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Chile: la bicicleta fija en que vamos Opinión

Chile: la bicicleta fija en que vamos

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Agustín Squella
Por : Agustín Squella Filósofo, abogado y Premio Nacional de Ciencias Sociales. Ex miembro de la Convención Constituyente.
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Esa bicicleta fija se parece mucho a lo que le ocurre a un Gobierno que quiere hacer cambios, y a veces incluso transformaciones importantes, moviéndose más bien en balde.


Se trata de una indignidad, pero que, llegado el momento de la vejez en los muy fríos días de invierno, no queda más que montar en ella y empezar a pedalear.

Mientras fuimos jóvenes le hacíamos al fútbol o, para ser más exactos, a las pichangas que se jugaban en los patios del colegio y no en una cancha propiamente tal. La primera vez que lo hicimos en cancha de tierra, quedó ya en el olvido, mas no en aquella que lo hicimos sobre césped y en el mismísimo Estadio Playa Ancha de Valparaíso, hoy “Elías Figueroa Brander”.

Esa primera vez que jugamos en pasto, cometimos el error de pasar antes a almorzar a un antiguo restaurante, situado al pie del más hermoso de los cerros porteños, que no está dotado de vista al mar, sino directamente al océano. Y si bien nuestro comportamiento en el restaurante fue correcto, no pudimos eludir el vino blanco y unos enormes locos mayo que venían sobre una abundante superficie de lechuga (porque haber dicho “cama” de lechuga habría sido impropio del estupendo lugar en que nos encontrábamos comiendo).

Esa tarde, nuestro profesor de gimnasia, improvisado como entrenador del equipo, nos reunió en el camarín y nos dio las instrucciones de siempre: “Usted –decía refiriéndose al arquero–, atajando”. “Ustedes –ahora a los que jugábamos atrás–, defendiendo”. “Ustedes –enseguida al medio campo–, quitando y apoyando”. “Y ustedes –por último a los delanteros–, anotando”. Eso era todo y a veces hasta conseguíamos buenos resultados.

Instrucciones como esas eran muy similares a aquellas que, cuando niño, recibimos en clases de natación. El instructor nos ponía a todos en fila india, bien pegados a uno de los bordes de la piscina, y repetía en voz alta, constantemente, una y otra vez, la misma indicación: “¡Brazos y piernas! Piernas y brazos”. Como el instructor tenía un inconfundible acento alemán, desarrollé la idea de que se trataba de un exjerarca nazi que había huido al extremo sur del mundo para pasar inadvertido y ganarse la vida.

Volviendo a la bicicleta, en ese momento móvil, pedaleé largos años, décadas incluso, combinando ese placer con el trote por las afueras del hipódromo viñamarino. Resultaba muy agradable ver el paso de los caballos y escuchar los sonidos que estos hacían cuando eran exigidos por sus jinetes. De pronto parecía que se ahogaban, pero seguían dócilmente su trayectoria y se notaba que ambos –jinetes y cabalgaduras– experimentaban en ese momento algo muy parecido a la felicidad.

La bicicleta fija vino mucho más tarde, aunque antes, en la móvil, caí una vez seriamente y no pude volver a trotar luego de la cirugía que me practicaron. Hacer bicicleta móvil me vino bien como recuperación de mi tobillo fracturado, pero abandoné el trote y opté por la caminata. Botado en el suelo el día de mi accidente, fui rodeado por mis amigos ciclistas para darme ánimo. Del grupo surgió un desconocido de mediana edad que ordenó: “¡Abran paso, soy médico!”. No saben la cara de alivio que pusimos todos, aunque mi tobillo lucía muy mal, y en cuanto lo vio el médico venido en mi auxilio, se alejó rápidamente con esta declaración: “Soy oftalmólogo”.

Caminata y bicicleta fija es lo que se impone en momentos de la vejez, y eso todavía con algo de suerte. Ese artefacto, si bien permite mover el cuerpo, no permite avanzar, y se vuelve exactamente lo que es: mecánico, previsible, monótono, aunque no descarto que, gracias a la inteligencia artificial y a una Siri actualizada, se pueda llegar a entablar una conversación con el aparato y el hombre mayor que lo ocupa, incluyendo recomendaciones de libros, películas y datos para las carreras.

Esa bicicleta fija se parece mucho a lo que le ocurre a un Gobierno que quiere hacer cambios, y a veces incluso transformaciones importantes, moviéndose más bien en balde. Hay gobiernos de administración, reformistas, transformadores y revolucionarios, y, al menos para mi gusto, puedo descartar tanto el primero como el último de esos cuatro. Los gobiernos de administración son conformistas y sabemos bien lo que ocurre cuando uno de ellos elige el camino de la revolución.

El actual Gobierno quiso ser transformador y ha venido resignándose a ser solo reformista. La fuerza de los hechos, o la de la mayoría, y sobre todo de los intereses materiales en juego, ha empezado a ganar la partida. O sea, a detener el juego y no hacer nada que se parezca realmente a una reforma tributaria, a un cambio en el sistema de pensiones o a una modificación de fondo en el sistema privado de salud.

Entonces, nos estamos moviendo en una bicicleta fija, pero sin desplazarnos hacia adelante y aguardando el pitazo final del actual período presidencial, para irnos todos a camarines e intentar recuperar la idea de un Gobierno de administración que se dedique únicamente a la gestión del crecimiento. Sin importar a favor de quiénes se consigue, eventualmente este, sumando a ese “relato” –cómo no– la consabida mano dura con la delincuencia, que es la única política penal que parece conocer determinado sector.

Para peor, es un hecho que fuerzas políticas que alguna vez fueron capaces de propiciar y conseguir cambios en el pasado reciente, han entrado en pánico y vuelto alegremente a la lógica de la bicicleta fija en defensa, si no de sus actuales intereses, de sus patrimonios. Aunque, y la verdad sea dicha, “pánico” podría ser mucha palabra para describir la situación a que aludimos. Es también inmovilismo confundido con serenidad y racionalidad con complacencia en sí mismos.

La bicicleta fija en que vamos, y en la que algunos quieren continuar instalados largo tiempo más, es de marca nacional y ya sabemos cuán temerosos y oportunistas podemos volvernos cuando es antes el mundo que el país, el que anda confundido, salvo –por lo que respecta al mundo– en lo que toca a países y otros grupos que fabrican, venden, regalan y reclaman más y más armamento, para acabar con la vida de vecinos que no resultan de su agrado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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