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La democracia y el odio Opinión

La democracia y el odio

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La lógica de la democracia es lograr acuerdos más allá de las legítimas visiones sobre “la vida buena”.


Desde hace un tiempo observamos estupefactos la degradación de la vida democrática en nuestro país. No es posible construir y fortalecer la cultura democrática en un país que pareciera tener divisiones irreconciliables. La lógica de la democracia es lograr acuerdos más allá de las legítimas visiones sobre “la vida buena”. La democracia es incompatible con los llamados discursos del odio. No estamos en presencia de una confrontación ideológica legítima y necesaria, sino en una permanente denigración personal del adversario político. Observamos con preocupación el aumento de discursos intolerantes, de desprestigio a veces brutal hacia los otros, lo que resulta estimulado por el acoso en las redes sociales.

De esta manera, pareciera ser que lo que es importante en la vida democrática es el desprecio hacia los otros. Se trata de desacreditar y descalificar a las personas con discursos altisonantes e intolerantes. Esto es más importante que razonar y deliberar sobre posiciones diferentes. De esta manera, la confrontación pareciera ser siempre más rentable que la cooperación.

Tal vez imperceptiblemente no nos percatamos suficientemente de que estos comportamientos horadan la convivencia democrática, denigran el auténtico debate de ideas que se expresa en diferencias políticas pero que, de ninguna manera, pueden alterar la esencia de una sociedad democrática pluralista.

Algunos parecieran creer que la democracia se basa solo en el conflicto y no en el consenso. Es evidente que cuando el conflicto es solo conflicto, es decir, algo parecido a la guerra entonces, no es posible construir una ciudad democrática. Hay que señalar, de manera categórica, que el elemento central de la concepción pluralista de la democracia no es ni el conflicto ni el consenso, sino la dialéctica de sentir que, a través de este estrecho camino, se debe caminar, lo que en parte presupone consenso y en parte conflicto, pero no se resuelve integralmente en ninguno de los dos términos.

Consenso y conflicto adquieren una importancia distinta en  diferentes niveles de análisis. En el terreno de los fundamentos de los principios fundantes de un orden político democrático es necesario el consenso. El consenso más importante es aquel que debe darse acerca de las reglas de resolución de los conflictos, que en democracia es la regla mayoritaria. Posteriormente, cuando hay consenso sobre cómo resolver los conflictos, entonces es lícito y conveniente abordar el conflicto sobre las políticas, sobre la resolución de los problemas concretos en el campo de la política de gobierno. Pero esto es así porque hay un acuerdo, un consenso de fondo sobre los fundamentos y, por lo tanto, se domestica el conflicto, se transforma en conflicto pacífico.

Por otro lado, el consenso no puede entenderse como algo cercano a la unanimidad. El consenso pluralista se fundamenta en un proceso permanente de ajuste entre valores, intereses y creencias, discrepantes. Se puede señalar, por tanto, que el consenso es un proceso de compromiso y convergencia entre el continuo cambio de convicciones e intereses divergentes.

Lo anterior debe reflejarse adecuadamente en un marco institucional necesario para que estos se expresen a plenitud. En alguna medida esto fue uno de los objetivos que se plantearon en los procesos constitucionales fracasados. Pareciera ser que el fracaso de los dos procesos constitucionales contribuyó a generar un clima de intolerancia que no se condice con la democracia.

Esta intolerancia genera odio, y este sentimiento, al final, obedece a una falta de sentimiento de pertenencia a una comunidad, a una sociedad común. El antagonismo se ha convertido en un fin en sí mismo. En este contexto han surgido grupos que buscan autoafirmarse independientemente de los otros y, en el peor de los casos, contra los otros. Surgen actores políticos, partidos y grupos sociales que deben su identidad más a lo que niegan que a lo que pretenden. Esto ha generado un proceso de polarización cuando estos actores se agrupan, de modo que toda opinión diferente es considerada como atentatoria contra su identidad e, incluso, la mera existencia de la propia identidad requiere demonizar la del adversario.

Lo anterior está presente en distintos grados en todo el espectro político, pero particularmente se ha exacerbado con los planteamientos de un partido de ultraderecha: el Partido Republicano. Bajo el ropaje de la libertad se pretende que esta debe ser entendida como la ausencia de impedimentos para hacer lo que se quiera o como la capacidad real de hacer lo que se quiere. La libertad democrática no consiste en que no haya interferencias, sino en que no haya dominación, como sostiene Innerarity. La libertad de elegir esta condicionada por el hecho de que nadie tenga el poder para hacer imposible esta capacidad. En este contexto, adquiere una importancia vital para la libertad democrática, la disminución de todas las desigualdades, las viejas y las nuevas.

Lo que resulta contradictorio con este discurso sobre la libertad es la concepción autoritaria respecto a la libertad valórica para optar entre distintas concepciones éticas. Pretenden imponer, como diría la filósofa Adela Cortina, “una ética de máxima”. Esto se refleja, entre otras visiones, en la posición que pretenden imponer frente al aborto y la eutanasia.

El gran avance de la humanidad después de la guerra de religión consistió precisamente en relevar el valor del pluralismo ético. Se distinguió a partir de entonces entre las “éticas de máxima” y las “éticas de mínima”. Las éticas de máxima están constituidas por las concepciones religiosas, filosóficas y agnósticas que distintos grupos de la sociedad tienen. Las “éticas de mínima” son aquellas concepciones valóricas que la sociedad tiene independientemente de las “éticas de máxima”. Este es el valor central del pluralismo democrático. Se pueden sostener éticas de máxima, se puede dar testimonio de ellas, se puede convocar, pero no se pueden imponer en una sociedad plural y auténticamente democrática.

En este contexto es útil parafrasear a James Madison, uno de los padres fundadores de la democracia americana, que sostenía “que la vida de la democracia es corta y su muerte, violenta”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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