Si queremos instituciones y territorios comprometidos y en armonía con un proyecto educativo formal, no hay otro camino que la democratización de ese proyecto.
El pasado 7 de agosto, la movilización nacional de profesores relevó la crisis de convivencia escolar actual, a la cual se han sumado las demandas estudiantiles recientes. Hay consenso en cuanto a la percepción de incremento de conflictos entre actores educativos, con un consecuente aumento en problemas de salud mental, ausentismo y deserción docente, entre otros. El sentido y propósito de la escuela han disminuido, dejando de experimentarse como espacio cotidiano de bienestar.
La política educativa ha reaccionado, formulando programas y proyectos de ley que tienen como uno de sus focos la convivencia y salud mental. Algunos de ellos, como “A Convivir se Aprende”, abordan el tema sistemáticamente, relevando la necesidad de participación y enfatizando estrategias que democraticen los procesos de análisis y solución dentro de las comunidades. Sin embargo, falta mucho para lograr una real incorporación estudiantil en la reflexión y organización de la experiencia educativa.
La participación estudiantil se mantiene tutelada e instrumentalizada por los adultos, sin necesariamente reflejar sus ideas, necesidades y sentimientos; generando una participación pasiva.
La evidencia de investigación muestra que este ámbito es uno de los más problemáticos, pues cuando no se ven reflejadas las propias ideas en las decisiones escolares, se tiende a no colaborar ni apoyarlas. La falta de participación o la participación forzada afectan la cohesión social y el sentido de pertenencia, y, por ende, la convivencia, al declinar el grado de integración de las personas como parte de una comunidad y la pérdida de confianza en los valores compartidos.
Un quiebre así aumenta la competencia y rivalidad entre pares, derivando en diferentes tipos de violencias escolares. La expansión de culturas institucionales, en las que pasan a segundo plano el respeto a la dignidad humana y el reconocimiento de la diversidad como valores fundamentales, afecta las posibilidades de construcción de un proyecto común y articulado.
Creemos, como aproximación válida para la participación estudiantil, la incorporación de una mirada crítica y analítica de la realidad educativa, que considere las distintas y actuales formas cotidianas de vivir los derechos humanos. Esta perspectiva debe ir más allá de eventos consultivos y transformarse en procesos de construcción y búsqueda de soluciones que tengan un impacto real en la comunidad.
Así, la participación se convierte en componente esencial para garantizar la autonomía progresiva, la protección y el interés superior de las y los niñes, así como otros derechos consagrados en la Convención sobre los Derechos del Niño (Unicef, 2022).
Es pertinente reconocer y visibilizar espacios donde se avance en la promoción de la participación estudiantil como catalizadora de las dificultades en las diferentes comunidades escolares y, junto con ello, relevar el valor de la infancia y de las juventudes en los procesos de transformación de su propia realidad y, por consecuencia, de la sociedad actual.
Ejemplos de estos espacios son jardines infantiles que incorporan en sus planificaciones los intereses de sus niñas y niños; establecimientos que abren espacios de diálogo sobre el currículo, la convivencia y los cambios de infraestructura; directivos y sostenedores que consiguen los recursos necesarios para generar instancias de formación de liderazgo y experimentación de dinámicas participativas.
También municipios y Servicios Locales que se comprometen con la democratización de la gobernanza y potencian los consejos escolares y fomentan la planificación con participación interestamental. Todo suma. Si queremos instituciones y territorios comprometidos y en armonía con un proyecto educativo formal, no hay otro camino que la democratización de ese proyecto.