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Continuismo madurista o transición pactada Opinión

Continuismo madurista o transición pactada

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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En las semanas previas al evento electoral de ayer el ecosistema mediático destacó que algo así como la unanimidad de los sondeos coincidían en la victoria por cerca de veinte puntos de la oposición.


Por estos días me sorprendió que la demoscopía se tomara parte relevante de la información acerca de las elecciones en Estados Unidos y Venezuela. Y no es porque desconfíe en la predictibilidad de un instrumento que depende mucho de su metodología –y que en último decenio ha hecho gala tanto de acertar resultados como de pronósticos fallidos si recordamos el 2016 cuando las encuestas fracasaron anticipando el Brexit o a Trump- sino porque se trata de comicios que no responden exclusivamente al modelo de preferencias ciudadanas al que estamos acostumbrados.

Por supuesto en el caso de Estados Unidos se trata de una tradición fuertemente arraigada. Divulgar sondeos que fungen de indicador de popularidad, aunque debemos contar con que aquella antigua democracia liberal tiene un método de selección indirecta de la autoridad presidencial por medio de electores, independiente del voto popular. De hecho, hace 8 años atrás Hillary Clinton obtuvo cerca 2,8 millones de votos más que Trump, pero como la ciudadanía estadounidense escoge el Colegio Electoral, un organismo conformado por 538 electores que representan a los estados y el distrito de Washington D.C., quien entró al Salón Oval fue el empresario devenido en político. Dicha situación no fue nada de inédita, ocurrió el año 2000 en la contienda entre Bush y Al Gore, y otras cuatro veces. La regla de la mayor parte de las unidades estaduales es que el candidato que alcanza la mayoría de los sufragios se lleva la totalidad de los representantes que correspondan a cada estado. En 2016 Trump ganó en 30 estados, logrando 304 votos del organismo electoral: 34 más de los 270 necesarios que se necesitan para llegar a la Presidencia. De ahí que una victoria reñida en la docena de “swing states” –una docena de estados que oscilan en sus preferencias políticas- hace la diferencia, y es ahí donde Trump y Harris se concentraran en sus respectivas campañas.

¿Y qué hay de Venezuela? Como dijo hace 4 meses aquel reservorio moral del progresismo, José Pepe Mujica, “parecen jugar a la democracia, pero en realidad no lo hacen”. En las semanas previas al evento electoral de ayer el ecosistema mediático destacó que algo así como la unanimidad de los sondeos coincidían en la victoria por cerca de veinte puntos de la oposición. Sin duda la Plataforma Unitaria Democrática (PUD) ha realizado avances cualitativos en la depuración de un programa electoral, incluso más sólido que el de 2015, cuando la oposición conquistó dos tercios de la Asamblea Nacional. La convergencia sin fisuras en torno a Edmundo González Urrutia, diplomático y académico de fuste, apunta a una maduración política inédita después de 25 años marginada del poder. El candidato opositor tiene una trayectoria intachable que incluso el oficialismo simplemente no pudo impugnar.

Al respecto se puede recordar que la oposición ha tenido una trayectoria errática, tanto en sus divisiones y luchas intestinas, como en estrategias fallidas: dos grandes ciclos de protesta popular durante los años 2014 y 2017, un boicot electoral no concordado y por lo tanto parcial (2018), y compromisos con golpes de Estado (2002 y 2019). Incluso la que es probablemente la política más popular en Venezuela, María Corina Machado, hace un lustro no descartaba la opción de una intervención externa como salida para derrocar a Nicolás Maduro, de allí que para el oficialismo se transformara precozmente en una candidata inaceptable, maniobrando tempranamente para su inhabilitación.

Los porfiados hechos mostraron que el caudal del respaldo occidental y hemisférico a la figura de Juan Guaidó en 2019 como “Presidente encargado” no fue suficiente para desgastar las bases territoriales y organizativas del poder real, que en Venezuela detenta Nicolás Maduro y su círculo inmediato (hermanos Rodríguez, Diosdado Cabello). Lo anterior a pesar de los informes del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas (2020 y 2021), documentando la represión política, y que desde antes de la pandemia Venezuela sufriera una aguda debacle económica producto del profundo ciclo hiperinflacionario instalado en noviembre de 2017, coincidiendo con los efectos del conjunto de sanciones unilaterales impuestas por Estados Unidos (generales y extra-territoriales) y la Unión Europea (selectivas sobre funcionarios). Aparentemente, en la actual coyuntura internacional dichas medidas coercitivas actuaron más bien de estímulo para que el estado sancionado reforzara sus vínculos con potencias iliberales –China, Rusia e Irán- cada vez más funcionales y orgánicos (Applebaum, 2021), que posteriormente permitiría aliviar, sin resolver, la deficitaria situación de la economía. Dicha tendencia se potenció con la Guerra de Ucrania y sus carestías de recursos asociados, favoreciendo cierto modus vivendi de Occidente con Venezuela.

