el alejamiento de los líderes populistas crea mejores expectativas para el funcionamiento de las democracias, esto no necesariamente es así, pues las improntas de esos gobiernos no son fáciles de borrar.
Si el populismo es un régimen político donde prima la relación vertical de un líder carismático con el pueblo prescindiendo de instituciones de mediación y en torno a un proyecto político personalista, el pospopulismo está determinado por la tensión de mantener el proyecto político y por el lento e inminente alejamiento del líder, operado por algunos liderazgos satélites gestados durante la etapa madura del populismo, que compiten por ocupar el lugar del líder.
Ello depende de si el partido o movimiento populista se mantiene o no en el gobierno. Si continúa en el gobierno y el líder populista solo está formalmente fuera del poder, entonces los liderazgos satélites tratarán de crear un proyecto propio desde el vértice que ahora controlan, lo que requiere mayor esfuerzo de operación política para superponerse a su antecesor, pero sin romper, al menos mediáticamente, con su liderazgo.
Tal es el reto que tendrá Claudia Sheinbaum si gana la presidencia en México. Luis Arce y el MAS en Bolivia han tenido relativo éxito al tratar de reducir el liderazgo de Evo Morales y alejarlo de las grandes decisiones de gobierno, mientras que el caso negativo fue el gobierno de Alberto Fernández en Argentina, que siempre tuvo como lastre el liderazgo de Cristina Fernández, quien gobernó de facto.
En cambio, si el proyecto populista es derrotado en las urnas, entonces el movimiento dependerá de su relativa capacidad de institucionalizarse bajo los liderazgos que se hayan gestado durante su permanencia en el poder a pesar de que sean rivales del líder populista o tenderá a diluirse hasta convertirse en un mito, como parece que puede suceder con el kirchenerismo en Argentina.
Un lugar especial ocupan los casos en los cuales el líder populista es inhabilitado o muere, pues hay tres posibles resultados. Uno, que el movimiento populista termine buscando cierto grado de institucionalización, convertirse en un verdadero partido para mantener vivo el proyecto, como sucedió con el peronismo en Argentina o con el fujimorismo en Perú. Dos, que se diluya con el tiempo hasta perder vitalidad como consecuencia de la ausencia de un liderazgo capaz de movilizar a las masas, pero convirtiéndose en una especie de mito aglutinador, como sucedió con Getúlio Vargas en Brasil. O tres, que los liderazgos sustitutos terminen creando un régimen autoritario bajo la idea de mantener vivo el proyecto populista a toda costa, incluso contraviniendo sus principios originarios, como sucedió en Venezuela a la muerte de Hugo Chávez y con el ascenso de Nicolás Maduro.
Los populismos tratan de modificar el statu quo previo a su ascenso al poder. Algunos tienen mayor o menor éxito en ello, pero las consecuencias por lo regular tienden a estar alejadas de las proyecciones iniciales. En el ámbito económico tienden a fomentar la concentración de la riqueza en aquellos sectores que son favorables a su proyecto político, y consecuentemente en una clase empresarial abyecta y oportunista, pero carentes de eficiencia económica en términos de mercado. Mientras el populismo está en el poder, estos sectores reciben beneficios fiscales para operar bajo la fachada de eficiencia económica, pero cuando el proyecto entra en declive, estos sectores se convierten en una carga fiscal y políticamente son difíciles de desvincular, como sucede con todas las empresas, por lo regular ineficientes, que el populismo crea o cobija bajo el Estado.
Pero la principal herencia son las “políticas sociales” que se implementan bajo el populismo, en general diseñadas bajo una cuestionable racionalidad, improvisadas o de plano creadas “al vapor”, producto de las ocurrencias del líder populista. Estas políticas son altamente dependientes de los recursos del Estado, por lo que se convierten en la principal derrama del gasto público, debido a su ineficiencia, y acaban ampliando el déficit público, que los gobiernos terminan subsanando aumentando la deuda del Estado.
Ello explica por qué la mayoría de los Estados pospopulistas están altamente endeudados. Solo por ejemplificar, en 2022 la deuda pública en Argentina, Bolivia y Brasil alcanzó el 80% de su PIB; en Venezuela, a pesar de que el régimen de Maduro ha escondido la información, se calcula que en el 2024 la deuda está en una situación impagable, más del 200% de su PIB, mientras que en México en este mismo año alcanzó casi el 50% respecto del PIB, y las proyecciones señalan que, de seguir esta tendencia, para el 2030 será del 64%.
El populismo, por su naturaleza antielitista, rompe los vínculos con las altas esferas intelectuales y científicas de su país, se alía con grupos resentidos con las élites, porque allí encuentra voces que, como sucede con algunos sectores empresariales, están dispuestas a defender su proyecto incluso si opera en contra de sus propios intereses. Los gobiernos pospopulistas se ven forzados a reorganizar estas relaciones, porque aquel oportunismo que le sirvió al líder populista tiene límites y no puede mantenerse ante su ausencia.
Los gobiernos pospopulistas se ven obligados a reestructurar las administraciones públicas, ya que el populismo las concibe como un botín de cargos para repartir entre sus militantes por encima de sus capacidades profesionales. Esta tarea se complica si es necesario desmilitarizar sectores de la gestión pública que algunos líderes populistas entregan a las Fuerzas Armadas para alejarlas del control civil y mantenerlas en la opacidad.
Finalmente, uno de los retos más importantes es reponer la primacía del Estado de Derecho como componente esencial de cualquier sistema democrático. Los populistas tienden a pervertir su espíritu o de plano violar sistemáticamente la ley, y, si les es posible, modificarla a su conveniencia. Todo gobierno pospopulista, sea parte o no de ese proyecto, se ve constreñido directa e indirectamente a trascender a aquel que le precede, y de su éxito depende también si se recupera o no la democracia.