Ninguna ley puede establecer sanciones en contra de la voluntad expresa del constituyente, como es el caso del artículo 14, por el no ejercicio de una facultad por él expresamente concedida. Si el Ejecutivo ejerce el derecho a veto al proyecto en comento, debe tener muy en cuenta esta obligación.
El anuncio que el gobierno ha hecho de vetar un proyecto de ley que eliminó las sanciones a los ciudadanos que incumplan con su obligación de votar, exceptuados los extranjeros avecindados, del artículo 14 CPR, ha originado una polémica que parece algo sorprendente, sobre todo por la pasión que se ha puesto en ella en ciertos círculos políticos y del debate público.
En principio, muchos han concordado en que el veto anunciado por el gobierno despeja el temor de que la decisión de sufragio obligatorio de 2023 sea burlada, convirtiéndola en letra muerta si se eliminan las sanciones a su incumplimiento.
¿A qué se debe entonces el escalamiento de la polémica y los dimes y diretes, las cartas colectivas enviadas para su publicación en los periódicos o las refriegas parlamentarias en todos los ámbitos, que han llegado incluso a invocar el renacimiento del trauma de los resquicios legales o de serias afectaciones a la institucionalidad de ser aprobado el veto en los términos planteados?
Tratemos -en la brevedad de este espacio- de aclarar lo sucedido.
Concurren a nuestro juicio diferentes motivaciones: algunas de tipo político y otras de carácter jurídico, que son las que tienen verdaderamente relevancia desde el punto de vista del Derecho Constitucional (probablemente hay otras de carácter sociológico, estructural o cultural, etc.). No me detendré en las motivaciones políticas del debate por la imposibilidad de poder abarcar el mundo tan variado de motivaciones que en ese orden pudieran existir.
Tenemos por delante cuatro tipos de elecciones muy importantes en el mes de octubre, regionales y municipales, para elegir gobernadores, alcaldes, consejeros regionales y concejales. Cerca de 20 mil candidatos estarán en disputa y las campañas están comenzando. Se pondrá a prueba por segunda vez después del plebiscito la introducción del sufragio obligatorio en 2023, con un padrón electoral duplicado, de casi 14 millones de electores y en un marco de mayor complejidad logística y se aproximan en lontananza las elecciones parlamentarias y presidenciales.
Es, por ende, terreno fértil para la polarización o la frivolidad en un país fragmentado políticamente, con régimen político ineficiente y que no ha sido capaz de arribar a un consenso constitucional.
En el centro de la polémica están los extranjeros y a muchos quizá no importe tanto el análisis serio del estatuto jurídico- constitucional de los extranjeros como la posibilidad de obtener provecho a través de la exacerbación del discurso y de la guerra de trinchera. Lamentablemente creo que no escaparemos de estas prácticas en Chile mientras no se supere el incordio constitucional que, por ahora, después de dos procesos fracasados en corto tiempo se prefiere mantener en sueño. Pero, no obstante se mueve, porque los problemas constitucionales no resueltos son una realidad.
Desde el punto de vista jurídico, el sistema electoral chileno ha estado sujeto a un péndulo en el que lo central no han sido precisamente los extranjeros. El origen del problema está en esta propia constitución pétrea o celda, que consagró un sistema sui generis de voto obligatorio en el que los chilenos nos podíamos inscribir o no en los registros electorales, pero una vez inscritos debíamos asumir la obligación de sufragar.
La Constitución de 1980, en su versión original, señalaba que para los ciudadanos el voto era obligatorio. Así lo decía expresamente el artículo 15, que ahora es el gran centro de la disputa en torno a la constitucionalidad o no de un veto anunciado y que parece tener existencia fantasmal.
En 2009 ese péndulo giró. ¿Por qué? Porque el sistema binominal hizo crisis. En 2009 casi 4.5 millones de personas no estaban inscritas en los registros electorales y la democracia protegida se desfondó, acompañada de un creciente malestar y del desprestigio de la política y de las instituciones.
