Es de esperar que el activo papel crítico del Presidente Gabriel Boric mantenga una convicción democrática y no se deba al voto interno de venezolanos residentes en Chile –electoralistas del FA y Socialismo Democrático–.
El triunfo cesarista de Nicolás Maduro –por lo menos extraño, y repleto de ambigüedades en el proceso– debería llevar a consideraciones sobre el poder, las instituciones y el autoritarismo que, al parecer, nos demandan un análisis desde otro topos. Todo indica que la captura estatal del generalato venezolano ha construido un “modelo securitario”, donde la izquierdización regional responde más a los hitos de militarización y una emotividad estético-política. En esta dirección es un lugar común concitar el Foro de São Paulo o el “Consenso de Washington” que, a nombre de autores como Atilio Borón, aún suscriben a las últimas rebeldías del petit siglo XX.
Hoy no se pueden desestimar los factores exógenos, a saber, la beligerancia militar y financiera agudizada en el periodo de Donald Trump. El golpismo permanente, incluso aquel que fue avalado temporalmente por la Cancillería chilena contra el chavismo, la ubicua posición del progresismo laxo, el concentrado del monopolio medial que redunda en la infinita desinformación y los más diversos intereses foráneos sobre las riquezas petroleras. Todo ello no puede ser desatendido a nombre del “prurito democrático” o, bien, bajo la devoción del formato liberal que arremete contra todo “populismo demótico”.
Es más, bajo el cúmulo de intereses externos, la contienda electoral del domingo pasado se tornaba más brumosa al interior del entramado geopolítico y los sistemas de riesgo (capitalismos rusos, asiáticos, americanos, orientales, sin mitos liberales) que hacían prevalecer fácticamente sus intereses sobre las riquezas cupríferas. El factor militar no es un tema accesorio, pues difícilmente en el caso chileno las Fuerzas Armadas pueden dejar de ser un “factor de clases”.
Si bien en los primeros años del chavismo era posible reconocer –amén de distancias– el fin del duopolio político suscrito en 1958, con la firma del Pacto de Punto Fijo, centrado en el ADEI y el COPEI, y la vertebración oligopólica del país. Y sí, la distribución del petróleo con un sentido social y continental, bajo la vía nacional-popular del primer decenio del XXI exhibió resultados de crecimiento avalados por instituciones bilaterales. Ello cautivó a un tropel de líderes latinoamericanos, y se afianzó mediante maratónicas elecciones y algunas derrotas puntuales (que fueron reconocidas). Amén de ello, no pudo sortear asistencialmente los dramas de la pobreza estructural.
La inarticulación que reconocía el propio Hugo Chávez con la sociedad civil, los partidos políticos y formas colectivas del campo social, ha sido un fenómeno que ha degenerado en un “autoritarismo radical” y aún arroja un último momento “suspensivo” respecto al uso radical del término dictadura. Decimos autoritarismo –sin restarnos en lo absoluto al término dictadura (oficial), más aún con la decisión de ayer lunes–, toda vez que Maduro expulsó a ocho delegaciones diplomáticas. Si alguien esgrimía hasta 48 horas que la vía bolivariana tenía un último oxígeno porque había aceptado (guste o no) derrotas electorales, como asimismo la visita de observadores internacionales, tal argumento se desploma como un castillo de naipes. Con todo, el propio cesarismo ha establecido las bases para el aislacionismo internacional y la falta de entendimiento agrava formas de emigración masiva en distintos países de América Latina.
Cabría subrayar que la vía bolivariana ha sabido mantenerse, recuperarse y reproducirse sobre la base –justa– de un apoyo irrestricto de las Fuerzas Armadas mantenidas ahí por Nicolás Maduro (en la ruta estratégica abierta por Chávez bajo una dirección más carismática), para asegurar “lealtad” de cara a cualquier sublevación popular que amenace la mentada y ultrajada idea de “Revolución bolivariana”.
Con todo, el quid sería el poder; tensionar y hacerlo resignificar ahí donde pueda entregarnos algunas coordenadas para comprender lo que pasa en Venezuela. En este sentido, Michel Foucault, por ejemplo, no concebía el poder como un entramado de punto fijo, sedentario y sin capacidad de adecuación a realidades específicas, sino que lo asumió siempre como el resultado de fuerzas internas en disputa que se despliegan y repliegan al interior de realidades también particulares y que entregan, en esta línea, sus propias rutas comprensivas. Apunta, por ejemplo, en Estética, ética y hermenéutica que “[…] debemos hablar de los poderes e intentar localizarlos en su especificidad histórica y geográfica” (1999).
