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La izquierda chilena tras la derrota constituyente Opinión AgenciaUno

La izquierda chilena tras la derrota constituyente

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Juan Pablo Mañalich R
Por : Juan Pablo Mañalich R Profesor de Derecho Penal en Universidad de Chile
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Una izquierda socialista tendría que impugnar, decididamente, la hegemonía del pensamiento liberal que identifica el Estado de derecho con una estructura de pura limitación del poder político.


Han transcurrido dos años desde la celebración del referéndum que resultó en el rechazo de la propuesta de nueva Constitución, emanada de la Convención Constitucional. Yo coincido con quienes ven en ese resultado la derrota política más profunda, en cuanto estratégicamente significativa, que ha sufrido la izquierda a lo largo de nuestra historia republicana, aun si se la compara con el derrocamiento militar del Gobierno constitucional de Salvador Allende, que hizo posible la imposición revolucionaria, y sustentada en el terrorismo de Estado perpetrado por los agentes de las fuerzas golpistas, del orden constitucional que se vio “por defecto” refrendado, por voto popular, como resultado de ese mismo referéndum.

Creo imprescindible, sin embargo, diseccionar en qué radica la derrota así experimentada y esclarecer por qué cabe identificarla, de hecho, como una derrota sufrida por la izquierda. A primera vista, uno podría pensar que la derrota consistió, sin más, en el hecho de que haya sido plebiscitariamente rechazada una propuesta de nueva Constitución cuyo texto la convertía en la propuesta de una Constitución de izquierda o, si prefiere, para así satisfacer el fetichismo posmoderno por el uso del plural: “de izquierdas”.

El problema es que una izquierda que ya no se permite usar el singular –o sea, que se concibe a sí misma como nada más que un cúmulo de “izquierdas”, que ya no busca desplegarse orgánicamente a lo largo y ancho del territorio de un país, sino insertarse en una pluralidad de “territorios”, que ya no pretende servir a la articulación política y social del pueblo, sino fungir como vocera de “los pueblos”, etc.– es una izquierda que difícilmente se encuentre en condiciones de advertir que la derrota sufrida el 4 de septiembre de 2022 no es reducible al rechazo del texto de la propuesta sometida a plebiscito.

Es más, pienso que el hecho de que ese texto haya obtenido un apoyo del 38% bajo un régimen de voto obligatorio tendría que ser interpretado, más bien, como un auténtico logro. Pues creo que no somos pocos quienes en esa ocasión votamos “Apruebo” no en virtud, sino más bien a pesar del texto de la propuesta.

En mi opinión, la derrota consistió, esencialmente, en cómo el desenlace del esfuerzo reconstituyente trajo consigo la desacreditación, difícilmente reversible, del mecanismo diseñado y puesto en marcha para dar un cauce institucional a la crisis social y política desatada el 18 de octubre de 2019.

Como sabemos, ese mecanismo tomó la forma de una asamblea, denominada “Convención Constitucional”, que a resultas del llamado “plebiscito de entrada”, celebrado bajo un régimen de voto voluntario, recibió la tarea de elaborar una propuesta de texto constitucional sobre la cual –si se me permite el uso del singular– el pueblo de Chile pudiera pronunciarse a través del correspondiente “plebiscito de salida”, para así eventualmente adoptarla en reemplazo de la Constitución dictatorialmente impuesta.

Creo que no se ha prestado suficiente atención a las implicaciones que tuvo la divergencia del diseño de esos dos plebiscitos –el de entrada y el de salida– en cuanto al carácter voluntario y obligatorio, respectivamente, de la votación en uno y otro. Pero ahora me interesa enfatizar, más bien, que aquello que crucialmente estaba en juego en lo tocante al desenlace del proceso era, mucho más que la posible aprobación del texto, la validación social del mecanismo implementado para su elaboración.

La aprobación de la propuesta emanada de la Convención Constitucional tenía el potencial de subvertir la premisa fundante de lo que nuestra historiografía política denomina el “orden portaliano”. Se trata del axioma, expresado en una carta que Diego Portales dirigiera al entonces ministro del Interior, Joaquín Tocornal, con fecha 16 de julio de 1832, según el cual “la tendencia casi general de la masa al reposo” serviría como “garantía de la tranquilidad pública”. Este es un principio que reclama la marginación de quienes conforman eso que Portales llamaba “la masa” respecto de la definición de los términos en los cuales se desarrolla nuestra vida en común y que, en nuestra actual condición, al alero del régimen constitucional impuesto en 1980, toma la forma más específica de lo que Carlos Huneeus ha llamado una “democracia semisoberana”.

A mi juicio, lo que realmente estaba en disputa en el referéndum que puso término al proceso constituyente, en septiembre de 2022, era si a través de un mecanismo como el de la Convención Constitucional lograba ser aprobado un texto que pudiera ser retrospectivamente interpretado como el soporte de un nuevo orden constitucional, resultante de un proceso popularmente participativo, esto es, de un proceso consistente en la inversión de aquello que, en la carta ya mencionada, Portales caracterizaba como “la tendencia casi general de la masa al reposo”.

El potencial que el proceso constituyente tenía para despertar nuestra autoconsciencia como sujetos capaces de ponernos a la altura del desafío de la autodeterminación fue correctamente identificado por los defensores del legado portaliano como una amenaza que exigía, como única respuesta estratégica posible, que el proceso tuviera como desenlace el “rechazo” de la propuesta, con independencia del contenido de esta. La prueba más concluyente de ello la encontramos en la fisonomía que adoptó el mecanismo instituido para lo que se nos quiso hacer ver como “el segundo tiempo” del mismo proceso, pero que en realidad cumplió la función de certificar el desahucio del mecanismo original.

