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Dependencia, tierra y legumbres: La incertidumbre alimentaria de las crisis Opinión

Dependencia, tierra y legumbres: La incertidumbre alimentaria de las crisis

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La dependencia de Chile en la importación de legumbres es un problema que refleja decisiones históricas de uso del suelo y economía que priorizan la rentabilidad a corto plazo sobre la alimentación de la población y la soberanía alimentaria.


La pandemia de COVID-19 evidenció de manera contundente lo peligroso que puede ser depender de las importaciones para el suministro de alimentos. El precio de la dependencia es la incertidumbre alimentaria en periodos de crisis.

El cierre de fronteras y las interrupciones en las cadenas globales causaron escasez y aumentos en los precios de muchos productos básicos, incluyendo las legumbres. Este escenario resaltó la vulnerabilidad y dependencia de Chile frente a las fluctuaciones externas y subrayó la necesidad de fortalecer la producción con vocación local para asegurar que la población tenga acceso continuo, seguro y nutritivo a alimentos esenciales. En este contexto, la revitalización de la producción de legumbres en manos campesinas no es sólo una cuestión de soberanía alimentaria, sino que -en casos extremos- de sobrevivencia.

En los últimos años, la producción de legumbres en Chile ha enfrentado una crisis que tiene profundas implicaciones. Tradicionalmente, hemos sido un productor notable de estas semillas, especialmente porotos y lentejas, que forman parte esencial de la dieta nacional. Sin embargo, la dependencia creciente de la importación de estos productos es alarmante, reflejando una serie de decisiones políticas y económicas que han favorecido otros usos del suelo cultivable, mermando la producción local, las estructuras sociales, laborales y la calidad de los platos en nuestras mesas.

Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), en 2020 Chile importó más de 100 mil toneladas de legumbres, principalmente de Canadá y Argentina, a un precio que liquida cualquier intento campesino por retomar antiguos niveles productivos. Esta cifra contrasta con la producción interna, que ha disminuido drásticamente. En la década de 1990, Chile producía cerca de 120 mil toneladas de legumbres anualmente, mientras que en 2020 esa cifra se redujo a menos de 40 mil toneladas. Este descenso no sólo aleja la idea de ser soberanos de nuestra alimentación, sino que también incrementa la vulnerabilidad frente a las fluctuaciones del mercado internacional y posibles crisis globales.

La dificultad para acceder a tierra cultivable, ya sea como propiedad individual, colectiva o arriendo, sumado al cambio de uso de suelo, son factores cruciales en esta problemática. Durante las últimas décadas, el suelo cultivable en Chile ha sido progresivamente reemplazado por la hortofruticultura, el negocio forestal y paneles solares. La superficie destinada a la producción de frutas, como uvas y arándanos, ha crecido exponencialmente debido a la alta rentabilidad y la demanda internacional. En paralelo, el sector forestal ha expandido significativamente sus plantaciones de pino y eucalipto, orientadas también hacia la exportación.

Entre 1990 y 2020, la superficie cultivada con legumbres disminuyó en más de un 60%, mientras que las plantaciones forestales aumentaron en un 75%. Las regiones de Maule y Ñuble, históricamente conocidas por su producción de legumbres, han visto una conversión masiva de sus tierras agrícolas hacia estos nuevos cultivos y plantaciones forestales. Esto no solo afecta la producción de alimentos básicos, sino que también tiene consecuencias ecológicas y sociales, incluyendo la disminución de la biodiversidad, la erosión del suelo y la pérdida de empleos agrícolas.

Además, la dependencia económica en la importación de alimentos tiene un impacto significativo en la estructura social rural y, en particular, sobre la campesina, contribuyendo al proceso de descampesinización que nos azota hace décadas. Muchos pequeños campesinos se han visto obligados a abandonar sus tierras debido a la falta de rentabilidad y apoyo para la producción local, mientras que otros y otras, simplemente no encuentran suelo de buena calidad en arriendo para cultivar, pues está capturado durante décadas por grandes capitales financieros, agroindustriales, forestales o energéticos.

Este éxodo rural no sólo desintegra comunidades campesinas tradicionales, sino que también aleja a la juventud de la producción de alimentos al no ver una oportunidad laboral segura, reduce la transmisión de conocimientos agrícolas tradicionales e impacta fuertemente la economía y vida de familias con arraigo rural. La pérdida de estas comunidades significa una erosión del tejido social y cultural del campo chileno, incrementando la urbanización descontrolada y creando mayores desigualdades sociales.

La situación actual exige una reflexión y acción decidida. Es imperativo revitalizar la producción de legumbres en Chile. Esto podría lograrse a través del reconocimiento del rol social del campesinado, con incentivos económicos, programas de capacitación agroecológica para la autosuficiencia y transferencia tecnológica que considere la importancia de mantener la diversidad de cultivos que nos encamine a la soberanía alimentaria y recupere o preserve los ecosistemas. También, y aún más importante, con políticas de distribución y acceso colectivo a tierra cultivable y la creación de mercados para la comercialización local con fijación de precios asegurados por el Estado.

Un enfoque estratégico de la planificación del suelo agrícola podría incluir la rotación de cultivos que incorporen legumbres, aprovechando sus beneficios para la fijación de nitrógeno en el suelo, lo que mejora la fertilidad y reduce la necesidad de químicos. También se debería fomentar la investigación, conservación y circulación libre de variedades de legumbres campesinas adaptadas a las condiciones climáticas y edáficas de Chile.

Parte esencial de este planteamiento es la creación y fortalecimiento de mercados locales. Resulta fundamental asegurar el acceso a productos frescos y saludables, con precios planificados para el acceso de la población. Esto no sólo apoya a los campesinos chilenos, sino que también reduce la huella de carbono asociada al transporte de alimentos, promueve una economía y alimentación más justa y equitativa, y nos prepara para escenarios catastróficos, no tan lejanos, generados por pandemias, guerras o la crisis climática.

La dependencia de Chile en la importación de legumbres es un problema que refleja decisiones históricas de uso del suelo y economía que priorizan la rentabilidad a corto plazo sobre la alimentación de la población y la soberanía alimentaria. Es crucial revertir esta tendencia y asegurar un futuro en el que la producción local, legumbres incluidas, vuelva a ocupar el lugar que le corresponde en la agricultura campesina y la alimentación del país.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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