No fueron al final los 20 puntos de diferencia de las encuestas, sino que casi 30 los puntos de distancia porcentual entre la presidenta electa y la retadora Xóchitl Gálvez. Con ello, superó en varios puntos la mayoría absoluta que logró el presidente Andrés Manuel López Obrador hace seis años.
En México los pronósticos electorales adelantaron la tendencia, aunque quedaron algo cortos ante el arrollador avance de Morena y la coalición de izquierdas que le rodea. Los históricos Partido Revolucionario Institucional (PRI), el Partido Acción Nacional (PAN), más el centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática fueron sencillamente avasallados por la avalancha de votos que obtuvo la candidata oficialista y sus partidarios en la papeleta.
No fueron al final los 20 puntos de diferencia (promedio) de las encuestas, sino que casi 30 los puntos de distancia porcentual entre la presidenta electa y la retadora Xóchitl Gálvez. Con ello, superó en varios puntos la mayoría absoluta que logró el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) hace seis años. A lo anterior hay que sumar un potencial dominio de la LXVI Legislatura de los Estados Unidos de México, con probable mayoría calificada en la Cámara de Diputados y cerca de la misma en el Senado, más 7 de las 9 jefaturas estaduales en juego, con el Movimiento Ciudadano obteniendo Jalisco y el conservador PAN reteniendo su tradicional bastión de Guanajuato.
Desde luego, llama la atención, en una región latinoamericana marcada en los últimos años por la dinámica pendular en la alternancia en el poder, que la continuidad sea la tónica en México. Simplemente, el voto castigo no existió. Ello se podía explicar en las virtudes de la candidata y en la gestión de su antecesor, el carismático presidente en funciones que, se quiera o no, satisfizo a buena parte de la ciudadanía mexicana. Es que, en un país con altos niveles de violencia política, no llegan a sorprender los más de 35 candidatos muertos en la campaña electoral que concluyó hace poco.
Más pesó el conjunto de políticas sociales desplegadas por el Gobierno, con particular intensidad en tiempos pandémicos: el incremento de los subsidios directos o la no reclusión de la gente en sus domicilios durante algunos de los momentos más álgidos del COVID-19. En un país con una enorme economía informal, si los comerciantes callejeros no salían a ganarse el pan afuera, simplemente igual morirían. AMLO empatizó con el clamor popular y tomó medidas menos restrictivas que otros lugares. Las tasas de contagios y muertes se empinaron, aunque muchos se sintieron conformes con la decisión.
Asimismo, el estilo llano del presidente fue premiado, como revelan sus elevados índices de popularidad al final de su mandato. Además, con una buena dosis de picardía, se ganó cierta simpatía de parte de la prensa que cubría su conferencia matutina –conocida como la mañanera–, con la que, hábil político, esquivaba la imposición de una agenda mediática.
La presidenta electa tiene, sin duda, méritos propios y su carrera no se diluye en el apadrinamiento de López Obrador, con el que ocupó vocerías en comicios y un cargo ministerial en la jefatura del Distrito Federal (2000-2005). Sheinbaum siempre tuvo pasta de lideresa (fue delegada elegida por Tlalpan entre 2015 y 2017, y jefa de Gobierno de Ciudad de México desde 2018 a 2023).
Quien será la primera mujer y científica en ocupar la más alta magistratura mexicana, descolló en la carrera académica como pionera en la obtención del doctorado en Física en la Universidad Nacional de México. La perseverancia probablemente la heredó de sus abuelos, inmigrantes judíos lituanos por línea paterna y búlgaros sefardíes en el costado materno, huyendo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Su adhesión a la izquierda nació, según Sheinbaum ha contado, del compromiso de su madre con los dirigentes estudiantiles detenidos por las movilizaciones de 1968.
Pero el particular estilo de AMLO será difícil de imprimir en la continuidad de la denominada “4T” o Cuarta Transformación, el relato de cambio acuñado por el presidente, que con una mayoría calificada en el próximo Congreso (muy cerca) podría concretarse. En dicha línea, López Obrador propuso el 5 de febrero una veintena de reformas constitucionales, incluidas la militarización de la Guardia Nacional –en línea con el protagonismo de los institutos castrenses que subieron su presupuesto en 16% durante sus primeros años–, la alteración del sistema electoral, y la elección popular de jueces y ministros de la Suprema Corte.
La nueva Legislatura comienza el 1 de septiembre y 30 días después el mandatario cesa funciones. López Obrador ha dicho que no desea imponer nada y que se retira de la vida pública para instalarse en su rancho “La Chingada” en Palenque (Chiapas). Al mismo tiempo, afirma: “Tiene que haber cambios [Claudia Sheinbaum], tiene que haber relevos en cargos”, y a continuación complementó: “Ella es la facultada para tomar todas las decisiones, yo no voy a influir en nada, ella va a elegir a su equipo”. Si en México suele decirse “el que se va, ordena antes la casa”, la incógnita es si acaso López Obrador intentará en su mes final aprobar las propuestas legislativas o quedará a criterio de la presidenta su realización y prioridad.
Nótese que las Ciencias Sociales y el periodismo atienden preferentemente las crisis de quiebre institucional, la discontinuidad gubernamental, o la “cohabitación” de los sistemas semipresidenciales, algo menos la heredad política, la cuestión de la sucesión en la continuidad. Últimamente, han destacado las reyertas al interior de las “familias” políticas, con los casos palmarios de las divergencias entre Álvaro Uribe y su ministro de Defensa y sucesor, Juan Manuel Santos; o los cambios entre Rafael Correa y su primer vicepresidente y legatario, Lenin Moreno; e, incluso, el mismísimo Evo Morales, que hoy disputa el liderazgo del Movimiento al Socialismo (MAS) con su exministro y actual jefe de Estado, Luis Arce.
Mención aparte merece el matrimonio político mal avenido entre Alberto Fernández y Cristina K. La fórmula simplemente fracasó al nunca quedar claro quién era el líder. Frente a eso los mexicanos recogen la frase de Alejandro Magno: “El cielo no puede sostener dos soles, ni la Tierra dos amos”, con la cual apuntan a que la efectividad del cargo también depende del reconocimiento de la unidad de una jefatura política indivisa.
Junto con el dogma maderista de no reelección, este es un principio con 90 años de vigencia, después que el presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) se desembarazara del “maximato” del exmandatario Plutarco Elías Calles (1924-1928), quien se había asegurado la injerencia en las designaciones de cargos públicos y la política general. A partir de ese momento y hasta la transición del año 2000, la llamada –por el historiador Enrique Krauze– “presidencia imperial” mexicana, tenía por acto definitivo “el dedazo”, mediante el cual escogía al sucesor. Después de concretada la transferencia de mando, el expresidente desaparecía de la vida pública.
Se espera que el actual líder mexicano, un confeso admirador de Lázaro Cárdenas, continúe dicha tradición, aunque algunos dudan que su personalidad omnímoda lo haga fácil. Por eso, además de la cuestión de la violencia política, y sobre todo la mantención de la crucial relación con Estados Unidos –más relevante que los profundos vínculos culturales y políticos que unen México con Latinoamérica–, de cara a la campaña presidencial estadounidense y la revisión del T-MEC en 2026, otro desafío que tendrá la presidenta Claudia Sheinbaum será consolidar la completa autonomía respecto de su popular y carismático antecesor, y así desplegar su estilo de diálogo y pragmatismo.