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Elecciones, hiperpresidencialismo y cansancio democrático Opinión Agencia Uno

Elecciones, hiperpresidencialismo y cansancio democrático

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Cristián Zamorano Guzmán
Por : Cristián Zamorano Guzmán Analista y doctor en Ciencias Políticas.
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Sería la mayor de las ironías que el juego electoralista desacredite a la democracia, recordando que el abanico se abrió para supuestamente garantizar más pluralismo político… y reforzar la misma democracia.


Si consideramos los ciclos electorales en Latinoamérica desde 2018, estos trajeron una interesante novedad a la política de la región, considerando que la democracia se instauró en la zona, de manera generalizada, hace cuatro décadas ya, coincidiendo con el momento que Samuel Huntington definió como “la tercera ola” (de democratización).

De hecho, desde esa fecha, hemos asistido en varios países de la región a una generalización de la alternancia política. Así, a medida que las fuerzas de oposición ganaron terreno, numerosas naciones experimentaron cambios en las fórmulas partidistas que impulsaban sus gobiernos. Las excepciones han sido Paraguay, donde logra mantenerse la hegemonía del Partido Colorado, así como Nicaragua y obviamente Venezuela, países que han experimentado un dramático deterioro en la calidad de su democracia, derivando en el autoritarismo de Daniel Ortega y Nicolás Maduro, respectivamente, como lo hemos podido verificar una vez más con todas las sospechas y dudas que rodean el proceso eleccionario del 28 de de julio.

Este escenario de alternancia política, que en algunos países como Perú, Guatemala y Panamá se ha vuelto tan frecuente, hasta el punto de aparecer como el rasgo característico de su entorno político y poca estabilidad, ha producido tres fenómenos muy llamativos.

En primer lugar, una mayor fragmentación de la representación política, complicada por el establecimiento de alianzas entre fuerzas políticas a veces diferentes y de índole variada. En segundo lugar, asistimos al aumento de candidaturas centradas fundamentalmente en los aspectos de personas individuales (hace pocos años, Jair Bolsonaro, en Brasil; Andrés Manuel López Obrador, en México; y hoy, Nayib Bukele, en El Salvador). Finalmente, dentro de los regímenes presidencialistas, vemos la aparición de una relación compleja y ambigua entre el Poder Ejecutivo y los parlamentarios, como con otros actores más autónomos (gobernadores, por ejemplo), en escenarios que dificultan la gobernabilidad por culpa de los dos factores anteriormente citados.

Si relacionamos este tema con Chile, indiscutiblemente, el sistema democrático chileno padece de estos tres “síntomas” y se podría agregar que el fenómeno se ve profundizado por la multiplicación de elecciones a las cuales hemos asistido y participado estos últimos años.

Retomando la primera característica mencionada acá, podemos ver que la fragmentación política ha alcanzado todo el espectro del panorama político criollo: desde la extrema derecha, pasando por el centro y llegando hasta la extrema izquierda. La única diferencia que existe, en cuanto a la realidad de este fenómeno aplicado a estos diferentes sectores, es que el fenómeno de la fragmentación solo se ha padecido en diferentes periodos (no muy lejanos), con la izquierda encarnando acá la “vanguardia”.

Lógicamente, y en base a ese postulado, es este mismo sector que ahora está protagonizando la concreción de diferentes alianzas, como la fusión de partidos oficialistas en un solo gran conglomerado llamado Frente Amplio, fusión que llevó a las urnas menos de un cuarto del padrón total de sus militantes. Esto nos indica que en modalidad voto voluntario, y cuando además la votación concierne a personas que deberían sentirse más involucradas, ya que son militantes de partidos, el despertar ciudadano aún no se manifiesta espontáneamente y podemos ver que la multiplicación de elecciones, más que crear una costumbre ciudadana, parece no haber aún rehabilitado la importancia democrática del significado a la acción de votar. Pero esto es solo una interpretación. Quizás, también y sobre todo esta votación interna era esencialmente importantísima para las cúpulas de los partidos que forman esta nueva coalición, más que para el grueso de sus militantes.

En lo que relativo al segundo síntoma, podemos observar que existe una personalización innegable de las figuras presidenciables. Si consideramos la situación desde 2018, esto se inició con José Antonio Kast, pero se confirmó con la aparición como eventual candidato del alcalde Rodolfo Carter y, sobre todo, con la actual favorita Evelyn Matthei, ya que, más que representar a la UDI, ambos encarnan una tónica propia de ellos y con claros rasgos populistas.

