Su mirada sobre los campus vacíos, la coacción entre estudiantes, la crisis del principio de autoridad y representación, el marcaje a docentes, los insultos al estamento funcionario, y en general el maltrato brutal a las instituciones universitarias, demuestra que hay otras motivaciones e intereses.
La rectora de la Universidad de Chile, Rosa Devés, concedió esta semana una interesante entrevista a la periodista Mónica Rincón, en CNN. Es importante reflexionar desde su voz, porque representa muy bien las tensiones y debates que atraviesan a las instituciones de educación superior en este momento.
La rectora explicó que en todo el mundo se han levantado acampadas estudiantiles en rechazo al genocidio de Gaza. Chile no podía estar ajeno a ese ciclo. Lo que esas acciones han buscado es crear una presión crítica ante sociedades resignadas y complacientes con esta masacre televisada. Pero fuera de esta intervención puntual, que apela a una motivación de alto valor ético, Devés revela que otras formas de relacionamiento, menos altruistas, parecen alejadas de ese objetivo.
La rectora muestra cómo se está degradando aceleradamente la convivencia interna de las universidades. La descripción que hace de los amargos eventos de violencia que está atravesando la Casa de Bello lamentablemente se están extendiendo hace bastante tiempo en muchos espacios educativos.
Su mirada sobre los campus vacíos, la coacción entre estudiantes, la crisis del principio de autoridad y representación, el marcaje a docentes, los insultos al estamento funcionario, y en general el maltrato brutal a las instituciones universitarias, demuestra que hay otras motivaciones e intereses que se conjugan en una cultura de la agresividad bastante irracional. El clima que una minoría ruidosa desea promover parece propio de alumnos-clientes, frustrados con un producto que les incomoda, pero no de ciudadanos que acceden a un derecho social.
Chile hoy invierte en educación superior, entre lo aportado por el Estado y por las familias, cerca de US$ 6.600 millones, lo que representa alrededor de 2,6% del PIB. Este monto más que duplica el gasto promedio de los países de la OCDE, que en 2020 estuvo en torno al 1% del PIB. Ninguna generación anterior a la actual dispuso de este enorme volumen de recursos, que representa en la actualidad la principal política de promoción y ascenso social del país.
Pero a pesar de esta enorme cantidad de dinero, el sistema de educación superior vive en un estrés financiero permanente, tal como lo ha descrito la Superintendencia de Educación Superior en su última cuenta pública. Esto no es extraño, si se piensa que la inmensa masa de estos recursos financia la política de gratuidad bajo un modelo de aranceles regulados, que están crecientemente tensionados de forma casi exponencial para cubrir nuevas exigencias de calidad, nuevas obligaciones regulatorias y nuevos estándares de acreditación que se deben financiar sin un incremento de esos montos.
Mantener el punto de equilibrio financiero de las universidades, en un contexto de alta competencia, es un factor que distorsiona procesos centrales de la labor académica, obligando a redirigir ingentes recursos a sistemas informáticos, publicidad y marketing, que no suponen un aporte directo a la misión educacional. El peso de la deserción de los deudores CAE también recae finalmente en las universidades, que intervienen como fiadoras de última instancia. No es extraño que estas condiciones adversas lleven a una estrechez presupuestaria que es necesario administrar de forma extremadamente criteriosa.
Este contexto debería propiciar formas de corresponsabilidad muy fuertes al interior de las universidades. Por eso, la rectora Devés sostiene con fuerza que “hoy no deberíamos tener tomas, porque hoy el mundo, como lo escuchamos también en esta actividad, requiere de otras formas de entendimiento”. Lo que se debería observar es un clima de colaboración y retribución responsable con los recursos públicos que se destinan a las tareas universitarias.
Sin embargo, duele observar la desidia en la asistencia a clases, la disputa permanente para bajar los estándares de las calificaciones, y un menoscabo de la idea misma de jerarquización académica, minada por algunos estudiantes que actúan como “alumnos-clientes” que se creen con derecho a despreciar a sus profesores, porque incluso consideran que les pagan el sueldo. Mientras, la gran mayoría se esfuerza en sacar adelante sus estudios y se frustra al ver que no puede avanzar en medio de un ambiente hostil provocado por acciones de grupos minoritarios.
Compartiendo sustancialmente la mirada de la rectora hay un punto, en el plano de las conclusiones prácticas, con el que no puedo coincidir con ella. Consultada por su disposición a desalojar los espacios ocupados, la rectora sostuvo que eso supondría “devolver la violencia con violencia”. Entiendo que siempre es necesario extremar el diálogo con los estudiantes, comprendiendo la universidad como la casa de la razón y de los argumentos. Pero hacer eficaz el imperio de la ley y el Estado de derecho nunca es violencia, si se atiene a los principios de integridad, proporcionalidad y regulación profesional que deben ser propios de la labor policial. No es violencia materializar el ordenamiento jurídico, el cumplimiento de leyes, reglamentos y mandatos judiciales que nos permiten convivir en sociedad.
Observo en esa respuesta un elemento peligroso, que se debe despejar con claridad. La Universidad de Chile, la más antigua y prestigiosa del país, ejerce de facto un estándar en los procedimientos y criterios de acción generales al sistema de educación superior. Hacer respetar el principio de autoridad y buscar el acatamiento de la normativa interna de cada universidad nunca es un acto de violencia, sino un deber que debe ejercerse con prudencia y responsabilidad.
Por otra parte, tenemos la obligación de defender el derecho a la educación. Es lo que la gran mayoría de estudiantes y sus familias espera por parte de las universidades que han elegido y a las que acceden con mucho esfuerzo. A ellos y ellas nos debemos. A jóvenes que trabajan por las noches para poder financiar sus estudios, a estudiantes de otras provincias que llegan a cumplir sus sueños, a las madres jefas de hogar que se desvelan para que sus hijas accedan a una educación que ellas no pudieron tener.
Las autoridades universitarias no podemos abdicar de ninguna de las atribuciones de las que disponemos para restablecer los procesos académicos y laborales de nuestras instituciones. No hacerlo es una forma de dejación de competencias que se nos podría demandar con justa razón. Creo que, en este punto específico, la Universidad de Chile debería ofrecer una interpretación institucional más detallada de las palabras de la rectora, dada la relevancia de su opinión y su rol en el sistema universitario nacional.