Es urgente revisar el recurso a la prisión preventiva. Las personas a la espera de un juicio deberían ser consideradas inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Por eso, el Estado chileno debe analizar la aplicación de esta medida en cada caso.
El anuncio del Gobierno de construir una nueva cárcel de alta seguridad en la Región Metropolitana es una noticia ambigua. No es posible alegrarse por la existencia de nuevas prisiones, pero tampoco es aceptable tolerar el hacinamiento y la falta de inversión pública en los servicios penitenciarios. La cárcel es una institución que nadie desearía que existiera, pero a la vez su rol es indispensable.
La prisión moderna nació con fines humanitarios, aunque sea una paradoja. Antes de su instauración, las prisiones eran calabozos en los cuales los condenados esperaban por cortos períodos sus castigos físicos. La sanción a los delitos se pagaba de manera cruenta, ya sea con tormentos, torturas o derechamente con la pena de muerte, ampliamente masificada. La existencia de una pena que no dañaba directamente los cuerpos, sino que los inmovilizaba en un recinto de aislamiento, vino a reducir ese tipo de castigos crueles y degradantes.
Sin embargo, el sistema penitenciario tradicional introdujo nuevos inconvenientes. La prisión se convirtió en un espacio de capacitación de los nuevos delincuentes, una verdadera escuela de altos estudios delictivos. Otro problema histórico es la falta de proyecto de resocialización y readaptación. El penal es para la mayoría un lugar de daño incremental.
La ineficacia en la rehabilitación se evidencia en que las cárceles no cumplen con el propósito de rehabilitar a las personas. Lejos de ofrecer oportunidades para la reintegración social, las prisiones exacerban las conductas delictivas, debido a las condiciones de vida inhumanas y la falta de programas educativos efectivos.
A la vez, las cárceles tienden a reflejar y reforzar las desigualdades sociales existentes. Quienes tienen menores recursos económicos, las personas étnicas y racialmente discriminadas, y otros grupos marginalizados, representan desproporcionadamente la población carcelaria. Esto evidencia un sistema de justicia inequitativo, que perpetúa esas formas de sanción arbitraria.
En el caso de la nueva cárcel de la RM, lo que genera mayor tensión es su impacto negativo en la comunidad circundante. Los emplazamientos penitenciarios tienen efectos negativos en las comunidades que los rodean. Se genera una frecuente estigmatización del barrio donde están ubicadas las cárceles, además de un sinnúmero de efectos adversos que debilitan el tejido social y dificultan la cohesión comunitaria del entorno.
La gran limitación para mejorar estos servicios penitenciarios radica en sus altos costos. Mantener un sistema penitenciario es extremadamente caro. Los recursos destinados a las cárceles compiten con la inversión en educación, salud, vivienda y programas de prevención del delito que aborden las causas subyacentes de la delincuencia.
Las cárceles a menudo no logran romper el ciclo de reincidencia. Muchos exreclusos salen por un tiempo y regresan al sistema penitenciario, debido a la falta de apoyo a su reinserción laboral y familiar, generándose un ciclo perpetuo de encarcelamiento que no resuelve el problema subyacente de la delincuencia.
Por último, las condiciones en muchas cárceles suelen ser inhumanas y degradantes, violando los derechos humanos de los prisioneros. Es evidente la sobrepoblación, la violencia entre internos, la falta de acceso a atención médica adecuada y otras condiciones precarias muy comunes en los sistemas penitenciarios.
Existen alternativas más efectivas que no obtienen el mismo financiamiento. Muchas medidas distintas a la encarcelación han demostrado ser más efectivas y humanas, como los programas de justicia restaurativa, las penas no privativas de libertad y las intervenciones comunitarias. Estas vías buscan reparar el daño causado por el delito, rehabilitar al infractor y satisfacer las necesidades de las víctimas y la comunidad.
Por supuesto, la cárcel es necesaria en tanto existen delincuentes que constituyen un grave peligro para la sociedad y no pueden transitar libremente. A la vez, la cárcel es necesaria para romper las redes de presión social que capturan la voluntad de las personas que delinquen por parte de grupos o bandas criminales, lo que exige un grado de aislamiento para intentar romper esas tramas de coacción, pero la masificación de la población carcelaria no es una solución justa ni sostenible.
En particular, es urgente revisar el recurso a la prisión preventiva. Las personas a la espera de un juicio deberían ser consideradas inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Por eso, el Estado chileno debe analizar la aplicación de esta medida en cada caso y considerar su sustitución por otras medidas cautelares.
El actual sistema penitenciario criminaliza problemas que deberían ser abordados como cuestiones sociales o de salud pública, como la adicción a las drogas, la pobreza y las enfermedades mentales. Por eso, la nueva inversión en este tipo de infraestructuras carcelarias debería acompañarse de una reforma profunda del sistema de justicia penal y explorar formas más humanas, equitativas y efectivas de abordar la delincuencia y sus causas subyacentes.