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Elecciones francesas: un desafío a la Constitución Opinión

Elecciones francesas: un desafío a la Constitución

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François Meunier
Por : François Meunier Economista, Profesor de finanzas (ENSAE – Paris)
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La situación ahora es absolutamente nueva. El presidente se enfrenta a minorías, cada una lejos de la mayoría absoluta. Esto no va a ser una cohabitación clásica con un bloque de oposición homogéneo y mayoritario.


Obstaculizado en su política por su falta de mayoría parlamentaria, el presidente Macron convocó recientemente nuevas elecciones legislativas, «para aclarar», según sus palabras. Esta decisión confundió a todos y no resultó ser un éxito político: la alianza parlamentaria en torno al presidente tiene mucho menos peso en la nueva asamblea e, inesperadamente, es el bloque de izquierda el que llegó a la cabeza.

La extrema derecha, la Agrupación Nacional, tropieza: aunque aumenta del 40% el número de sus diputados, se queda por debajo de lo que su muy buen resultado electoral en las elecciones europeas de junio de 2024 le hacía esperar. Ahora, la Cámara francesa se compone de tres bloques de peso aproximadamente igual, ninguno de los cuales puede gobernar en contra de los otros dos.

La aclaración tendrá que esperar. Se abre un período de incertidumbre que bien puede desembocar en una gran confusión política. Pero se puede ver surgir un nuevo modo de gestión gubernamental y, por tanto, una interpretación muy diferente de la Constitución que rige hoy el país. El proceso que se abre en Francia puede también nutrir útilmente el debate político en Chile, en caso de que tengamos que volver a pensar en la cuestión constitucional, una vez superado el patetismo vivido entre 2020 y 2023 en torno a esta.

Cuando el general De Gaulle sometió a votación la Constitución de la V República a principios de los años 60, los politólogos franceses introdujeron el concepto de régimen semipresidencialista: un presidente que gobierna, apoyado en su elección por sufragio universal, y un primer ministro que rinde cuentas de su política a los diputados elegidos por el pueblo. Tanto la fuerte personalidad de De Gaulle como la dolorosa prueba que fue para el país la descolonización de Argelia, dieron al régimen un giro extremadamente presidencialista, con un doble defecto: una hipertrofia del Ejecutivo y una diarquía organizada dentro del propio Ejecutivo entre el presidente y el primer ministro.

Esta diarquía se hace sentir incluso cuando un bloque mayoritario a favor del presidente aparece en la Cámara, porque el primer ministro, aplastado por el peso del presidente, sigue intentando existir. Y si el presidente se enfrenta a una oposición mayoritaria en la Cámara, todo se invierte: el presidente se ve obligado a retener a un primer ministro de esa oposición. De facto, pierde casi todo su poder, excepto el de intentar socavar a su primer ministro en el poder (lo que se conoce como cohabitación).

Aprovechando su éxito en 2017, Macron ha llevado al extremo la deriva del régimen hacia el monopolio del poder en el Elíseo (La Moneda francesa): desinterés por el Parlamento, negativa a estructurar su propio partido político, ningún margen de maniobra para sus primeros ministros, nombramiento de sus propios asesores (su segundo piso) como observadores en los gabinetes de los principales ministros. Verticalidad, poder jupiteriano… son términos utilizados habitualmente por la prensa para caracterizar su estilo de gestión. Reflejan la ilusión, en democracia, de querer reformar el país «desde arriba», reforzada en Francia por la cultura tecnocrática de la alta función pública, incapaz de relacionarse con las fuerzas sociales para fomentar la democracia «desde abajo», como la llamaba Tocqueville.

Esta verticalidad explica en gran medida la fuerte impopularidad de Macron, sobre todo si se le suma la sensación de traición que siente gran parte del electorado de izquierda que votó por él en 2017, un candidato que procedía de la socialdemocracia (fue ministro del presidente Hollande) y que llevaba un mensaje ecuménico, tanto de izquierda como de derecha. Una vez elegido, su enfoque estratégico se centró en derribar a la derecha republicana, haciéndose cargo de su programa y desechando sus intenciones izquierdistas.

La idea era formar una amplia fuerza política centrista –algo rara vez visto en las democracias modernas– para hacer retroceder a la extrema derecha. El resultado ha sido la asfixia de la derecha republicana, pero en ningún caso el reflujo de la extrema derecha, que nunca ha sido tan fuerte y sigue bien situada para las elecciones presidenciales de 2027.

La cuestión constitucional

La situación ahora es absolutamente nueva. El presidente se enfrenta a minorías, cada una lejos de la mayoría absoluta. Esto no va a ser una cohabitación clásica con un bloque de oposición homogéneo y mayoritario.

En el escenario feliz, los bloques parlamentarios tienen que sentarse a discutir una coalición capaz de asegurar una mayoría y el presidente se verá obligado a elegir como primer ministro al líder designado por esta coalición. Esto llevará tiempo en el caso francés, por la falta de experiencia y cultura parlamentaria de las élites políticas y porque dos de los tres bloques, la izquierda y el centro, están muy lejos de estar unidos y homogéneos en su visión política. No se puede descartar la posibilidad de que la formación de una coalición mayoritaria imponga una alianza entre subgrupos del centro y de la izquierda, provocando una dolorosa ruptura dentro de los bloques existentes.

En la hipótesis optimista, sería posible acabar con la lectura presidencialista de la Constitución. Se eliminaría la diarquía con la afirmación de la primacía del primer ministro. Los roles estarían más claros. El presidente preside, expresa la continuidad del Estado y es un recurso en caso de crisis; el primer ministro gobierna, es decir, da las directrices sometidas al Parlamento y dirige los asuntos del país.

El hecho es que el presidente tiene la legitimidad de la elección por el pueblo y, sobre esa base, puede entrar en conflicto con el primer ministro. Ya no es concebible dar marcha atrás y abolir la elección popular del presidente. Se requiera siempre más la participación directa del pueblo, lo que explica que las constituciones parlamentarias más recientes reconozcan este método de elección. Es el caso de Portugal, Finlandia, Irlanda, Rumanía, Polonia, Austria y Eslovaquia, y en general con satisfacción. Los conflictos siguen siendo posibles, como hoy en Eslovaquia y Rumanía, pero se limitan si el presidente deja de presidir el consejo de ministros, una reforma que sería decisiva en el caso francés.

Una reflexión sobre el caso chileno

Lamentamos mucho las dos oportunidades perdidas de reformar la Constitución chilena de 1980. Esto resultó quizás en un poco de sabiduría sobre lo que deberíamos esperar del texto constitucional en una democracia, pero también en una falta de deseo de reabrir el proyecto.

También es lamentable que nunca se diera realmente la oportunidad a una reforma moderadamente refundacional, consistente en establecer un primer ministro responsable ante el Parlamento. Se argumentó que no correspondía a la tradición presidencialista del continente americano. Pero la historia política de Chile muestra largos periodos en los que el poder de facto pasaba al Parlamento, o en los que se producía un bloqueo sin el recurso supremo que representa el presidente en un sistema parlamentario.

En el contexto de una opinión pública hoy en día dividida y al mismo tiempo deseosa de participar más en la conducción del país, el marco parlamentario ayuda a imponer una cultura de consenso y compromiso cuando ningún bloque político puede pretender la hegemonía. Lo que es básicamente la esencia de la democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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