La acusación de que estarían transexualizando a los niños (o la de que se estaba torturando en el Metro Baquedano) desata el pánico moral y hace muy difícil tener una discusión racional, porque muchas personas no están dispuestas a preguntarse por la veracidad de los rumores…
Como el lector recordará, durante el “estallido social” de 2019 corrió el rumor en redes sociales de que estaban torturando gente en la estación Baquedano. Como gente con más notoriedad que tino se hizo eco del rumor, ocurrió lo que previsiblemente sucedería después de una alerta de este tipo: arreció la violencia, cundió el caos y la estación terminó completamente incendiada. Es lo que sucede cuando algunos acuden a la vieja táctica de desatar el pánico moral, un recurso utilizado para deslegitimar moralmente a un determinado grupo de personas, que se estima peligroso o contrario a la ideología que se busca imponer como oficial.
Esta táctica se está empleando intensamente hoy en Chile contra las personas trans a partir del rumor de que se está transexualizando a los niños. “¡Están transexualizando a los niños!”, reza el clamor popular, magnificado por medios de comunicación y redes sociales. Incluso se ha hablado de que se les estaría “cambiando el sexo” a los niños, de tres años en adelante, tanto legal como hormonalmente y quirúrgicamente. Y todo ello de manera coactiva, es decir, sin e incluso contra el consentimiento de los propios padres. La transexualización coactiva de los niños es el toque de rebato al pánico moral.
Quienes no hemos perdido la capacidad de asombro respecto de las posibles calumnias contra las personas LGBTIQ+, no podemos dejar de sorprendernos de que algunos académicos corran a sumarse al pánico moral y, más aún, lo alienten. Un ejemplo de ello lo ofrece Daniel Mansuy, quien el 5 de junio recién pasado se dio el gusto de atizar la hoguera con una columna en El Mercurio titulada “Niños en peligro”. Al parecer, haciéndose eco de un reportaje sensacionalista, y con una metodología muy cuestionable (del que me ocuparé en una próxima columna), denuncia Mansuy varias cosas escabrosas y delicadas, aunque sin aportar ninguna prueba concreta que permita sostenerlas seriamente.
Por ejemplo, señala que el Informe Cass, publicado en Inglaterra en abril pasado, “es demoledor” y que los tratamientos de bloqueadores hormonales en menores de edad (que Mansuy trata indistintamente como “niños”, sin distinguir entre niños y adolescentes) serían una “enorme superchería”. Sin embargo, muy convenientemente omitió señalar que dicho informe ha recibido respuestas y críticas de varios especialistas y, sobre todo, de importantes sociedades médicas, como –por citar solo un ejemplo– la Academia Americana de Pediatría (AAP). En una declaración del 4 de agosto de 2023, cuando ya había aparecido un anticipo del Informe Cass, dicha asociación apoyó los tratamientos afirmativos de personas trans, incluyendo a menores de edad, e indicó que sí existe evidencia suficiente para su realización.
Pero, más allá de lo anterior, lo más llamativo es, sin lugar dudas, la acusación de Mansuy de que los bloqueadores hormonales se estarían recetando en Chile con “una facilidad pasmosa” a menores de edad y, sobre todo, que los padres que se opongan “deben ser sensibilizados y denunciados a la justicia”. Es importante advertir que Mansuy no dice que se hayan cometido excepcionalmente abusos o excesos, no. Insinúa que tales abusos y excesos son la regla y que el sistema legal y sanitario en su conjunto estaría sistemáticamente orientado a transexualizar coactivamente a los niños.
¿Qué pruebas aporta Mansuy de estas graves acusaciones? ¡Ninguna! Por lo visto le basta con que el rumor satisfaga su prejuicio de que las personas trans y los “progres” son capaces de cualquier cosa, para darlo por verdadero. En este sentido, no existe ninguna diferencia entre él y Beatriz Sánchez, quien dio por verdadero el rumor de las torturas, porque se ajustaba a su prejuicio de que las personas de derecha son intrínsecamente autoritarias.
