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La atribulada pantalla: Qué es lo público de la Televisión Nacional Opinión

La atribulada pantalla: Qué es lo público de la Televisión Nacional

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Carlos del Valle R. y Mauro Salazar
Por : Carlos del Valle R. y Mauro Salazar Académicos del Doctorado en Comunicación U. de La Frontera
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Las inéditas formas de “shock visual” y el desgaste de la política institucional han desafiado los nexos entre modelos cognitivos y nuevos “consumos culturales”.


Durante los dos decenios del siglo XXI, hemos presenciado la intensificación de la sociabilidad online, distribuida entre redes sociales y audiencias volátiles. Los sucesos discurren a partir del atentado al World Trade Center (11S), la doctrina Bush de las guerras preventivas, la “Primavera Árabe” (2011), -el Oriente Medio- y los liderazgos coléricos (Bolsonaro, Bukele y Milei) que han pulverizado los formatos analógicos de la comunicación moderna. 

Contra el consenso que hay sobre la nueva geopolítica, fue en las puertas de Brandeburgo (1989) donde se escuchaban los últimos ecos del “sujeto habermasiano”, con su vocación universal de públicos deliberantes -analógicos. A la sazón se alzaba el entusiasmo tecnológico (temporal) de Manuel Castells porque Internet -eventualmente- sería el panteón del acceso democrático. Décadas más tarde, entre el Brexit y Trump, Castells ha cuestionado la fracasada diversidad cultural de la globalización. 

Contra las promesas de mediación entre hegemonía y vida cotidiana, Brandeburgo (“El Muro de la vergüenza”) fue la escenificación drómica de las tecnologías del presente, esencialmente, un pivote del “proyecto cibernético”. Luego el usuario-red, la dimensión emotivo-valórica de la experiencia “transcontextual” (“double bind”). 

Y así, hasta llegar a una “intensificación cognitiva”, donde la información envejece demasiado rápido, y la industria se expresa en masivas imágenes de selfies en Instagram, retratos de Pinterest, TikTok y fotografías de Flickr (startup emotient). Tal dinamismo ha dado lugar a las ciencias del comportamiento -capitalismo de las emociones- donde las tecnologías faciales se relacionan con los estados mentales gestionados en mediciones automatizadas desde la digitalización estandarizada (Microsoft, Amazon, Face, Api)

Todo ha migrado velozmente bajo el “(post)humanismo digital” donde se han desplegado nuevos hábitos de consumo visual, masificación del Streaming y narrativas transmedia. Los flujos han alterado tiempos y modos, y los propósitos de una nueva relación entre subjetividad y mediología, debido a desplazamientos de orden material, comunicacional y político. Más tarde la Artificial Super Intelligence (ASI) y la ausencia de una teoría crítica representan un riesgo más (IA), pues queda a la vista el déficit político del problema, impidiendo una pensamiento liminal frente a las arremetidas contra todo humanismo. 

La nueva distribución tecno-genética no permite la holgura de una memoria público-comunitaria, o bien, los retornos a los modelos de la personalidad autoritaria (Escuela de Frankfurt). Lo anterior se ha traducido en la ruptura del régimen lineal en nuestra percepción del tiempo y la experiencia, imponiendo una narrativa limitada al presentismo enfermo. Este nuevo “contrato temporario” trajo consigo un “tiempo informacional”, propio de audiencias vaporosas y enjambres digitales. 

Las inéditas formas de “shock visual” y el desgaste de la política institucional han desafiado los nexos entre modelos cognitivos y nuevos “consumos culturales”. Hoy las hibridaciones generacionales reclaman territorios y diversas herramientas para interpretar la excepcionalidad de los consumos post/fordistas. Por fin, las audiencias han devenido en flujos visuales capaces de convertirse en “tendencias gaseosas” de gran impacto en las redes sociales y, eventualmente, en un mapa de subjetividades plásticas. En suma, se trata de “usuarios volátiles”, que distan del consenso del “espacio público” -razón angélica- y se mantienen refractarios a las narrativas del reconocimiento. Las audiencias digitales distan de ser el subproducto cultural de un orden evolutivo, descentrado, complejizado, manteniendo la inmunidad analógica del modelo de la “convergencia cultural” de las transiciones regionales, o bien, una dimensión de los consensos mediático-visuales de una segunda modernización. Tal premisa implicaría sustentar como mínimo una osada unicidad en los patrones del usuario-nodo en un temporalidad que desafía todo pacto estético. Ello sería un monismo modernizante, sin disyunciones, y de tibio inmanentismo respecto al carácter térmico de las audiencias. 

