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Una espiritualidad radical para otra civilización Opinión

Una espiritualidad radical para otra civilización

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Jorge Costadoat
Por : Jorge Costadoat Sacerdote Jesuita, Centro Teológico Manuel Larraín.
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La solidaridad es la prueba de la espiritualidad auténtica. No debiera haber otra prueba de la existencia de Dios. ¡Atención teólogos(as)!


El ventarrón de la semana pasada es una excelente metáfora: el día menos pensado, el viento puede arrasar con la luz, el agua, techos y personas. Pero, ¿acaso nuestra propia vida no está expuesta a ventoleras que nos están haciendo difícil mantenernos en pie? Un virus, la creciente criminalidad, la gran minería y nuevas guerras arrasan con pueblos generando migraciones masivas. La Inteligencia artificial acelera la historia. Aumentará la velocidad de entrada a un túnel que no sabemos si tiene salida.

¿Aguantarán las raíces de los árboles el ciclón de 2025? ¿En qué radicaremos en nuestra existencia en lo que queda de 2024? Esta es la pregunta radical, válida igualmente para creyentes y no creyentes.

Cabe, entonces, preguntarse: ¿hay una espiritualidad tan profunda que nos permita agarrarnos a la vida como las raíces permiten a los árboles a resistir los tornados? ¿Existe algún modo de existencia que nos arraigue hondo en el cosmos en el que dependen recíprocamente las piedras y el fuego, el aire y el agua, los seres vivos y los inertes, los ricos y los pobres? ¿Hay alguna manera de amarrarnos las personas de diversos credos religiosos y filosóficos en un solo hato?

Claro que sí.

Los seres humanos somos individuos espirituales. Contamos con el Espíritu para co-pertenecer y hacernos corresponsables de la más lejana de las galaxias y del suspiro del más pequeño de los átomos. El mismo Espíritu arrecia contra el ego y el egoísmo. La suerte del universo es una exigencia colectiva. Un ejemplo, otra metáfora: la gente de Punta Arenas, para afirmarse en los ventarrones patagónicos, se tienen de los brazos unas a otras. Pobre aquel que no tenga a nadie al lado.

Pues bien, pobre es sobre todo cualquier ser humano venido a la existencia. Esta misma condición de pobreza constituye el tocón del que brotan las ramas que resisten una vida tan difícil como la que se nos está escapando de las manos. Él o la persona pobre -lo sea económicamente por razones de salud, de falta de vivienda, de trabajo o porque perdió a su esposa, a sus hijos; el pobre migrante, desplazado o refugiado; la gente que aloja en carpas o entre tablas a la orilla de los rieles del tren; incluso cualquiera de nosotros(as) víctima de la propia ineptitud- ha de reconocer que no es capaz de darse a sí mismo la vida y, en cambio, ha de agradecerla. Agradecerla a Alguien o a Algo. Nadie es capaz de decir “me merezco”. El agradecimiento es la más alta expresión espiritual. Es solo comparable al reconocimiento avergonzado de quien se jactó de ganarse la tierra, los humedales, la mejor de las universidades y personas que le sirvan y le tengan miedo. Ser rico es un pecado. Compartir las riquezas tampoco es ningún mérito. Corresponde.

Los pobres de espíritu -diría Jesús- solo tienen a Dios, pues se han desprendido o se desprenderán de lo que pertenece a toda la creación. Ser pobre también es un pecado, las veces que se trabaja o se roba para ser ricos. No, en cambio, cuando se lo hace para alimentar a los hijos. O tomarse un terreno. La tierra pertenece a todos por parejo.

La solidaridad es la prueba de la espiritualidad auténtica. No debiera haber otra prueba de la existencia de Dios. ¡Atención teólogos(as)!

La espiritualidad radical, la inspiración de debernos la vida unos a otros y la coexistencia mutua nos hace mejores, nos une estrechamente y nos realiza como personas al nivel más profundo. Uno llega a ser alguien si reconoce su dependencia de los demás. La invocación de la vida eterna no es alienante cuando la eternidad se anticipa entre los mortales a modo de triunfo de una conjunción cósmica.

Compartir la vida espiritual de los pobres es fundamental. Ellos saben que viven de fiado y que la existencia tiene sentido cuando consiguen el pan de cada día. Las riquezas, en cambio, aíslan y desorientan. Introducen a las personas en la superficialidad. Terminan por matar a los ricos -dice la Biblia- y su acumulación mata a los pobres.

Compartir es el tema. Compartir lo que se tiene y lo que no se tiene, y recibir como si no se mereciera recibir absolutamente nada. Esta es la clave de una nueva civilización.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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