Hoy nadie cree que decir la verdad o denunciar un delito pueda ser un delito. El silencio cómplice ya no es ni leal ni patriótico. Sencillamente no está de moda. Y con internet y redes sociales, ya no hay forma de imponer narrativas oficiales ni de ejercer control sobre millones de usuarios.
“Ya que no lo podemos meter preso, mandémosle un dron”. Esa fue la propuesta –hoy documentada– de Hillary Clinton y varios personeros de la administración Obama para referirse al editor de Wikileaks, Julian Assange.
Hace pocos días, y luego de más de 10 años de persecuciones y privación de libertad, Assange llegó a un arreglo con las autoridades de EE.UU. y recuperó su libertad. A su favor jugaron los malos números electorales de Biden y el riesgo de que se volviera a convertir en tema de campaña, en provecho de Kennedy y Trump.
¿Cuál era el delito del que se le había acusado, y que incluso lo podía llevar a la pena de muerte? Publicar documentos con información verdadera sobre algunos sucesos de interés público y que, por torvas razones, había sido ocultada. Es decir, haber hecho lo mismo que hacen, o debieran hacer, todos los periódicos serios del mundo.
Wikileaks es un medio electrónico especializado en casos de corrupción y asuntos de Estado. Su estándar editorial es perfecto: solo publica documentos y solo se remite a los hechos. No opina. Hasta ahora, luego de haber desclasificado más de 1 millón de documentos, nunca ha sido desmentido.
La fama mundial de Wikileaks llegó cuando reveló, en el 2010, videos que mostraban facetas de la invasión a Irak y Afganistán muy distintas al relato oficial: miles de muertes inocentes, torturas y diversos crímenes bajo responsabilidad oficial. Luego, mostró que Guantánamo no era un simple lugar de detención y que el gobierno americano tenía el hábito de espiar en secreto a casi todos los líderes mundiales, incluyendo a sus aliados.
Luego, cerró su lista de enemigos al revelar, pocas semanas antes de la elección presidencial de 2016, las maniobras del Partido Demócrata para perjudicar a Bernie Sanders y una larga lista de situaciones de corrupción vinculadas a Hillary y Bill Clinton. Sin lograr reponerse de la humillación y la derrota, los demócratas culparon a la “trama rusa”. Pero, con el tiempo, los actores involucrados reconocieron públicamente que nunca hubo antecedentes ni pruebas de ello.
A fin de cuentas, la historia se repite: gracias al trabajo de la prensa y algunos periodistas, y no al de las fiscalías o comisiones investigadoras, es que hemos conocido y desarticulado las mayores tramas de corrupción de la historia humana. Y eso merece un castigo.
Con tamaña trayectoria, no era extraño que Julian Assange se convirtiera en un enemigo jurado de los poderes establecidos, ni que despertara las simpatías de las fuerzas de la disidencia de todos los colores políticos, incluyendo a anarcolibertarios y los amantes de “la verdad al precio que sea”, buena parte de los “Trump supporters”.
Pese a las duras campañas en su contra, también estuvieron de su lado políticos como Bernie Sanders, Jeremy Corbyn, Carles Puigdemont y Robert Kennedy Jr., las principales ONGs de Derechos Humanos del mundo, los Relatores de Libertad de Expresión de la ONU y la OEA, artistas e intelectuales de diverso peso y perfil, como Patti Smith, Oliver Stone, Slavoj Žižek, Jesse Ventura, Noam Chomsky, Pamela Anderson, Brian Eno y, por cierto, el gran Kim Dotcom.
Incluso los medios que el 2016 se negaron a informar sobre las revelaciones de Wikileaks sobre Hillary Clinton estuvieron de su lado. Desde el New York Times hasta Breitbart, dijeron que su caso podría ser una de las mayores amenazas a la libertad de expresión y a la legalidad de los últimos años, y que de validarse las tesis jurídicas usadas en su contra (“incitación al hackeo”), la única forma posible de informar sobre “verdades no oficiales” sería que “ellas cayeran de los cielos”.
Desde Chile hubo pocas manifestaciones. Ni el Colegio de Periodistas ni los talibanes de las fake news y la desinformación alzaron la voz. Ni siquiera ayudó que su abogado fuera el juez Garzón. Difícil es creer que no conocieran el caso. Simplemente, aunque se sostenga que en materias de derechos humanos no hay regateos, muchas veces triunfan la comodidad y la neutralidad (recado para Camila, el Colegio de Periodistas, el INDH y tantos más: aún es tiempo. Más vale tarde que nunca).
Todos sabemos que, si Assange hubiese revelado actos de corrupción de Nicolás Maduro o Corea del Norte, no habría sido perseguido.
Su enemigo fue el deep state, acostumbrado –hasta internet– a imponer sus verdades oficiales sin cuestionamientos ni contrapesos. No les hizo mucha gracia que un grupo de hackers y activistas los hayan dejado como mentirosos, corruptos y criminales. Por eso, capturar a Assange y darle su merecido fue prioridad nacional, hubiera o no fundamento legal para ello.