En esta configuración, los partidos importan muy poco o no son, en términos de comunicación o de sello de candidatura, fundamentales e imprescindibles, pero quizás sí en términos de logística. Sucede lo mismo del otro lado de la vereda, donde frente a la falta de resultados positivos perceptibles por la gran mayoría, se recurre a una reconocida y relativamente antigua figura política como Michelle Bachelet, para que esta se involucre en la campaña municipal, que siempre ha constituido la antesala de la presidencial, para poder así “utilizar” a un personaje político que dé la impresión de estar por encima de los partidos. Es el personaje político “Michelle Bachelet”, no los partidos que componen el oficialismo.

En lo que concierne el tercer síntoma, estando regidos además por un sistema presidencialista, podemos notar los cambios en la complejidad de las relaciones que existen entre el Presidente con los otros poderes y autoridades. Paradójicamente, a pesar de la multiplicación de elecciones que son de algún modo un llamado a la manifestación de la soberanía popular, es decir, la que radica en el pueblo, estamos asistiendo sistemáticamente a una personalización del poder más grande.

Acá hay que tener mucho cuidado en no caer, después de dos ensayos constitucionales que querían reformar una Constitución de 1980 que consagra un sistema presidencialista, en un hiperpresidencialismo de facto. Este neologismo, que puede escucharse un poco extraño, apareció en Francia cuando el entonces presidente Nicolas Sarkozy era adepto a una práctica muy especial del poder presidencial: veíamos a un presidente que quería ser omnipresente, omnisciente, deseando inmiscuirse directamente en todas las decisiones políticas, incluyendo las más íntimas y triviales. Hoy, ese concepto ha sido teorizado y designa una práctica exclusivamente vertical del poder, donde el presidente concentra lo esencial del poder decisional.

Cuando consideramos hoy cómo la Moneda se involucró en las negociaciones que definieron la cúpula dirigente del nuevo Frente Amplio, y cuando vimos el activismo del fresco nuevo presidente de esa colectividad, Gonzalo Winter, en las votaciones para (re)definir el voto obligatorio y de los extranjeros en las próximas elecciones, podemos señalar que acá está ocurriendo algo preocupante. O aparecieron síntomas de lo mencionado más arriba. Y aquello se agrava si nos referimos, para el oficialismo, a la definición de candidatos a alcaldes, pero sobre todo a gobernadores.

En lo que concierne a estos últimos, los partidos, no pudiendo encontrar acuerdo, esencialmente porque dos regiones se resisten, Coquimbo y Antofagasta, pensaron recurrir al mismísimo Presidente Gabriel Boric para resolver aquello y poder imponer un candidato único para el sector en esas zonas. Es decir, en vez de tener un Presidente que esté por encima de las instituciones, nos arriesgamos cada vez más, ante la multiplicación de elecciones y de la aplicación de una lógica fundamentalmente electoralista, a tener un Presidente que es al mismo tiempo jefe de Estado, jefe de su Gobierno, jefe de sus legisladores, jefe de los partidos del oficialismo, jefe de campaña, jefe de los poderes descentralizados… hay algo de peligroso en todo aquello.

Planteemos esto en términos simples y para uno de los asuntos más básicos: ¿cómo puede La Moneda, encarnación misma del poder centralizado, involucrarse en la designación de los candidatos para la elección de gobernador(a), emanación en cuanto a ella del avance en una cierta autonomía regional? ¿No habría un contrasentido en el enunciando mismo de la pregunta? ¿No sería otra consecuencia directa y factual de la deriva de nuestro sistema institucional hacia algunos aspectos del hiperpresidencialismo?

Si nos referimos al Latinobarómetro 2023, el panorama exhibido muestra cada vez más democracias cansadas, debido no solo a la crisis de representación que la aplicación del voto obligatorio vino a ocultar en Chile, sino también a la continua y creciente desconfianza de la sociedad civil hacia prácticamente todas las instituciones. A esto se suma el hecho de que la democracia como régimen político está notoriamente devaluada, ya que en apenas una década ha perdido muchos puntos en cuanto a preferencias promedio de los ciudadanos.

El aumento de la inseguridad ciudadana, así como los casos cada vez más múltiples y visibles de corrupción que han contribuido a la degeneración de las relaciones de convivencia, no son extraños a estos resultados. Pero si la respuesta a aquello es la aplicación de una lógica electoralista y de búsqueda del poder (o de mantenerse en el poder) solo por el poder, esto va vaciar de sentido a las elecciones y seguirá abriendo la puerta a las diferentes formas de populismos.

Sería la mayor de las ironías que el juego electoralista desacredite a la democracia, recordando que el abanico se abrió para supuestamente garantizar más pluralismo político… y reforzar la misma democracia. En el siglo XIX, Abraham Lincoln decía que “un estadista es aquel que piensa en las generaciones futuras, y un político es aquel que piensa en las próximas elecciones”. Hay que tener cuidado con que en 2024 no tengamos claridad acerca de la escasez de personajes políticos disponibles.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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