Durante sus dos mandatos, Bachelet se consolidó como una figura central del progresismo chileno, liderando importantes reformas sociales. Sin embargo, la centralidad de su figura también generó una dependencia en el liderazgo progresista, lo que ha provocado dificultades para sus sucesores.
Michelle Bachelet irrumpió en la política chilena en un momento crucial. La Concertación, tras más de una década de hegemonía, comenzaba a mostrar signos inequívocos de desgaste. Su elección en 2006 como la primera mujer Presidenta no solo simbolizó un quiebre con el pasado, sino que también ofreció un nuevo tipo de liderazgo, uno que combinaba una destacada capacidad técnica con una sensibilidad social que sintonizaba profundamente con el sentir ciudadano. Su figura no fue solo una novedad, sino también una necesidad en una sociedad que ansiaba renovar su pacto con la democracia y las transformaciones.
Durante sus dos mandatos, Bachelet se consolidó como una figura central del progresismo chileno, liderando importantes reformas sociales, como la pensión solidaria y la reforma educativa. Sin embargo, la centralidad de su figura también generó una dependencia en el liderazgo progresista, lo que ha provocado dificultades para sus sucesores dentro del llamado Socialismo Democrático.
A medida que Bachelet se consolidaba como la líder indiscutida del progresismo, el espacio para nuevos liderazgos se redujo significativamente. Esto no solo fue consecuencia de la fuerza y presencia de Bachelet, sino también de una generación que, a pesar de ocupar cargos claves en el Gobierno y la administración, ha mostrado una excesiva dependencia de las orientaciones y las ideas de los liderazgos precedentes.
Esta situación ha llevado a que se denomine como una “generación perdida” del progresismo a aquellos que, pese a ocupar altos cargos de responsabilidad política en diversos gobiernos, no han logrado posicionarse como actores decisivos en el rumbo del país.
Es pertinente cuestionar hasta qué punto esta generación ha asumido su responsabilidad en la creación de contenidos, propuestas y proyectos de país que puedan sostenerse por sí mismos. Conformada por figuras que han ocupado ministerios y otros cargos de relevancia, esta generación parece más cómoda en roles de gestión y administración que en la formulación de una visión política transformadora. Su fortaleza parece radicar en la ejecución política, pero adolece de la falta de audacia y capacidad necesarias para trazar un nuevo rumbo para el país.
El Frente Amplio, en tanto, emergió como una promesa de renovación, intentando llenar el vacío dejado por el desgaste de la Concertación y la dependencia de figuras como Bachelet. Sin embargo, a pesar de su energía inicial y capacidad para movilizar sectores descontentos, ha enfrentado dificultades para consolidar un proyecto popular y efectivo, y sus propuesta iniciales han sido fuertemente ajustadas por la realidad política.
Esta falta de consolidación refleja que aún está pendiente el desafío de traducir el malestar social en propuestas concretas que reivindiquen las subjetividades emergentes y ofrezcan una salida progresista que resuene con esas demandas.
Por ello, es un error pensar que la simple retirada de los liderazgos precedentes resolverá los problemas del progresismo. La verdadera renovación no puede depender de la salida de estos referentes; debe surgir de la capacidad y voluntad de los nuevos líderes para construir un futuro distinto y autónomo, con ideas y proyectos propios que respondan a las necesidades actuales de la sociedad chilena.
Este fenómeno, bien conocido en la política, refleja lo que el psicoanálisis llama la dificultad para “matar al padre”: superar la influencia de una figura dominante y desarrollar una identidad propia. En lugar de inspirar liberación, la figura de Bachelet se ha convertido en un símbolo reverenciado que paraliza cualquier intento de sucesión. Esta dependencia simbólica, aunque comprensible, acaba inhibiendo las capacidades de liderazgo, dejando a esta generación atrapada en una subordinación que resulta políticamente castradora.
El verdadero problema no es Bachelet ni su decisión final, quien, por lo demás, ha expresado su voluntad con claridad. El desafío radica en la generación que debería estar liderando el progresismo hoy. Esta generación necesita demostrar no solo su capacidad técnica y política para gobernar, sino también la visión necesaria para guiar al país hacia un nuevo horizonte. No es la figura de Bachelet la que dificulta el recambio; es la incapacidad de estos líderes para emanciparse simbólicamente lo que impide el surgimiento de un liderazgo nuevo y vigoroso.
Este proceso exige un esfuerzo consciente para superar su dependencia de ideas heredadas y forjar un pensamiento propio. Es imperativo que comiencen a elaborar y deliberar un proyecto propio, uno que realmente resuene con las necesidades y expectativas de la sociedad chilena actual. La historia ha demostrado que los cambios profundos no se logran únicamente con una buena gestión; requieren de una visión clara y de la voluntad de liderar con convicción.
La responsabilidad de este cambio recae en quienes, aunque preparados para asumir un liderazgo principal, han optado por esperar a que otros les abran el camino. No se trata solo de gestionar lo que se ha heredado, sino de demostrar que tienen la capacidad y la determinación para construir un nuevo proyecto de país que mire con firmeza hacia el futuro. Es hora de que asuman ese desafío con la misma audacia que se requiere para enfrentar las crisis y oportunidades de nuestros tiempos.