Se torna necesario evaluar la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado por los desmanes y el daño ocasionado a la infraestructura del Recinto de Alta Seguridad, que son eventuales delitos contra el orden público, expresamente consagrados en la precitada norma.
El país ha presenciado con estupor la detención y posterior formalización de nueve gendarmes en servicio activo esta semana, por estar presuntamente involucrados en una red de corrupción que operaba en cárceles chilenas dedicada al tráfico de armas, drogas y otros delitos.
El desbaratamiento de esta red de funcionarios en servicio activo revela en parte la profunda crisis por la que atraviesa Gendarmería, cuyo personal debe lidiar diariamente con un agobiante hacinamiento carcelario, hechos de violencia, una riesgosa y angustiante carrera profesional, así como una creciente criminalidad al interior de las cárceles, factores, entre otros, que sitúan al sistema penitenciario chileno al borde del colapso, lo cual nos debe interpelar a la acción.
Según datos de Gendarmería, en el año 2020 el país contaba con 38.297 personas encarceladas, en circunstancias que al mes de marzo de 2024 la cifra aumentó a 54.544 internos. La evidencia institucional constata que existen cerca de 1.600 bandas criminales dentro de las cárceles y, de estas, al menos 600 estarían activas perpetrando delitos.
A lo anterior se debe agregar que la tasa de ocupación penitenciaria alcanzó un 129%, y que más del 50% de los penales está sobrepoblado. Como si fuera poco, 16 cárceles superan el 200% por ciento de su capacidad, lo que verifica la presencia de graves factores detonantes de una crisis mayor, que no tiene registro en la historia de Chile.
Es fácil comprender que el aumento de bandas del crimen organizado acrecienta el riesgo de malas prácticas dentro de los penales, lamentablemente no solo entre internos, pues este contacto criminógeno y actuar delictivo han permeado a funcionarios de Gendarmería. En efecto, en marzo de 2023 se marcó el récord de 56 funcionarios de Gendarmería expulsados por delitos de corrupción, debido al ingreso y tráfico de drogas a las cárceles y cohecho.
En la esfera intramuros, la población penal ha ido modificando su fisonomía conductual, con reclusos más agresivos, indolentes, muchos de ellos extranjeros, quienes han llegado acompañados de incivilidades y cruentas modalidades delictivas como la extorsión, la tortura, y el reclutamiento criminal entre reos y facciones delictivas.
Qué duda cabe que en el Chile actual el encarcelamiento promueve el delito en lugar de disminuirlo, y que las personas reclusas adquieren nuevas habilidades delictivas y generan redes criminales que son funcionales tanto dentro como fuera de la cárcel. Así, para las personas privadas de libertad, la prisión se convierte en un título honorífico en su carrera criminal, que abona y prepara el camino a la reincidencia, en desmedro de una eventual resocialización.
Se suma a lo anterior que las redes criminales se fortalecen en la cárcel porque existen ganancias por el control de mercados ilícitos dentro de los recintos penitenciarios, principalmente por el tráfico de drogas y otros bienes. De esta forma, las cárceles pasan a ser un espacio seguro y eficiente para la operación criminal con presencia tanto dentro como fuera del penal.
Países como Brasil, Colombia y Ecuador, entre otros, una vez que han logrado encarcelar a integrantes de importantes bandas y organizaciones criminales, han debido enfrentar el grave flagelo que implica el control del recinto penitenciario por parte del crimen organizado.
Si bien la situación de Chile no es aún comparable con la de otros países de la región, el reciente motín perpetrado durante nueve días por distintas células del Tren de Aragua en el Recinto Especial Penitenciario de Alta Seguridad (Repas-Santiago) –según constata el informe del juez Sergio Guzmán– debe llamarnos a la reflexión y a la acción, pues constituye un acto inédito de violencia y destrucción de la infraestructura carcelaria y, a la vez, un frontal desafío al Estado de Chile, en rechazo a la implementación del régimen penitenciario diferenciado de alta seguridad que rigidiza sus condiciones internas.
No olvidemos que estas organizaciones criminales prefieren un sistema penitenciario laxo que les permita seguir operando y reclutando a nivel intrapenitenciario a nuevos integrantes para su organización. Si se analiza la realidad de otros países de la región, podremos comprender que un motín de este tipo puede terminar incluso con un gendarme secuestrado o asesinado, a modo de protesta o mensaje.
Por ello, resulta valorable la tajante respuesta del ministro de Justicia, Luis Cordero, de no permitir flexibilización alguna del régimen interno, pues el Estado no debe ni puede negociar, ni menos ceder en materia de control carcelario. En la misma línea, se torna necesario evaluar la aplicación de la ley de Seguridad del Estado por los desmanes y el daño ocasionado a la infraestructura del Recinto de Alta Seguridad, que son eventuales delitos contra el orden público, expresamente consagrados en la precitada norma.
Ahora bien, debido a los esfuerzos que despliega el Ministerio Publico por formalizar, condenar, desarticular y encarcelar a miembros de estas organizaciones criminales, es fácil prever que el desafío de Gendarmería en el corto plazo será aún más exigente.
En este distópico escenario que enfrenta el sistema carcelario chileno se torna imperioso acometer con intensidad una fuerte reforma a la gobernanza penitenciaria, que impida que la cárcel siga siendo la universidad del delito y la casa matriz del crimen organizado. He aquí algunas propuestas:
Policía Penitenciaria. Es tiempo de reflexionar radicalmente cómo somos capaces de reformar nuestra institucionalidad penitenciaria, por ejemplo, dando paso a una nueva institución que reemplace el modelo actual de Gendarmería, elevándola al rango de Policía Penitenciaria, y que la transforme en una institución (dejando de ser un mero “servicio”) moderna y eficiente, amparada en una adecuada planificación estratégica, con una misión alcanzable, con metas, indicadores, mediciones, incentivos, y sometida al escrutinio público y al necesario accountability que le otorgue el reconocimiento social por su operación.
