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Chile, la crisis de Venezuela y la fragilidad de la democracia Opinión

Chile, la crisis de Venezuela y la fragilidad de la democracia

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Winston Churchill afirmó en un discurso que “la democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las demás”. Casi ocho décadas después, la democracia sigue siendo la principal herramienta de la que disponemos para resolver de manera pacífica nuestras legítimas diferencias políticas.


La grave crisis que sacude a Venezuela nos recuerda una vez más el valor intrínseco de la democracia como sistema político. En un régimen democrático los ciudadanos disponen de un método para procesar los conflictos que emergen en la sociedad, decidiendo colectivamente quién los gobernará por un periodo acotado de años. Esta es la característica definitoria de la democracia: un sistema es democrático solo si el pueblo es libre para elegir quién lo gobernará.

Para ser legítimo, el proceso democrático demanda algunos prerrequisitos: instituciones que garanticen elecciones libres e imparciales, libertad de asociación y de expresión, así como pluralismo en las fuentes de información. Del mismo modo, los ciudadanos deben tener la posibilidad de postular y ser electos en cargos de representación, entre otros.

Son condiciones mínimas que en el Chile de hoy damos por garantizadas, pero siempre es bueno recordar que durante 17 años nuestra democracia se vio interrumpida y fuimos privados de estos derechos. Transcurridos 35 años desde el fin de la dictadura, contamos en el presente con una democracia robusta y consolidada, cuya legitimidad tiene como principal garante a un Servicio Electoral de excelencia a nivel mundial.

Sin embargo, nuestra historia reciente y la experiencia actual de países como Venezuela deben ser un recordatorio de que la democracia no es inherente al Estado nación. La democracia como sistema político es una opción que toman a diario los representados y sus representantes, y así como se construye y se consolida con los años, también se puede deteriorar y destruir.

¿Cómo prevenirlo?

Como plantean Levitsky y Ziblatt (How Democracies Die), las democracias ya no fracasan a manos de generales mediante golpes de Estado, sino más bien de líderes populistas electos mediante sufragio, que erosionan lentamente las instituciones democráticas que los condujeron al poder. No es un ataque desde fuera, sino usando sus propios procedimientos. Una vez electos, estos autócratas siguen apelando a la democracia, a medida que la van resignificando, hasta desproveerla de sus características definitorias.

¿De dónde provienen estos líderes populistas? Las amenazas populistas ven su oportunidad cuando constatan la desafección ciudadana con las instituciones democráticas representativas, lo que muchas veces incentiva una fragmentación del sistema de partidos. En esos momentos, cuando la población no ve respuestas a sus demandas y está cansada de las promesas incumplidas por parte de las fuerzas políticas tradicionales, se encuentra dispuesta a tomar riesgos y votar por soluciones alternativas. La democracia falla cuando fallan los demócratas que la sostienen.

En un reciente artículo del politólogo Adam Przeworski (“Who Decides What is Democratic?”), se plantea que la primera evidencia del mal funcionamiento de las instituciones representativas es la desigualdad persistente. Los electores están en su legítimo derecho de esperar que los representantes electos vayan a diseñar e implementar cursos de acción para avanzar hacia una mayor igualdad social. Cuando ello no ocurre, es un síntoma de que las instituciones representativas no están funcionando bien, siendo caldo de cultivo para el éxito de líderes populistas y la consiguiente erosión de la democracia.

Con una mirada preventiva, al tiempo que condenamos a las dictaduras que hoy reprimen a sus pueblos, sería prudente que hiciéramos una evaluación de qué no estamos haciendo bien “en la interna”. Los números de múltiples encuestas nos muestran una desafección ciudadana considerable hacia nuestra institucionalidad democrática. Sin dejar de constatar los avances que hemos tenido como país, debemos preguntarnos si la desigualdad persistente en Chile es una de las causas de esa mala evaluación. Tuvimos un estallido social y sus causas no se han enfrentado como se debería y desentenderse de eso no soluciona nada.

Por cierto, algo de eso hay: cuando son las personas de las comunas de menores ingresos las que viven mayormente el flagelo de la inseguridad; cuando no hemos resuelto el problema de las bajas pensiones para nuestros adultos mayores, con la agravante de que son las mujeres las más afectadas; cuando de los 100 mejores colegios, según la PAES 2023, solo dos son establecimientos municipales, no podemos mirar para el lado y tirarnos la pelota de un lado para el otro. Por el contrario, tenemos el deber de hacernos cargo, pues luego no podremos decir que “no lo vimos venir”. Solo así estaremos siendo consecuentes, para no dar cabida al surgimiento de liderazgos populistas que degraden la democracia que tanto nos ha costado construir.

En 1947, el exprimer ministro británico Winston Churchill afirmó en un discurso que “la democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las demás”. Casi ocho décadas después, la democracia sigue siendo la principal herramienta de la que disponemos para resolver de manera pacífica nuestras legítimas diferencias políticas. Cuidémosla.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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