Pero como en el mundo civilizado las formas legales siguen importando, fue imposible no dejar trazas de las burdas operaciones de la cacería. Veamos algunas:
1. Luego de meter preso a Bradley/Chelsea Manning (quien proveyera el primer batch con video sobre masacres y “colateral murders” en la guerra de Irak, EE.UU. inició una cruzada contra los “whistle blowers” o informantes, y contra editores. Sin embargo, Obama declinó presentar cargos directos contra Assange. El hawaiano sabía que Wikileaks estaba protegido por la primera enmienda (libertad de expresión y de prensa) y que, tarde o temprano, los tribunales lo liberarían: un bochorno inaceptable para un profesor de Derecho Constitucional y Premio Nobel de la Paz (aunque luego supiéramos, también por Wikileaks, que ordenó “dronar” a más de 4 mil personas y deportar a cerca de 3 millones de inmigrantes ilegales, en su gran mayoría mexicanos).
2. Descartada también la posibilidad de “mandarle un dron” (vivía en Londres), dos jóvenes muchachas le levantaron cargos “espontáneos” por sexo no consentido, abriendo un proceso que estuvo a punto de gatillar su extradición a Suecia y, desde ahí, a EE.UU. En 2017, esas acusaciones fueron desestimadas. Las denunciantes afirmaron haber sido forzadas a denunciar por la policía. Hoy también sabemos que los fiscales a cargo quisieron cerrar el caso varias veces, pero recibieron “presiones externas” para no hacerlo. Mafia style.
3. Los últimos meses de Assange en la embajada ecuatoriana, donde estaba asilado, también son de eterna memoria. La hostilidad del nuevo Gobierno hacia su huésped (luego del cambio de Correa a L. Moreno) creció hasta niveles impúdicos: ni electricidad, ni luz natural, ni teléfonos, ni computadores. Tampoco visitantes. Ni siquiera su pequeño hijo ni su abogado. Aislamiento total.
Pero Wikileaks siguió haciendo su trabajo. Y mientras el nuevo Gobierno de Ecuador negociaba, en forma simultánea, la entrega de Assange y un crédito blando de parte del FMI, el BID y el BM (4.200 millones), publicaron una serie de documentos que vincularon al presidente Lenin Moreno con cuentas corrientes panameñas offshore (secretas), con fondos imposibles de justificar. Enfurecido y actuando contra expreso mandato constitucional, se retiró a Assange, por vía administrativa, el asilo y la ciudadanía, dejándolo en manos de la policía británica.
Cuando Mike Pompeo asumió la dirección de la CIA en 2017 (luego fue secretario de Estado de Trump), no habló de Corea del Norte, ni de Irak, ni del narcotráfico. Habló de Wikileaks y de Assange. Dijo, por ejemplo, que “ni su idealismo ni la transparencia eran excusas para poner en riesgo los ‘valores occidentales” (sic)… y lo acusó de ser uno de los mayores enemigos de EE.UU. Meses antes, en plena campaña electoral, Pompeo, al igual que Trump, retuiteaba y celebraba sus publicaciones.
Pero el signo de los tiempos ha cambiado. Hoy nadie cree que decir la verdad o denunciar un delito pueda ser un delito. El silencio cómplice ya no es ni leal ni patriótico. Sencillamente no está de moda. Y con internet y redes sociales, ya no hay forma de imponer narrativas oficiales ni de ejercer control sobre millones de usuarios y fuentes de información. Basta una persona decente y sin miedo para que los abusadores y los corruptos sean puestos en descubierto.
Por eso, la elección presidencial norteamericana tuvo todo que ver con la liberación de Assange. Mientras la extradición fuese tema, inevitablemente se recordarían las miserias de los Clinton, de los demócratas y del establishment republicano, tan vinculado históricamente a golpes de Estado, guerras interminables y un prebendario “complejo militar industrial”. Las nuevas generaciones, las mismas que usan TikTok y juegan Fornite, no simpatizan con la mentira, la guerra, ni las sucias componendas políticas “por razones de Estado”.
Lo único triste del “acuerdo con la fiscalía” es que nos privará apreciar la sólida voz final del Tribunal Supremo de EE.UU., que sin duda respaldaría el derecho de los medios y de Wikileaks a publicar la verdad y, probablemente, ordenaría indemnizar a Assange. Pero para eso era necesario esperar otra decena de años, y que Assange siguiera vivo, ambos costos demasiado altos y riesgosos. Más valía seguir el ejemplo de Sigmund Freud (82) para escapar de la persecución nazi: aceptar firmar una pícara carta de elogio a la “nueva Alemania”, donde agradecía la “generosidad del führer” y ofreció pagar un inexistente “impuesto de salida”.
Hoy todos sabemos que, tal como dijo Alan Dershowitz, el abogado que llevó el caso de los papeles del Pentágono en 1971, “no hay diferencia constitucional entre Wikileaks y el New York Times”.
La tesis de Pompeo y de los “halcones” de la política exterior norteamericana, de que la libertad de expresión no es para todos, encontrará por sí misma su lugar en la historia.
Nota: Por “razones de seguridad”, no se permitió a Assange volar en vuelo comercial a su natal Australia. Se le obligó a contratar un vuelo privado, y a pagar el costo del mismo (520.000 USD). Actualmente, su familia se encuentra haciendo una campaña para recolectar fondos, a la cual el autor de esta nota ya ha hecho su pequeño aporte solidario (Bitcoins accepted).