En América Latina pocos hechos han sido tan resonantes para las izquierdas como la experiencia que protagonizó el fin de la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba y que, a partir de la playa Girón, fue capaz de enfrentarse al mismísimo Estados Unidos. Podría decirse que tuvo un efecto alucinógeno.
En 1921 el filósofo y crítico alemán judío asquenazí Walter Benjamín compró un boceto en tinta china, tiza y acuarela dibujado el año anterior por el pintor suizo Paul Klee, intitulado Angelus Novus, inspirado en una leyenda judía originaria del Talmud. La obra movió a Benjamín a enunciar su célebre teoría del «Ángel de la historia»m recogida en sus Tesis sobre la filosofía de la historia para retratar la perspectiva pesimista del porvenir histórico inmerso en ciclo sin fin de desesperación.
En efecto, hacia finales de la década del ’30 el eminente estudioso buscaba respuestas para entender el auge del nazismo y la crisis de la izquierda alemana. El ser celestial fue una alegoría de la retrospectiva sobre un pretérito de destrucción justo en el espacio que la historia se percibe como un continuo. Al fondo yacía una crítica a los ideales del progreso ínsito en buena parte de la izquierda.
La actual tesitura política respecto de la crisis venezolana constituye una epifanía de esta criatura benjaminiana para las izquierdas latinoamericanas. Debe decidir de qué lado está: acaso de un proceso de reimpulso, después del fin de la utopía que supuso el derrumbe del muro de Berlín, bajo el concepto siempre inacabado de “socialismo del siglo XXI”, cuya autoría corresponde al alemán Hans Dieterich (1996), aunque fue puesto en circulación por Hugo Chávez en su juramentación de 2007. O bien, renuncia a la herencia de la evidente deriva autoritaria, al menos desde 2017 –sino algo antes- del sucesor de Chávez, confirmada por estos días después del fraude electoral del 28 de julio y su secuela de represión a la disidencia política. Lo anterior pasa por la exigencia de la publicación de las actas y el reconocimiento de resultados.
Lo anterior no es nada fácil. Como ha sido característico de la psiquis social, las izquierdas son mitófagas. Y así como ciertas derechas cultivan el mito de la homogeneidad nacional y los orígenes singulares de su comunidad (etnonacionalismos), el proyecto revolucionario arraigó sus sueños en el papel mesiánico de la inminente revolución como acontecimiento que cambiaría la historia de la clase trabajadora, según Enzo Traverso en Melancolía de Izquierda (2019). La cuestión es que los mitos si no son sublimados pueden ser el origen de verdaderas pesadillas. En Chile el mito portaliano, usado por la Junta Militar que derrocó al gobierno de Allende, no reparó en la desconfianza de Portales ante el Ejército, que le llevó a fundar la Guardia Nacional como contrapeso.
Asimismo, ciertas izquierdas asumieron el modelo bolchevique y su jacobinismo revolucionario, mientras otras optaron por el gradualismo del cambio en el marco de las instituciones representativas según los postulados del teórico alemán Eduard Bernstein y la socialdemocracia. Sin embargo, en América Latina pocos hechos han sido tan resonantes para las izquierdas como la experiencia que protagonizó el fin de la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba y que, a partir de la playa Girón, fue capaz de enfrentarse al mismísimo Estados Unidos. Podría decirse que tuvo un efecto alucinógeno sobre quienes pensaron que se podía replicar dicha vía a pesar del coloso del Norte. Después de todo, si el Movimiento 26 de Julio lo había logrado apenas a 144 kilómetros de las costas de Florida, ¿por qué no se podía organizar otra revolución desde la selva, la montaña o la ciudad?
Dicho mito fue parte del escenario de las carreras políticas de Andrés Manuel López Obrador, Lula y sobretodo de Gustavo Petro, quien fue parte de la guerrilla urbana M-19 (aunque no de Gabriel Boric, un detalle no menor). Después vino el desplome del bloque soviético y el duro “período especial” cubano, y al fondo la orfandad de las izquierdas no renovadas en el consenso demo-liberal, hasta que apareció Chávez, multifacético líder que saltó a la fama tras su fracasado golpe militar de febrero de 1992 al segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, quien aprovechó los cinco minutos de televisión que tuvo antes de ser procesado para lanzar un conjuro: “Por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados “. Con ello desató las esperanzas de sectores marginados del Pacto de Punto Fijo (1958) en Venezuela que, con el concurso pretoriano, aspiraban a cambiar el statu quo.
La relación de Chávez con las izquierdas de la región tardaría en consolidarse, dado su origen castrense, poco promisorio para quienes lucharon contra dictaduras militares. Como ha dicho Pablo Stefanoni, la relación de las izquierdas con el chavismo obedece a la triada “desconfianza-entusiasmo-decepción (más o menos silenciosa)”. Chávez haría campaña en 1998 remitiendo a la “Tercera Vía de Blair” y proponiendo una nueva constitución bolivariana bajo el lema de democracia participativa y protagónica.
Los desafíos tácitos a Estados Unidos, con su visita a Saddam Hussein en Irak, y particularmente la relación con Fidel Castro, cambiaron la disposición de las izquierdas huérfanas, que terminaron de abrazar la emoción por el chavismo con el intento de golpe de estado en contra de su gobierno de abril de 2002. La fórmula chavista de doble rechazo al elitismo de una vanguardia revolucionaria y de gradualismo socialdemócrata, reemplazado por la participación de multitudes en continuos comicios con democracia directa, más el compromiso de la Fuerzas Armadas con un proceso de cambios, logró entusiasmar a dichas izquierdas… hasta entrado el gobierno de Nicolás Maduro.