Rápidamente entonces hubo que negociar y generar los consensos para modificar el sistema electoral. Los extranjeros ciertamente no estaban en el núcleo de las preocupaciones de la reforma electoral. Lo que había que hacer era desmontar el sistema de inscripción voluntaria en los registros electorales y de sufragio obligatorio.
El entonces senador Alberto Espina y el ministro Secretario General de la Presidencia, José Antonio Viera-Gallo, jugaron un papel fundamental. La reforma se articuló a través de la modificación de los artículos 15 y 18 de la Constitución y tres años después, por medio de la Ley 20.568 de 2012, en la eliminación de las sanciones vinculadas al incumplimiento de la obligación de votar (esto ya en el gobierno del Presidente Piñera).
En 2009 el artículo 23 transitorio había ordenado que “las reformas introducidas a los artículos 15 y 18 sobre voluntariedad del voto e incorporación al registro electoral por el solo ministerio de la ley, regirán al momento de entrar en vigencia la respectiva ley orgánica constitucional a que se refiere el inciso segundo del artículo 18 que se introduce mediante dichas reformas”.
Como se afirmó en medio del debate parlamentario, en 2008 había en el mundo cerca de 200 países que contaban con sistemas de voto voluntario (entre ellos, la mayor parte de los europeos y solo dos países en América Latina) y existían 26 países con sistemas de voto obligatorio (alrededor de 18, en América Latina, y en países como Corea del Norte, Gabón, Libia, Líbano y Turquía).
Pero la introducción de este giro, si bien permitió incrementar de manera exponencial el universo de los votantes, no logró convocar a los chilenos a la participación. Bajo este régimen se realizaron nueve elecciones con voto voluntario en los años 2012, 2013, 2016 y 2017, de muy diverso carácter.
Los presupuestos tenidos a la vista para la introducción del voto voluntario fueron dos: la estimación del sufragio como un derecho y la de que el voto obligatorio convierte a los ciudadanos en entes cautivos “que se agota en la mera formalidad electoral”.
Respecto de los extranjeros del artículo 14, ellos fueron incorporados de manera automática a los registros, sin que se pudiera afirmar -como hoy se dice- que así materializarían el derecho facultativo que les otorga la expresión “podrán” del artículo 14; es decir, en la opción de inscribirse o no.
Esa opción la verdad no existió nunca más, porque la introducción al artículo 15 del voto obligatorio y las reglas establecidas por el artículo 18 inciso segundo lo hacían innecesario: “Una ley orgánica constitucional contemplará, además, un sistema de registro electoral, bajo la dirección del Servicio Electoral, al que se incorporarán, por el solo ministerio de la ley, quienes cumplan los requisitos establecidos por esta Constitución”. Por lo tanto, también se incorporaban los extranjeros del artículo 14.
El resultado cuantificable de esta etapa fue un descenso significativo de la participación en -39,5%, muy superior a los promedios mundiales. Por otra parte, se constató una disminución de los votantes jóvenes menores de 30 años, también entre adultos mayores y discapacitados y una creciente disminución del padrón electoral en las comunas más pobres.
El problema con el debate de estos días se presenta a partir del segundo giro del péndulo, que ahora pasamos a examinar. En 2023 se llevó a cabo una muy relevante reforma constitucional, la reforma de la Ley 21.542, que restableció el voto obligatorio en las elecciones populares.
El proceso se inició en el año 2020 mediante el ingreso de dos mociones parlamentarias que luego se refundieron: la de los boletines 13.212-07, del 22 de enero de 2020, y 13.213-07, cuyo objetivo era retornar al voto obligatorio, manteniendo la inscripción automática.
La discusión parlamentaria de este debate, que se inició pocos meses después del estallido de 2019 y del Acuerdo por Chile, se produjo en un contexto en que todo el mundo esperaba que la Constitución iba a cambiar y que las nuevas reglas electorales serían fijadas por la Convención.
