¿La gente es la que está mal o es la legislación actual?
En la teoría económica, la ley, en su sentido material, es siempre costosa, obedecer las leyes no es gratuito y diseñarlas también requiere costos. Si una ley de cualquier rango exige mucho tiempo para ser obedecida es más costosa que una ley más sencilla que exige menos tiempo, por lo que el costo de la ley siempre dependerá del tiempo que se sacrifica para cumplirla. Pero no es solo tiempo lo que se sacrifica, sino que la ley, para ser cumplida requiere información: existe una relación directa entre tiempo e información y el cumplimiento de la ley. La ley entonces –por más buena y necesaria que esta sea– implica costos en las actividades de los individuos, aumentando los costos de transacción entre estos.
Antes de entrar de lleno en materia de corrupción, es importante destacar que los sacrificios que cada individuo realiza para cumplir con la ley no son iguales para todos. No existe igualdad económica en el cumplimiento de la ley, ya que los costos varían de una persona a otra. Los costos no se distribuyen equitativamente entre los ciudadanos.
¿A quién le cuesta más cumplir con la ley? ¿Al pobre o al rico? La respuesta es evidente. Un gran inversionista de restaurantes puede tranquilamente pagar los grandes costos de iniciar sus actividades, pero difícilmente la situación es similar para una persona humilde. De esta forma la (sobre)regulación económica también puede tener consecuencias en las desigualdades de las personas y sus probabilidades de salir adelante.
Ahora bien, con el objeto de entender la problemática, se debe definir lo que es corrupción, de lo contrario, como sucede en el debate público, no se entiende de qué estamos hablando. La corrupción es básicamente un fenómeno económico, una decisión económica racional que toman los individuos. Algunos sociólogos argumentan que las sociedades hispanoamericanas son inherentemente corruptas debido a su herencia hispánica, a través de la supuesta existencia de una “cultura de la corrupción”. Esto es un mito, ya que la corrupción no puede atribuirse a una cultura en su totalidad.
En realidad, la decisión de actuar de manera corrupta recae sobremanera en el individuo, ya sea una persona natural o jurídica (una empresa). Sin embargo, tomar esta elección solamente puede suceder bajo una situación particular: al tener en cuenta que los valores son relativos, la corrupción se produce cuando el costo de cumplir con la ley supera su beneficio desde una perspectiva subjetiva. En otras palabras, debido a que los valores son subjetivos y dependen de las circunstancias económicas y necesidades de cada individuo, las personas deciden si van a obedecer o no las normas al comparar los costos y beneficios que perciben.
Claramente, si el gasto excede el tiempo y la información requerida, tanto los empresarios, emprendedores como individuos, optarán por no cumplir con la ley o por buscar maneras más económicas para evitarla. Sin embargo, si la situación es contraria, la ley se respeta. Esto no tiene en cuenta si la decisión adoptada por esa persona es acertada o no, la moral no es considerada en esta discusión.
El ejemplo más claro de esta problemática es el empleo informal, que en Hispanoamérica es entre el 70 y 80%, por lo que tenemos un gran porcentaje de la población que infringe la ley, en términos legales: son corruptos, las leyes han corrompido a la población. Bolivia presenta uno de los mayores índices de informalidad a nivel mundial y de la región, con alrededor del 80% de los trabajadores empleados en el sector informal en 2022, lo que no es sorpresa, ya que Bolivia es un país altamente burocratizado, lo que fomenta aún más la corrupción. Surge entonces la interrogante: ¿la gente es la que está mal o es la legislación actual?
Si no se entiende que la corrupción es un problema económico entre los costos y beneficios de cumplir con una ley, las políticas públicas encaminadas a enfrentarla serán inútiles. Las siempre anacrónicas e ineficientes soluciones como aumentar las penas quedan totalmente invalidadas por cuanto existe, al menos en el ámbito de la libre competencia en Chile, la figura jurídica de la delación compensada, que consiste básicamente en que, si delatas a tus cómplices, se te exime o reduce una sanción penal o civil dependiendo del caso.
Por otro lado, están las soluciones bienintencionadas, pero profundamente idealistas: las comisiones anticorrupción, las clases de “ética y moral” o cursos de formación financiados por ONGs que pretenden hacer una revolución interior de las conciencias, y la guinda de la torta, otorgarles más facultades anticorrupción a los políticos y burócratas que es como, por mucho que nos escandalicemos, convertir a los pirómanos en bomberos.
Por lo demás, las iniciativas mencionadas no consideran una pregunta que ya se hacía el poeta romano Juvenal, quizás, en tono de burla hacia el idealismo de la República de Platón: «¿Quis custodiet ipsos custodes?», que se podría traducir a nuestro castellano como “¿Quién fiscaliza a los fiscalizadores?”. Por tanto, bien sabemos que fracasan este tipo de iniciativas porque la corrupción no es un problema de moralidad, hay momentos en la vida en sociedad en que las leyes son inmorales y no se pueden cumplir, por lo que, cuando es así, se debe optar por la justicia por encima de la ley y replantearse el exceso de “legalidad” en algunas áreas económicas que parecieran superar sus beneficios marginales.
En conclusión, y en palabras de Enrique Ghersi, la corrupción no es la causa, sino que el efecto de una deficiente estructura institucional, la consecuencia de un derecho que, en vez de facilitar el cumplimiento de la ley, promueve su infracción por sus efectos gravosos, difundiéndose la corrupción en varios ámbitos del quehacer civil y público. Por consiguiente, una de las medidas más eficientes para contener la corrupción es bajar los costos de la legalidad y sus costos de transacción, tarea que se puede acometer más fácilmente si ponemos cortapisas al rol de los políticos y los burócratas.