No hay que ignorar que Chávez y su sucesor, aunque –como se ha dicho- son “fieles de la misma Iglesia” o partidarios de un mismo proyecto, se distinguen claramente por su método. Mientras el original propició el ventajismo electoral ante resultados adversos, no utilizó ni la represión masiva (documentado por la agencia de Naciones Unidas, dirigida por la expresidenta Bachelet en 2020 y 2021) ni el fraude en los niveles de Maduro. Es por aquello que ciertas izquierdas de la región, entre las cuales no está la que lidera el Presidente Boric -quien pertenece generacionalmente a otra izquierda- han tardado en “digerir” la deriva autoritaria venezolana.
Los últimos hechos han interpelado al Presidente Gustavo Petro, quien desarrolló su carrera política denunciando déficits democráticos y violación de derechos humanos en su país, o al Presidente Lula, quien se enfrentó a las maniobras del expresidente Bolsonaro y sus sectores adictos para desconocer los resultados de los últimos comicios presidenciales, que decantaron en el asalto a la plaza de los tres poderes en enero de 2023. Junto con el Presidente mexicano AMLO, Petro y Lula iniciaron una negociación para exigir la publicación y desglose de actas en Venezuela y garantías para los actores involucrados, dejando a María Corina Machado fuera de la negociación, que debía ser encabezada por Maduro y el opositor González Urrutia. Después de tres semanas lo anterior no ha ocurrido.
El jueves último Lula y Petro anunciaron coordinadamente su nueva sugerencia: La formación de un gobierno de cohabitación entre oficialismo y oposición mientras se preparan las garantías para nuevas elecciones. Es en alguna medida un paso atrás de la anterior demanda de transparencia motivada en el deseo de encausar pacíficamente la crisis. Petro incluso ha citado al “Frente Nacional” (1958-1974) de su país como arquetipo transitorio de apaciguamiento, una experiencia de reemplazo del dictador Gustavo Rojas Pinilla mediante la alternancia bipartidista en el poder de liberales y conservadores, con un papel reducido del Congreso, que sin embargo no concluyó completamente con “La Era de Violencia” en Colombia, como testimonia la contestación de quienes rechazaron el pacto: Las FARC, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el propio M-19.
No se puede olvidar que contra el madurismo la oposición ha ensayado prácticamente todo: boicots electorales (2018), insurrección callejera (2014 y 2017), intentos de golpes de estado (2019) y la búsqueda de respaldo internacional para un Presidente interino (2019) sin competencia efectivas. Pero, sobretodo, siguió atenta seis procesos de facilitación externa y multilateral del diálogo: la Conferencia Nacional por la Paz (2014); la Mesa de Diálogo Nacional (2016-2017); la Mesa de Diálogo en República Dominicana (2017-2018); el Mecanismo de Oslo (2019), el Proceso de Negociación y Diálogo en México (2021) y los acuerdos de Barbados (2023).
Ninguno ha logrado establecer las bases de un acuerdo democratizador y estabilidad duradera, a pesar de que se involucraron originalmente los ministros de relaciones exteriores de Colombia, Ecuador y Brasil, más UNASUR en 2014-2015; tres expresidentes, Rodríguez Zapatero, Torrijos y Fernández de España, Panamá y República Dominicana, respectivamente, nominados por UNASUR en 2016, así como el Vaticano y República Dominicana en 2017-2018; un grupo de cuatro gobiernos (México, Chile, Nicaragua y Bolivia), respaldados por el Institute for Integrated Transitions (IFIT) y la presión ejercida por el Grupo de Lima, más el gobierno noruego, por medio de su emisario Dag Nylander y el apoyo del gobierno de Barbados, el Mecanismo de Montevideo y el Grupo Internacional de Contacto en 2019. Finalmente, varios estados concurrieron a la iniciativa de 2021-2022, que decantó en los acuerdos de Barbados entre el Madurismo y Estados Unidos.
La ecuación fue elecciones libres y trasparentes a cambio del levantamiento de las sanciones internacionales, a la postre lo único que interesa al oficialismo de Venezuela. Los supuestos del acuerdo no se cumplieron por parte del gobierno de Maduro, que en febrero proclamó que “ganaría por las buenas o por las malas” descartando tácitamente una verdadera competencia. Se constató que cada negociación es una maniobra de Maduro para ganar tiempo en medio de la conflictividad crítica, para que cuando se sienta más seguro ante la declinación de la efervescencia, opte por la mejor alternativa al acuerdo negociado, impidiendo la redemocratización venezolana.
A pesar de todo lo anterior, la única y escasa esperanza para transitar a otro esquema en Venezuela sin derramamiento de sangre, como sería un megaestallido social o un poco probable golpe de estado desde una cúpula castrense cooptada (la oficialidad intermedia es más difícil de predecir), pasa por una negociación que implique una transición pactada al estilo de España o Chile, por citar algunos casos, después del franquismo o la dictadura de Pinochet. Así sería plausible atender las propuestas que hiciera el Presidente colombiano: “Levantamiento todas las sanciones contra Venezuela, amnistía general nacional e internacional, garantías totales a la acción política, gobierno de cohabitación transitorio”, antes de elecciones. También se podrían agregar las condiciones sugeridas anteriormente para un diálogo directo Maduro-González Urrutia.
Sin embargo, me parece que lo único que no se puede renunciar es al reconocimiento ante el resultado de las elecciones mediante la validación de las actas, recordando el pasaje juánico de la Biblia: “sólo la verdad los hará libres”. Se podría alegar que con aquello no se justificarían nuevos comicios; sin embargo, la oposición que ya aceptó competir en condiciones adversas, desiguales y poco transparentes, requiere de este paso si se busca comprometerla en la vía institucional. Si no, las izquierdas quedarán impávidas observando cómo el ángel de la historia los interpela acerca de su propio pasado.