Uno de los pocos momentos en que se ha llegado a un acuerdo global fue en 2018, cuando 184 de los 193 países que integran las Naciones Unidas suscribieron en Marrakech el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular.
La migración es un fenómeno que acompaña al ser humano desde siempre. Basta recordar que las más grandes religiones nos legaron los relatos migratorios de personajes como Buda, Abraham, Moisés, Jesús, San Pablo o Mahoma, que traspasaron las fronteras físicas y culturales de su tiempo.
En esas tradiciones espirituales la movilidad humana dignificaba a la persona, porque se entendía como una fuente de enriquecimiento intercultural.
Pero hoy migrar es mayoritariamente un drama penoso, por el carácter forzado de sus causas. Y a nivel político, uno de los asuntos más polarizadores del debate a nivel mundial. Y aunque todos los países son parte de los ciclos migratorios, ya sea como lugar de origen, destino, retorno o tránsito, parece imposible entablar una conversación serena para encontrar soluciones justas y eficaces para enfrentar las causas y los efectos de estos procesos.
Uno de los pocos momentos en que se ha llegado a un acuerdo global fue en 2018, cuando 184 de los 193 países que integran las Naciones Unidas suscribieron en Marrakech el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular. El pacto de Marrakech fue la primera ocasión en que se formalizó un acuerdo internacional que explícitamente buscó ordenar y dar seguridad al flujo migratorio, especialmente de quienes lo hacen por razones forzadas.
Lamentablemente, en ese momento el entonces canciller Roberto Ampuero anunció que Chile no lo firmaría, uniéndose a una minoría de países que lo rechazaron. A los pocos gobiernos que se restaron les unía una serie de prejuicios ideológicos y conveniencias electorales, liderados por Donald Trump y su polémico muro en la frontera con México.
La decisión de Chile en 2018 aisló al país en materia de política migratoria. Y el flujo no solo se incrementó, sino que lo hizo de forma insegura, desordenada y desregulada. Según el Grupo de Estudios Migrantes de la Universidad Católica, durante el segundo mandato de Sebastián Piñera se concentró el 87% de ingresos por pasos no habilitados de la última década, muchos de ellos bajo el control de mafias de tráfico de personas.
Además, en 2019 se permitió que los migrantes venezolanos pudieran usar pasaportes y documentos de identificación vencidos al momento de realizar trámites migratorios para ingresar al país. Una medida irresponsable, en contradicción con lo señalado por el Pacto de Marrakech, que propone una gobernanza más estricta, con marcos regulatorios de todas las etapas del proceso migratorio en su integridad, recorriendo cuidadosamente sus distintas fases y sobre la base de compromisos concretos en cada una de ellas.
La política migratoria bajo el Gobierno de Piñera se puede resumir como un doble juego constante, condenando retóricamente la inmigración ilegal, pero haciendo vista gorda a los ingresos irregulares, para satisfacer intereses electorales de sus partidos y la demanda de muchos empleadores que se benefician de la abundancia de mano de obra barata.
El programa de Gobierno del Frente Amplio comprometió en 2021 un giro hacia un política “alineada con los pactos internacionales”, que pudiera “mejorar los sistemas de regularización migratoria” y de esa forma se pudieran “potenciar los mecanismos de protección” con un “enfoque de derechos humanos”. Se propuso explícitamente “firmar el Pacto de Marrakech” para “garantizar la seguridad y protección a las personas migrantes y refugiadas”. En mayo de 2022, el Senado aprobó, por 29 votos a favor, 9 en contra y 2 abstenciones, un proyecto de acuerdo presentando por senadores de distintos partidos políticos, que pidió firmar este pacto.
Lamentablemente, hasta ahora el Gobierno no ha avanzado en el cumplimiento de ese compromiso. El Ejecutivo parece tener miedo a enfrentar un debate que atraviesa un campo minado de prejuicios, creados sobre la base de desinformación, posverdad y noticias falsas que se propagan rápidamente.
El pacto de Marrakech no busca promover la migración. Al contrario, los países firmantes señalan: “Nos comprometemos a crear condiciones políticas, económicas y sociales adecuadas para que las personas puedan vivir de manera pacífica, productiva y sostenible en su propio país”. Para cumplir ese compromiso, se necesita articular la cooperación entre los países de origen y los de destino, por medio de acuerdos bilaterales y regionales, la revisión de nuestra legislación, políticas públicas y actos administrativos, con la finalidad de que cada parte pueda tomar decisiones apropiadas sin afectar la dignidad de las personas migrantes, reconociendo sus contribuciones al desarrollo.
Pero si se analiza el Pacto de Marrakech, lo más original es que propuso un marco de trabajo que aborda las causas estructurales, que nunca se discuten: “Los factores adversos y estructurales que llevan a las personas a abandonar su lugar de origen” (Objetivo 2 del pacto). Pensando en la crisis de Venezuela, pero también en la de Haití y otros países desde los que se originan los flujos migratorios que arriban a Chile, acabar con las causas de la migración forzada debería ser el primer objetivo de quienes quieren acabar con ella. Por eso, la mejor política migratoria debe partir por crear condiciones políticas de bienestar y democracia en la región, colaborando a desterrar dictaduras, autocracias y tiranías de cualquier signo político. La clara postura del Presidente Boric ante la crisis venezolana es el marco apropiado para enfrentar estos factores.
La migración exige una perspectiva humanitaria de derechos y de soberanía nacional al mismo tiempo. Porque la soberanía nacional no se puede desligar de su arraigo democrático, en las personas mismas, cuyas expectativas dan su sentido y razón a la protección de los Estados, que deben estar a su servicio. La mejor forma de articular estas dos necesidades es que nuestro país suscriba el Pacto de Marrakech lo antes posible.