Bajo la producción de nuevas marginalidades mediáticas, se expanden nudos de autonomización y adaptación que no comprometen partidos, movimientos, ni siquiera una nueva economía narrativa. El consumo de audiencias no goza de una  “convergencia cultural” -tesis curatorial de la pos-transición chilena-, sino múltiples plataformas mediáticas, donde el comportamiento migratorio de las audiencias, se dispone a todo tipo de experiencias y entretenimientos. Por esta razón, los intentos de neutralizar la credibilidad pública de los medios, sólo han obtenido efectos periféricos. Lo anterior se expresa en una fragmentación de las audiencias y en la persistencia de economías del conocimiento que agotan sus referencias en el imaginario de la “industria cultural”. 

El descontento de las audiencias se refiere a contenidos, falta de representatividad o sensacionalismo, con medios de comunicación cuya producción de escándalo migra en un sistema desregulado, centralizado, de débil pluralismo informativo y ligado a los holding del monopolio cognitivo. Dadas las nuevas “sociabilidades perceptivas” no estamos frente a grupos reivindicativos, orgánicos u específicos, sino ante formas de subjetivización que no desean discutir colectivamente los modos y criterios de las decisiones públicas que afectan la vida cotidiana, a saber, ciudadanía, régimen de lo público, Estado, deliberación, identidad, reconocimiento o un ethos de comunidad.  

Las nuevas sociabilidades migran de acuerdo a temporalidades, imágenes, flujos y especialidades, configurando un comportamiento móvil, y no sujeto a una interpretación lineal (tiempo homogéneo). Así se puede emplazar una constelación de registros que deben ser leídos a modo de un “enjambre de imaginarios yuxtapuestos” y expectativas del mestizaje que van a determinar la secuencia, el ciclo, las redes, las jerarquías y las cartografías de los consumos contemporáneos. 

Pese a la fuerza de las transformaciones, la porfía moderna del programa público (Televisión pública y políticas del reconocimiento), aún trabaja desde la “purificación de lo político” como una reconciliación comunitaria desde la televisión nacional-misional. La dialéctica público-privada fue remecida en Chile, no sólo desde los gobiernos corporativos (binominales de los años 90’) -caso de TVN-, sino desde las transformaciones de la “gubernamentalidad digital” que ha dejado atrás los afanes de la cultura analógica, el patronazgo estatal y el favoritismo fiscal. La dicotomía de la modernidad no aplica en un paisaje donde carecemos de una lenguaje de “lo público”. De allí que la contemporaneidad ha tomado otras opciones respecto a la imaginación medial, salvo la ética universal (Habermas y la deliberación universal), ya no se habla de lo público, sino de “lo común”.  En suma, lo “público” queda vinculado o limitado a los “clivajes jurídicos” del tiempo analógico.  

En suma, qué es lo Nacional de Televisión Nacional. Esto nos lleva a una pregunta imposible, casi aporética. Dada su composición societaria y su filiación con el Estado subsidiario, la insistencia arriesga una reconfiguración gestional y post-corporativa hacia “lo público” que podría sacrificar  mecanismos de mercado que, aunque depredadores, fueron naturalizados en los años 90’.  Lo público y sus mitos, ha oscilado entre lo melancólico, lo barroco, consagrando una indistinción entre espectáculo y política. En el anecdotario queda un collage de juicios declarativos. El slogan ancestral “somos el canal público”, no fue capaz de proveer algún horizonte libidinal, salvo el autismo colectivo,  melodramas y matinales para domesticar la subjetividad. 

La intensa política facial (“rostros neoliberales”) fue el dispositivo mitológico que fusionó corporativismo y marketing,  invocando las “estéticas de la alegría” (TVN), respondía a una cultura visual (binominal) que astillaba audiencias, territorios y ciudadanas. Por ello es fundamental una política que interrogue la hegemonía del conocimiento digital y pueda ampliar la condición “feudataria” de TVN,  interrogando -situadamente- la administración de su perfomance misional, en tiempos de mercancías mediáticas. No se trata de negar su pertinencia articulatoria, sino someter el programa público a lo “plural discordante”, a saber, las intersecciones entre lo regional-territorial-comunitario y glocanal, para repensar un dinamismo pigmentado y las atribuciones (disputas) inter-generacionales por el sentido del presente. 

Por fin, la Televisión Pública aún puede revitalizar mecanismos preventivos ante la desregulación del aceleracionismo, interrogando las articulaciones comunitarias en la era geológica. No hay concesiones para abjurar de sus mediaciones simbólicas -lo común- y ceder al despotismo del capital.  Con todo, ello implica abandonar los vicios testimoniales (folklóricos) del estatismo medial, como así mismo, algunos vocabularios vitriólicos (“izquierdas”), que no sólo confunden Brandemburgo, sino que remiten todo a un anacrónico ideologema, a saber, el “Consenso de Washington”.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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