Tras la resaca que dejó el experimento participativo, la receta ahora tenía que consistir en sujetar el nuevo intento a un conjunto de bases –que de manera más bien impúdica fueron defendidas como “bordes”– que garantizaran, ex ante, que el resultado no lograra poner en entredicho la continuidad de lo que suele ser llamado la “historia constitucional chilena”.

Esa misma claridad estratégica no estuvo presente en el horizonte de acción de las fuerzas que promovieron la aprobación de la propuesta. Pues, de haber existido, esa claridad estratégica tendría que haberse traducido en un esfuerzo incondicional por dar forma a un texto que asegurara el triunfo del Apruebo como único desenlace concebible. Mucha tinta y saliva han corrido, en el ínterin, acerca de cuán determinante terminó siendo el comportamiento a veces derechamente irresponsable, a veces solo frívolo, de no pocos convencionales.

En la explicación del triunfo del Rechazo también se ha puesto el foco, de manera enteramente pertinente, en múltiples aspectos del texto de la propuesta que la hacían difícilmente defendible, sobre todo por exceso, pero en algunos puntos sensibles también por defecto.

Sin embargo, pienso que estos son síntomas de una debilidad más estructural, que comprometía decisivamente las chances de que el proceso concluyera con la adopción de una nueva Constitución. El éxito del proceso dependía de que las fuerzas favorables a la transformación de nuestro orden constitucional obraran como si hubieran aprendido la lección que, según reza la leyenda, quedó expresada para la posteridad en las palabras que Arturo Prat Chacón exclamó antes de saltar al abordaje del navío de la armada enemiga: “Muchachos, la contienda es desigual”.

Con esto último no estoy apuntado al hecho de que las fuerzas interesadas en la preservación del statu quo contaran con considerables más recursos financieros y comunicacionales para incidir en el posicionamiento de la llamada “opinión pública”. Esto último me parece innegable, pero enteramente secundario en su importancia de cara al problema que estoy considerando. Antes bien, estoy apuntando al hecho de que, para hacer posible un reemplazo del orden constitucional dictatorialmente impuesto, era imprescindible que la propuesta elaborada por la Convención tuviera el carácter de lo que el economista José Gabriel Palma defendió como un modelo de Constitución habilitante.

Esto exigía reconocer que, justamente en este plano, la contienda era desigual: el objetivo no podía consistir en lograr la aprobación de una Constitución de izquierda que se nos presentara como el negativo fotográfico de la Constitución neoliberal, sino en lograr la aprobación de una Constitución sobre cuyas bases pudiera emerger y consolidarse –para decirlo nuevamente con Huneeus– una “democracia soberana”.

Lo desigual de la contienda radicaba, así, en que el esfuerzo constituyente tenía que estar orientado no a petrificar un conjunto de conquistas sustantivamente “emancipatorias”, sino a hacer posible nuestro autogobierno, en términos tales que también los detractores del proceso pudieran terminar viéndose reconocidos, con plena legitimidad, como participantes de ese autogobierno.

En la evaluación de por qué nuestro proceso constituyente terminó en el rechazo plebiscitario de la propuesta emanada de la Convención, es oportuno preguntarnos si a lo menos las fuerzas de izquierda que podemos situar al interior de la amplia y heterogénea tradición del socialismo chileno –y cuya extensión es más vasta que el universo de actuales militantes del partido que lleva ese nombre– han logrado internalizar cabalmente, transcurrido ya más de medio siglo desde el golpe de Estado, las claves del legado político de Salvador Allende. Plantear esta pregunta es pertinente en un momento en que empieza a discutirse acerca de la necesidad de una posible “segunda renovación socialista”. Me permito concluir esbozando dos observaciones al respecto.

Pienso que el fracaso del esfuerzo constituyente debería motivar una reflexión acerca de la importancia de superar la confusión entre democracia y Estado de derecho, que se expresa en la creencia generalizada de que “democracia” y “democracia liberal” serían sinónimos. En nuestro contexto inmediato, se trata de una confusión históricamente comprensible: mal que mal, la dictadura supuso una supresión tanto de la democracia como del Estado derecho que imperaban en el Chile anterior. Pero es un error creer que la recuperación del segundo supuso, en la misma medida, recuperar la primera.

Precisamente en ello radica que de la transición haya surgido nada más que una democracia semisoberana, esto es, un régimen institucional sobre el cual no ha podido aún instaurarse, con suficiente profundidad, el gobierno del pueblo. Desde este punto de vista, el desafío sigue consistiendo en radicalizar nuestra democracia, en el sentido más estricto del verbo “radicalizar”, que aquí connota un enraizamiento del ideal del autogobierno.

Al mismo tiempo, y como contrapartida, es igualmente importante repensar cuál tiene que ser la base para el compromiso incondicional que la izquierda tiene que asumir con la defensa del Estado de derecho, en cuyo centro se encuentra el ideal del imperio impersonal de la ley.

En este punto, una izquierda socialista tendría que impugnar, decididamente, la hegemonía del pensamiento liberal que identifica el Estado de derecho con una estructura de pura limitación del poder político, con cargo a la idea de que proteger la libertad equivale a limitar la esfera de la política. Para dar forma a esta impugnación, la tradición socialista tiene un aliado insustituible en la tradición del republicanismo cívico, que concibe la libertad política como una condición de no-dominación que solo es posible entre quienes se reconocen como iguales.

Me atrevería a decir que el proyecto de un socialismo republicano encuentra una huella indeleble en la práctica política de Allende.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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