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Las alianzas estratégicas y la seguridad de Chile Opinión

Las alianzas estratégicas y la seguridad de Chile

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Miguel Navarro Meza
Por : Miguel Navarro Meza Abogado y cientista político. Académico de la ANEPE y vicepresidente del Instituto Chileno de Derecho Aeronáutico y Espacial.
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En lo fundamental, las alianzas representan la forma como países o grupos de países que tienen intereses estratégicos comunes, maximizan conjuntamente su poder para alcanzarlos.


En una columna de opinión de reciente publicación en este medio, Eduardo Santos parece sugerir que la Política de Defensa resultante del proceso de actualización que realiza el Ministerio de Defensa debería descartar cualquier forma de alianza estratégica con Estados Unidos, aliado tradicional y de larga data de Chile. Reconoce, eso sí, que el escenario geopolítico del país es de “creciente desconcierto”, lo que presumiblemente alude a la desregulación de las formas de poder y al debilitamiento de las normas del Derecho Internacional y al agotamiento de las estructuras formales de seguridad que caracterizan a las relaciones internacionales contemporáneas. 

Las alianzas militares son los instrumentos más comunes de seguridad internacional. Existen desde los tiempos bíblicos, fueron muy comunes entre las  ciudades-Estado griegas, tuvieron gran vigencia en el Renacimiento y se han proyectado con igual vigor hasta la actualidad. De hecho, es posible argumentar que, habida consideración de las incertidumbres y las dinámicas propias de la seguridad internacional contemporáneas, las alianzas están experimentado una revaloración y, en tal lógica, constituyen el principal mecanismo del actual  reacomodo de las estructuras globales de poder. La visita de Putin a Corea del Norte y la suscripción de un tratado con Kim Jong-un constata esta tendencia. En el otro lado del espectro, AUKUS y la alianza multiestatal de apoyo Ucrania, entre varios otros, la confirman. 

En lo fundamental, las alianzas representan la forma como países o grupos de países que tienen intereses estratégicos comunes, maximizan conjuntamente su poder para alcanzarlos. Las hay de naturaleza defensiva (ej., la OTAN), ofensiva (el Eje en la Segunda Guerra Mundial), de statu quo (los Pactos de Mayo de comienzos del siglo XX) o una combinación de todas o algunas de las anteriores (el Pacto Germano-Soviético de agosto de 1939: a la vez ofensivo y de statu quo). Las alianzas pueden ser secretas, como el pacto Perú-Boliviano de 1873, o públicas, abiertas, con los Aliados de la Segunda Guerra Mundial, y pueden tener mayor o menor profundidad y formalidades. 

La profundidad y extensión de las alianzas dependen de varios factores. Desde luego, la magnitud de los intereses estratégicos comunes es fundamental. Pero también lo es la existencia de valores compartidos y tradiciones políticas comunes. Una alianza estratégica entre países democráticos es mucho más probable y viable que una entre un país totalitario y uno democrático. En este sentido, la inclusión de la Unión Soviética en la Alianza Atlántica durante la Segunda Guerra Mundial fue anómala y forzada, como el propio Churchill lo reconoce en su magistral obra sobre dicho conflicto.     

El objeto fundamental de las alianzas es incrementar el poder de los Estados que las integran, derivado de la existencia de intereses estratégicos comunes. Para sus constituyentes, funcionan como un multiplicador de influencia política y potencia militar. Son, en consecuencia, un instrumento de poder tanto como pueden serlo las fuerzas militares, una diplomacia sagaz y efectiva, una economía sólida o un desarrollo tecnológico importante.

Una consecuencia significativa de esto es que las alianzas no requieren simetría entre sus componentes y que, por el contrario,  pueden generarse entre países desiguales o incluso muy dispares en poder nacional, pero resultan igualmente funcionales a todos, especialmente a los de menor poder relativo.

El concepto de disuasión extendida y su efecto en la prevención de conflictos, en los términos planteados por Paul Huth, están asociados a este tipo de alianzas: un Estado de gran estatura estratégica extiende su influencia internacional a favor de un aliado de menor envergadura, produciendo en favor de este último un efecto disuasivo en su entorno de seguridad. Hay múltiples ejemplos de este tipo de alianzas, algunas más discretas que otras, pero de igual resultado, incrementando  la estatura estratégica del país de menor poder relativo y mejorando su condición de seguridad en su entorno estratégico.

Todo esto resulta aplicable a Chile. Desde luego, el actual proceso de actualización de la Política de Defensa se desarrolla en un contexto muy distinto que las anteriores definiciones sobre tal política, en 2002, 2010, 2017 (el Libro de la Defensa 1997 no alcanzó los estándares internacionales de los Libros Blancos de la Defensa y estuvo lejos de definir una política propiamente tal, pero generó las confianzas que posibilitaron las siguientes iniciativas). Las realidades de la seguridad internacional, evidenciadas en los actuales y potenciales conflictos, están socavando las bases mismas que han sustentado la posición internacional del país desde los albores de la República: el respeto al Derecho Internacional, al valor  de los tratados y a la solución pacífica de las controversias y, más recientemente, la confianza en la institucionalidad internacional.

Dicho de otro modo, las realidades de la seguridad internacional debilitan las bases mismas que han sustentado la postura internacional y la política exterior del país y que, de un modo u otro, han orientado su Política de Defensa explícita desde 2002 y antes, y de antaño, a su política consuetudinaria desde el siglo XIX.

En este escenario resulta razonable ponderar los esquemas de alianzas estratégicas del país, especialmente a propósito de sus programas de adquisiciones de sistemas de armas –de suyo uno de los potenciadores más fuertes de las alianzas de seguridad, tal como lo plantea Pierre– y la incorporación de otros desarrollos tecnológicos avanzados, asociados a los nuevos dominios de la Defensa. Las actuales alianzas estratégicas del país obedecen a lazos históricos e intereses de seguridad compartidos de larga data, así como valores democráticos comunes. Esto se manifiesta tanto en un nivel político general cuanto en nexos específicos de las Instituciones de la Defensa con sus similares de los países aliados. Todo esto ha traído beneficios al ejercicio de la Función de Defensa desde el término de la Segunda Guerra Mundial, y no solo en sus componentes doctrinales, educacionales y tecnológicos. 

En esta lógica y ante las incertidumbres y riesgos asociados a la seguridad internacional contemporánea, que afectan a Chile como a los demás países, la mantención y el fortalecimiento de sus alianzas de seguridad vigentes se convierten, diríase, en un imperativo, especialmente por el efecto que tienen en la postura estratégica del país, como por lo demás ya ha quedado demostrado en decenios pasados. Cabe consignar que, en esto, Sudamérica tiene poco que ofrecer, sin perjuicio de la conveniencia de mantener las mejores relaciones con los países de la región, lo que las alianzas, al contribuir a la disuasión, facilitan. Naturalmente, todo esto deberá equilibrarse con la proverbial neutralidad de Chile, lo que constituye un desafío conjunto para los ministerios de Relaciones Exteriores y de Defensa.

En síntesis, en los complejos escenarios de seguridad actuales en sus magnitudes globales y locales, Chile no puede abjurar de sus alianzas estratégicas tradicionales que han contribuido y contribuyen a su condición de seguridad tanto en el ámbito regional cuanto en una perspectiva global, asociada a la posición internacional de la República.                    

 

   

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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