La cita evidencia entonces la urgencia de pensar las diferentes articulaciones del poder en sus acervos políticos, culturales y sociológicos específicos. No hay dos realidades políticas idénticas, porque los pueblos no tienen, tampoco, procesos históricos iguales. Siguiendo a Foucault en esta línea, es que no es posible entender el cuestionado triunfo de Maduro sin recurrir a lo que Hugo Chávez adelantó como proyecto desde que se convirtió en un oficial de carrera del ejército de Venezuela. En 1982 fundó el clandestino Movimiento Bolivariano Revolucionario 200 (o MBR-200) que se entiende, a su vez, como una continuación con una mayor base de apoyo de lo que fue el EBR-200 (Ejército Bolivariano Revolucionario).
Y es a partir de este momento que Chávez comienza a desarrollar un proyecto probablemente único en la historia de las izquierdas latinoamericanas y, tal vez, mundiales. La “gesta” impulsada fue un proceso expansivo de izquierdización de la sociedad venezolana desde un sistema de dádivas y una sociabilidad militarizada. No es que después del triunfo de una revolución, como la cubana, por ejemplo, se activará un cuerpo militar proclive y dependiente de los altos mandos. No, tal cosa no sucedió. Tampoco en la revolución de Octubre en Rusia, en donde, lo mismo, el Ejército Rojo es tributario de la revolución misma.
En el caso de Venezuela, la “mimetización ideológica” del mundo castrense vino desde dentro, fue gradual, procesual y no necesitó de ningún golpe de fuerza para adherir a lo que serían después las autoridades del bolivarianismo-chavista. Para cuando Chávez es electo en 1998, el ejército ya venía cuadrado con él y la sociedad venezolana también había experimentado un proceso cultural de agudísima izquierdización. Tal fue la genialidad y persistencia de Chávez, sin obviar que, en su origen, el movimiento tiene como acompañante ominoso un golpe de Estado. Sí, cabe recordarlo, en la génesis del proceso hubo golpe.
Lo que ocurre desde entonces es que en Venezuela el llamado proceso revolucionario quedó anclado y a discreción de los cuerpos armados. Con más de 300 generales ocupando puestos clave en su Gobierno, la autocracia de Maduro sabe que el Estado debe estar blindado por el dispositivo militar frente a cualquier asonada o revuelta popular. Durante su primer Gobierno, un promedio de 30% de los ministerios estuvo dirigido por militares activos o en reserva. Para marzo de 2023, durante su segundo mandato, la cifra había ascendido al 42% (14 de los 33 ministerios) de su gabinete (“Los militares en la política y la economía de Venezuela”. Nueva Sociedad, 2018).
De este modo, la soltura y tosquedad en el discurso de Maduro, la invocación a una potencial guerra civil o derramamiento de sangre en caso de que hubiera perdido, se lo puede permitir porque es un “Estado militar”. Y en esto no hay que dubitar un segundo: en Venezuela gobiernan militares, y en tal dirección se explica el cierre de medios de comunicación disidentes, la prescripción y encarcelación de sus opositores más púbicos, la tortura y los cientos de muertos en diferentes protestas desde su primer Gobierno a la fecha, en fin, todas estas medidas que encuentran soporte fáctico a la luz de que cuenta con los medios de represión y coerción totales que le proporcionan las Fuerzas Armadas.
El mismo Michel Foucault escribía que “[…] la sociedad es un archipiélago de poderes diferentes”. Entonces, lo que habilita el poder más allá de su articulación biopolítica es también la posibilidad de la resistencia. Entendemos que los archipiélagos, en este sentido, cuando son tachados, vedados o derechamente plagiados por la violencia del Estado, no son sujetos de antagonismo. Archipiélagos secuestrados por el continente armado de Nicolás Maduro.
Es de esperar que el activo papel crítico del Presidente Gabriel Boric mantenga una convicción democrática y no se deba al voto interno de venezolanos residentes en Chile –electoralistas del FA y Socialismo Democrático–. Venezolanos que, progresistas o no, han padecido el infinito desarraigo de la vía bolivariana.
Hojarascas.