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Chile: ¿cambiar o no cambiar? Opinión

Chile: ¿cambiar o no cambiar?

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Agustín Squella
Por : Agustín Squella Filósofo, abogado y Premio Nacional de Ciencias Sociales. Ex miembro de la Convención Constituyente.
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Hay que revisar y tomarse en serio el informe mencionado en esta columna. No todos van a estar en completo acuerdo con él, pero nos vendrá bien, como siempre, pensar en sus contenidos y hacerlo sin incurrir en los deportes nacionales del maniqueísmo (buenos y malos) y del doble estándar.


El recientemente aparecido Informe sobre Desarrollo Humano en Chile, preparado por el PNUD, tiene un título, bajo la forma de pregunta, que me apresuro a responder. Ese título es “¿Por qué nos cuesta tanto cambiar?” y lo que diría es que somos un país principalmente conservador, esto es, temeroso del cambio, especialmente cuando los cambios son propuestos por colectividades políticas cuyo ideario no compartimos. Al revés, los cambios que se proponen y consiguen de nuestro lado son lo máximo a que se puede aspirar. Una vez más, por tanto, el deporte del doble estándar: si los cambios los hago yo, son buenos, pero si los hacen nuestros adversarios políticos, son lo último que se puede esperar.

Hecha esa salvedad, lo cierto es que somos un país extremadamente lento para alterar o siquiera ajustar nuestras instituciones. Todo entre nosotros debe ser lento, lo más lento posible, con la excusa de que todo debe ser gradual (que no es lo mismo que “lento”) y con el pretexto habitual de dar solo un paso a la vez –lo cual es de toda razón–, aunque lo que solemos hacer es más bien marcar el paso  en el mismo lugar y, aprovechando la imagen de una escalera, quedarnos largo tiempo en un mismo escalón, sin decidirnos a pasar al escalón siguiente. No vaya a ser que se nos produzca vértigo al dar realmente un paso a la vez o subir los escalones de uno en uno.

Pensando una vez más en el fútbol, lo jugamos como se hacía antes de Bielsa, o sea, con mucho pase para el lado, cortitos, o también hacia atrás, cuando no, buscando directamente las manos de nuestro propio arquero.

Somos conservadores, pero –lo mismo que en todas partes– los intereses en juego, que siempre los hay, ya sea de manera explícita u oculta, son los que postergan largo tiempo los cambios que es necesario llevar a cabo en favor de una mayor protección social. No se quieren tocar esos intereses y, lo peor, se esconden a veces bajo palabras tan grandilocuentes o socorridas como “valores”, “principios” o “sentido común”.

Por supuesto que las 313 páginas del nuevo informe del PNUD contienen mejores y mucho más elaboradas respuestas que las que puedo ofrecer en esta breve columna, y lo que hay que hacer es revisar ese informe tranquila y responsablemente, de manera de poder segmentar la pregunta (¿qué ha cambiado en Chile?) y enriquecer las respuestas acerca de lo que correspondería cambiar ahora o en el futuro próximo.

En cuanto al contenido del informe –que incluye hallazgos, diagnósticos y proposiciones–, este documento tiene el mérito de ser producido con una amplia y plural participación de directivos e investigadores del PNUD, mas no en solitario, sino acompañados de quienes forman parte de su Consejo Consultivo y con participación de muchos en variadas jornadas y rondas de conversaciones.

Si bien muy adeptos desde hace décadas a lo que se presenta, con ese nombre u otro, como un buen número de lógicas “neoliberales”, Chile no es ni ha sido nunca un país liberal, particularmente entre las elites, si es que “liberal” significa mucho más que libertad para hacer negocios, obtener los mayores beneficios personales posibles, defender el patrimonio que poseemos con dientes y muelas (y en ocasiones hasta con las armas), y eludir o evadir impuestos.

Me refiero a las libertades que la democracia declara, garantiza y promueve, todas ellas, y no solo la de emprender actividades económicas en beneficio de quien las ejecuta. Se incluye también esta última, por cierto, pero hay igualmente (¿será necesario recordarlo?) las libertades de pensamiento, de conciencia, religiosa, de prensa, de discusión, de movimiento, de reunión, de asociación, sin olvidar que para un efectivo ejercicio de todas esas libertades se requiere de algo más que incluirlas en un texto constitucional: se necesitan condiciones materiales de existencia que sean propias de una vida digna, responsable y autónoma.

Tampoco hay que incurrir en la tentación, en ocasiones transformada en un casi incontenible anhelo, de pretender canjear las libertades por una mayor seguridad en las calles, barrios y hogares del país. Una de las principales tareas de cualquier gobierno democrático es conciliar, balanceándolos prudentemente, los valores del orden y la libertad. Ni sacrificar las libertades al orden, y tampoco hacerlo con el orden en nombre de las libertades.

Hay que revisar y tomarse en serio el informe mencionado en esta columna. No todos van a estar en completo acuerdo con él, pero nos vendrá bien, como siempre, pensar en sus contenidos y hacerlo sin incurrir en los deportes nacionales del maniqueísmo (buenos y malos) y del doble estándar (reparar en la paja del ojo ajeno y no hacerlo con la viga en el propio). Agreguemos la también difícil solidaridad, tanto pública como privada, porque rascarse solo con las propias uñas no es propio de una sociedad decente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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