Desde luego, una Policía Penitenciaria debe producir inteligencia policial carcelaria de utilidad para detectar y detener la operación delictual, así como fracturar y desarticular a las bandas criminales intrapenitenciarias, a través de la recolección y procesamiento de información y pruebas obtenidas de primera fuente. Lo anterior, con el fin de propender a una persecución penal eficiente en el marco del Estado de derecho. Además, debe ser capaz de desarrollar labores de contrainteligencia que tiendan a dar mayor seguridad al servicio y a su personal, apartando ipso facto a quienes incurran en actos reñidos con la probidad y la legalidad.
Dependencia del futuro Ministerio de Seguridad. Las amenazas y los riesgos en materia de seguridad son cada día más complejos y dinámicos, lo que exige que el Estado deba enfrentarlos de manera unitaria y coordinada, desde una lógica multidimensional y multisectorial. Para ello, el futuro Ministerio de Seguridad Pública, en su calidad de ente superior de un Sistema de Seguridad Pública, será el encargado de la coordinación sectorial e intersectorial en materia de seguridad y, en tal sentido, buscará desplegar una potente respuesta integral del Estado ante la criminalidad, desde lo preventivo hasta la reinserción. Así, entonces, resulta coherente que una Policía Penitenciaria dependa del futuro Ministerio de Seguridad Pública, al cual estarán adscritos Carabineros y la Policía de Investigaciones, y deje de estar vinculada al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos.
Traspaso del área de reinserción social. Será importante definir si una policía de naturaleza penitenciaria como Gendarmería –en tanto cuerpo armado– debe tener a su cargo el área de la reinserción social, en circunstancias que bien podría trasladarse dicha materia al Servicio Nacional de Reinserción, readecuándolo, desde luego, para tal fin. Esto, a objeto de que la Policía Penitenciaria ponga foco y se ocupe primordialmente de la seguridad del penal, de la seguridad de los internos, del control del delito carcelario, y del desbaratamiento de las bandas que operen intramuros.
Clasificación de la población penal. Resulta imperioso que la nueva institución penitenciaria concrete una adecuada clasificación de la población penal, materia en la cual Chile se ha quedado atrás. Es decir, ¿cómo es posible que en pleno siglo XXI no tengamos a los internos divididos de acuerdo a su compromiso delictual? El déficit en infraestructura no es excusa. Las personas que no cometieron un delito violento, que no tienen antecedentes, debiesen cumplir sus penas en un recinto carcelario diferente, puesto que, al mezclarlos sin distinción, lo único que se logra es que una persona que ingresa a la cárcel con un bajo involucramiento delictual, al momento de su egreso intensifique su compromiso con la criminalidad.
Revisión de la prisión preventiva. Complejiza aún más nuestra dramática saturación carcelaria la aplicación indiscriminada y no excepcional de la prisión preventiva, transformándose este en uno de los problemas más graves y extendidos de la justicia penal que enfrentan los países de América Latina. Además, el uso excesivo y prolongado de la prisión preventiva socava los principios de presunción de inocencia, legalidad, necesidad y proporcionalidad, al tiempo que contribuye en gran medida al hacinamiento carcelario, y frecuentemente expone a las personas detenidas a un contacto criminógeno y a condiciones de maltrato y/o violencia.
Las cifras hablan por sí solas: entre 2010 y 2023 el porcentaje de población penal sin condena pasó de un 24% a un 37% del total de privados de libertad; es decir, de 11.604 a 19.665 imputados recluidos. Esto no es razonable. Por supuesto que no.
La cárcel y la pena justa. A la luz de lo expuesto es preciso preguntarnos: ¿qué fin preventivo especial está cumpliendo actualmente la pena privativa de libertad? Ninguno.
La cárcel se muestra como lo que es: un lugar de encierro y castigo, donde la reinserción social es el problema que menos preocupa a la persona condenada. El constante estado de inseguridad de la cárcel inhibe cualquier esfuerzo de esta en aras de la resocialización. No obstante, la cárcel no puede ser un lugar deshumanizado, al contrario, el gran desafío es crear y potenciar instancias que permitan cambiar el prisma de estos hombres y mujeres que, en su gran mayoría, provienen de un contexto de alta vulnerabilidad, de ambientes disfuncionales y desestructurados, de privaciones y escasas oportunidades de proyectarse en el futuro.
Si nuestro sistema penitenciario no experimenta un cambio radical, será aún más difícil determinar qué se entiende por pena justa para quienes habitan el mundo de la prisión. Claro, porque las condiciones carcelarias expresivas de un menoscabo a la dignidad humana y al estatus jurídico de los reclusos ponen en evidencia que la pena privativa de libertad conlleva males que se añaden al (único) que resultaría retributivamente merecido; tornando cruel y desproporcionada la reacción punitiva estatal.
Tiene razón la profesora María Inés Horvitz cuando expresa que hablar de pena justa en un contexto carcelario como el chileno “constituye un fraude de etiquetas”, pues lamentablemente el derecho penal, con sus principios y garantías, solo llega hasta el momento de la imposición judicial de la pena; en tanto la cárcel y su estado de naturaleza y barbarie quedan fuera, y también, desde luego, el Estado de derecho.