Y aunque hoy la madurez opositora salta a la vista hay que entender que se trata de un proceso electoral en semi-competitividad sobre una cancha dispareja. No estamos hablando simplemente otra carrera por el voto popular, sino que siguiendo al analista a cargo de Datanálisis, Luis Vicente León, implica medir la capacidad de movilización y el control institucional en la fase previa a los comicios, así como de sus resultados. Lo anterior supera la elemental díada entre fraude o reconocimiento y aceptación de una eventual derrota por parte del oficialismo. El dominio sobre instituciones como la Asamblea Nacional, la Fiscalía y sobretodo el Consejo Nacional Electoral es clave para entender cómo se mueve el poder actual en Venezuela. Lo último permitió no solo que Machado fuera inhabilitada desde antes de la confirmación de su malograda candidatura, sino que su sucesora designada, Corina Yoris, corriera la misma suerte. También ahí se explica que de los venezolanos en el extranjero –más de 7 millones según Naciones Unidas y 2 millones para el gobierno de Maduro- apenas 69.200 puedan ejercer el derecho a voto en el exterior, una fracción mínima.

Así las cosas, la inviabilidad de una transición por ruptura con el régimen anterior parece evidente. Allí donde ocurrió, como en La revolución de los Claveles en Portugal en abril de 1974 o en Argentina después de la derrota en las Malvinas de 1982, implicó que las Fuerzas Armadas protagonizaron el cambio -como con el portugués Movimiento de Fuerzas Armadas- o simplemente dieran un paso al costado sin condiciones de ningún tipo. El reformismo gradualista desde adentro, como en el caso de la dictadura brasileña (1964-1985) tampoco sería la fórmula. Aquel país descrito por Bolívar como un “cuartel”, a partir del siglo XX sólo ha conocido dos épocas de gobiernos completamente civiles, el trienio democrático (1945-1948) y el Punto Fijo (1958-1998). El resto del tiempo ha tenido a las Fuerzas Armadas como factor de poder, particularmente cierto desde los inicios del bolivanismo chavista, que irrumpió políticamente con el fracasado golpe de Estado de febrero de 1992 y que se convirtió en un movimiento político que apostaba a sumar a la que sería Fuerza Armada Bolivariana. El híper-liderazgo de Chávez operó sobre la base de su carisma, movilización popular y participación castrense en la Revolución. Con Maduro, quien ha tenido casi un tercio de su gabinete conformado por pretores activos, las Fuerzas Armadas han sido árbitros en momentos de alta conflictividad política. Así ocurrió con la crisis de abril de 2019, cuando el actual general Jefe del Ejército declaró que apoyaba al gobierno tras 24 horas de mutismo. Incluso el jueves pasado –día de cierre de campañas- Vladimir Padrino López se animó a decir “el que pierde que se vaya a descansar”.

¿Significa entonces que existen escasas posibilidades que Maduro salga del Palacio de Miraflores? Aunque lo anterior no es nada fácil, dicha posibilidad no descansa exclusivamente en el voto popular, sino que también estriba en la habilidad de la oposición para dar garantías al oficialismo de cierta inmunidad judicial a la jerarquía madurista y de retención de espacios de poder para la actual constelación del poder en Venezuela: en las instituciones ya citadas, así como en gobernaciones y alcaldías. Es decir, una transición a una democracia limitada, el tipo de pactismo que conocimos en Chile en los noventa del siglo pasado cuando la Concertación ganaba categóricamente todas las elecciones, pero animada por una ética de la responsabilidad -y no solo de la convicción- admitía cohabitar con herencias autoritarias en el Senado, otras instituciones, e incluso con el mismísimo Pinochet gozando de inamovilidad en la jefatura del Ejército. Llevado a Venezuela implica que no basta con que la oposición gane la elección y el oficialismo lo reconozca, sino en saber negociar, incluso si en contra de las expectativas ambientales la coalición opositora pierde, manteniendo la unidad de acción de 2024. Lo anterior también supone riesgos, habida cuenta la visible asimetría de poder entre gobierno y oposición, que permite al primero sacar provecho del dialogo en sus momentos de debilidad.

Y ¿Qué pueden hacer los estados de la región? Básicamente acompañar e insistir en la negociación gobierno y oposición, distanciándose de todo amedrentamiento que invoque la lucha fratricida -del tipo “baño de sangre” que termino alienando a Lula de dicho tipo de declaraciones- al tiempo que denuncie atropellos a los derechos humanos y todo deterioro institucional. Colaborar con incentivos para facilitar el diálogo entre actores que adviertan mayores ventajas en negociar que en no hacerlo será parte de la tarea de la diplomacia regional ante cualquier escenario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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