Pero dado el tenor de las acusaciones, según las cuales se estaría sometiendo a tratamientos hormonales incluso a niños prepúberes, sin o aun contra el consentimiento de los padres, uno se pregunta por qué Manusy, o quienes lo han secundado, no corren a presentar una denuncia a la Fiscalía o a interponer recursos en las Cortes de Apelaciones respectivas, considerando que también se ha hablado de violación a las libertades y derechos fundamentales (Claudio Alvarado en carta del 22 de junio).
Después de todo, se trata de acusaciones criminales… como las de torturas en la estación Baquedano. Como este último, el rumor de que se estaría transexualizando coactivamente a los niños supone muchas cosas: que hay médicos —émulos de Mengele, y muchos, además— dispuestos a practicar esa transexualización forzada; que los fiscales no tienen ninguna noticia de estos hechos o que, teniéndolas, deciden pasarlos olímpicamente por alto; que los padres de esos niños no recurren a tribunales, ni demandan a los médicos ni al Estado, ni a nadie, y que prefieren quedarse de brazos cruzados por algún inexplicable motivo; que a la autoridad política, no solo a la actual, sino también a las anteriores, este asunto les trae sin el menor cuidado; que el sistema de salud funciona igual que una asociación ilícita, etcétera.
La acusación de que estarían transexualizando a los niños (o la de que se estaba torturando en el Metro Baquedano) desata el pánico moral y hace muy difícil tener una discusión racional, porque muchas personas —incluso columnistas influyentes, como Mansuy— no están dispuestas a preguntarse por la veracidad de los rumores y, menos todavía, de llamar a la calma. El toque de rebato al pánico moral dificulta toda la discusión sobre el asunto de los niños y adolescentes trans. Por lo mismo, poco importa que el Informe Cass sea, no solo más mesurado, sino también muchísimo más cuestionable en sus conclusiones de lo que el rumor sugiere. Poco importa también que la ley de identidad de género distinga entre los menores y los mayores de 14 años para efectos de rectificar el sexo registral, porque quienes participan del pánico moral consideran que todo menor de 18 años es simplemente un “niño”. En general, se vuelve irrelevante que, en otros asuntos, como la responsabilidad penal o el peculio profesional, la diferencia entre un niño y un adolescente sí sea jurídicamente importante. O, yendo más lejos aún, se insinúa que los padres tienen exactamente la misma potestad sobre un hijo de un año que sobre uno de diecisiete. Y, como si fuera poco, se trata el acompañamiento psicológico en niños y el uso de bloqueadores hormonales en adolescentes como una sola y misma cosa, igualmente perversa.
De este modo, preguntas que en otros contextos serían admisibles respecto de los alcances de la autoridad paterna —por ejemplo, si acaso los padres pueden prohibir a sus hijos pololear o si los hijos adolescentes de un padre violento y autoritario pueden solicitar al juez su emancipación— se vuelven inadmisibles. Dicho de otro modo, la apelación al pánico moral no contribuye a mejorar los procedimientos para que un especialista pueda cerciorarse de que un niño o un adolescente es trans y, eventualmente, ayudarle a tener una transición fácil, hasta donde ello sea posible. Lo que con el pánico descrito se pretende es seguramente evitar todas las transiciones, incluidas las de adolescentes. Eso podría comprobarse si quienes siembran ese pánico aclararan los reparos que les merecen los bloqueadores hormonales: ¿se oponen a ellos solo por sus posibles efectos secundarios? Si esos presuntos efectos no existieran, ¿los aceptarían?
Lo cierto es que el pánico moral solo sirve para oscurecer el hecho de que en este, como en otros asuntos, se debe dar con la vía media que permita conjugar el derecho preferente de los padres con la autonomía progresiva de los hijos. Ambos principios tienen razón de ser. Puede ser el caso que, al sembrar el pánico, lo único que se consiga es transgredir ambos principios en juego: tanto el derecho de los padres que apoyan a sus hijos como el de los hijos que solo buscan llevar una vida más vivible gracias a las transiciones de género.