La Convención, en el artículo 160 de su propuesta, mantuvo -sin decirlo- la distinción clásica chilena, y comparada, entre ciudadanos y extranjeros. Para los primeros -sin señalar su carácter de ciudadanos- consagró la obligatoriedad del voto, siempre que hayan cumplido dieciocho años edad, mientras que para las personas de 16 y 17 años y para los chilenos y chilenas que vivieran en el extranjero, prescribió que el voto sería voluntario.
Sin embargo, en el mismo artículo 160.1, agregó que el ejercicio del sufragio para unos y otros constituía “un derecho y un deber cívico”. Lo interesante de la Convención es que recogió el criterio más en boga, que desvincula la ciudadanía de la nacionalidad y dispuso que el ejercicio del sufragio era tanto un derecho como un deber, ya se tratara de un sujeto a voto obligatorio u otro a uno voluntario.
Lo que resulta todavía más relevante para esta suerte de aclaración es que en estas distinciones no se incorporó a las personas extranjeras avecindadas por al menos 5 años en Chile y, en el inciso sexto, aparte, normó que “ellas PODRÁN ejercer este derecho en los casos y las formas que determinen la Constitución y la ley”.
El texto original de la Constitución estaba en lo correcto cuando decía en el inciso primero del artículo 15 que “para los ciudadanos el sufragio será, además, obligatorio.
Pero esa norma no pudo sobrevivir a la reforma realizada el año 2009, para terminar con el nefasto sistema de inscripción voluntaria. Fue entonces que se eliminó esa frase del artículo 15, como era natural.
El problema hoy es que el gobierno tiene la obligación de actuar respetando la Constitución y el veto anunciado es el único camino para reestablecer el Derecho de la Constitución. Hacerlo supone respetar no sólo la norma del artículo 15, que establece la obligatoriedad del voto para los electores, sino que el completo Estatuto de la Ciudadanía, contemplado en los artículos 13 y siguientes, que también contiene la situación de quienes nunca han sido ciudadanos en Chile: los extranjeros avecindados por más de 5 años y regulados por el artículo 14; y respecto de los cuales el constituyente dice que PODRÁN ejercer el derecho de sufragio (por cierto, si tienen más de 18 años y no han sido condenados a pena aflictiva).
Este criterio distintivo arraiga desde la Carta de 1822 (art.14), pasando por las constituciones de 1823 (artículo 11), 1828 (artículo 6), 1833 (artículo 8) y artículos 7 y 104 de la Constitución del 25 y 13 y siguientes de la actual.
El derecho de sufragio de los extranjeros se fue ampliando a través del tiempo. Bajo la vigencia de la Constitución de 1925, el artículo 104 les reconoció tímidamente el derecho a votar en las elecciones de regidores, inscribiéndose en los “registros particulares en cada comuna”. Para ello se requería también tener 21 años de edad y haber residido cinco años en el país. La ley de reforma 17.420 de 1971 perfeccionó este último requisito, señalando que debía ser por “más de 5 años”. Pero como sostiene Andrade Geywitz, el derecho de sufragio lo podían ejercer “según su voluntad”.
En síntesis, para efectos del derecho a sufragio de los extranjeros:
Finalmente, el artículo 6 de la Constitución consagra el deber de obediencia (sujeción al Derecho) de todas las personas, grupos e instituciones y también a todos los órganos y agentes del Estado. El Presidente de la República y el Congreso Nacional están naturalmente sujetos a esta obligación emanada de la supremacía constitucional. Cualquier acto en contravención a esta norma es nulo.
Ninguna ley puede establecer sanciones en contra de la voluntad expresa del constituyente, como es el caso del artículo 14, por el no ejercicio de una facultad por él expresamente concedida.
Si el Ejecutivo ejerce el derecho a veto al proyecto en comento, debe tener muy en cuenta esta obligación. La arquitectura constitucional importa.