El coronel Conrado García Gaier salvó después por muchos años en no pocos procesos, pero el pasado jueves 29 de agosto de 2024 la Corte de Apelaciones de La Serena lo condenó, finalmente, a presidio perpetuo por innumerables casos de tortura.
No recuerdo cómo obtuve el número de teléfono de línea fija preciso para llamar. Busqué en varios del Edificio de las Fuerzas Armadas. Corre mayo de 2001.
Marco el número desde el diario La Nación, donde trabajo. Responde una voz femenina, amable.
–Buenos días… ¿con quién tengo el gusto…? –pregunto, y luego me identifico.
–Necesito hablar con el coronel Conrado García, por favor…
–El coronel está ocupado en este momento… está en reunión…
–Le dice por favor que es urgente… que se trata de él…
–Voy a decirle… espere por favor…
Espero inquieto unos minutos. No creí tener tanta suerte al tocar la puerta exacta.
–Aló… soy el coronel García… ¿qué necesita?, porque estoy muy ocupado…
–Se trata de Pisagua, coronel… el Campamento de Prisioneros…
Percibo que el coronel vacila unos segundos… Pisagua…
–Venga ahora a mi oficina… está en el quinto piso del Edificio de las Fuerzas Armadas… lo espero…
–Muchas gracias, coronel… voy de inmediato…
Corto y siento que el corazón se me arranca. Quiere llegar antes que yo a la cita. Sí, voy a conversar con “El Monje Loco”. No puede ser.
Me pongo rápido mi chaqueta. Visto de corbata, me miro al espejo, tomo la carpeta llena de papeles, me tropiezo y salgo volando.
“¿Qué pasa, Gato? ¡Algo bueno debe ser!”, escucho que me pregunta un compañero. Bajo la escalera a saltos desde el tercer piso de la sala de redacción. Cruzo corriendo la Plaza de la Constitución, enfilo rápido por Morandé hacia la Alameda, la atravieso y estoy en la puerta del edificio.
Cédula de identidad y credencial de prensa en la guardia. Digo que el coronel me espera… ascensor al quinto piso.
Salgo y él está ahí de uniforme. Las tres estrellas doradas sobre los hombros. Un lomazo. Ojos grandes. Es alto.
Me presento y estrecho su mano. Una manaza.
–Vamos por acá…
Después de un largo pasillo, me invita a entrar a una amplia sala de reuniones vacía. Tomo asiento cerca del ingreso. Él se instala en la otra punta, lejos, casi frente a mí. Se hace un espacio de silencio. Espero que hable primero y pregunte.
–De qué se trata…
Está molesto, inquieto. Me mira fijo y le sostengo la vista. Recién percibo que no lleva gorra de servicio.
–Hay acusaciones contra usted, coronel. Cuando era teniente y estuvo de servicio en el Campamento de Prisioneros de Pisagua en 1973… torturas…
–Eso es mentira. Yo nunca estuve en Pisagua…
–Hay prisioneros que lo acusan judicialmente. Aquí tengo sus declaraciones, en esta carpeta…
–Le repito: nunca estuve en Pisagua. Son mentiras…
Callo unos segundos. Saco del bolsillo interior de mi chaqueta un documento.
–Aquí el Ejército dice que usted estuvo en Pisagua. Hay una lista con nombres de todos los que sirvieron en ese campo en 1973. Usted aparece en noviembre. Es un documento oficial enviado al juez de Iquique, Hernán Sánchez Marré…
Su mirada cambia a sorpresa. Me pide el documento. Me levanto y se lo llevo. Vuelvo a mi asiento. Lo lee, lo repasa, finalmente me mira.
–Bueno… es verdad… lo había olvidado, señor… ha pasado tanto tiempo… pero, ¿de qué se me acusa?
–De torturar prisioneros, coronel. De obligar a prisioneros desnudos a acostarse a pleno sol sobre una plancha de fierro caliente y usted caminar sobre sus espaldas. De obligar a prisioneros a reptar a pleno sol por un sendero de tierra mezclado con vidrio molido. De lanzar detenidos por las escaleras de la cárcel. De golpearlos hasta el sangramiento. Por eso a usted los prisioneros lo llamaron “El Monje Loco”, pues usted se apropió del órgano de la parroquia, lo llevó a la cárcel y, antes de iniciar las sesiones de tortura, se ponía un capote militar y comenzaba a tocar el órgano…
–Eso es una tremenda mentira… jamás torturé a nadie…
–Pero aquí lo acusan… en estos documentos que tengo en esta carpeta con sus declaraciones ante el juez Sánchez Marré… están firmadas por ellos…
–¡Deme esa carpeta… quiero leer…!
Pensé que me la quitaría. Eran más de veinte los que lo acusaban. Me levanté y se la pasé. La espera fue tensa. Llegué a pensar que de ahí no salía. “El Monje” era entonces el jefe del Departamento II de Inteligencia de la División del Ejército en Santiago. Mi corazón vuelve a querer arrancarse. Alrededor no se escuchan ruidos humanos. Solemne silencio.
De pronto “El Monje” levanta la vista, cierra la carpeta, se levanta de su asiento, toma la carpeta en sus manos, se acerca a mí por detrás, deja la carpeta encima de la mesa, siento su pesada mano que aprieta mi hombro, y habla:
–Y qué va a hacer usted con todo esto…
–Lo voy a publicar, coronel, son testimonios judiciales de sobrevivientes.
Siento que su mano aprieta más fuerte mi hombro, y escucho de su voz lo que jamás pude imaginar escuchar de un torturador “feroz”, como lo llaman sus víctimas…
–Mire, don Jorgito, yo tengo familia, estoy para ascender a general, por favor, no me cague la carrera… yo lo puedo ayudar, tengo mucha información de esos tiempos… ¿quiere un cafecito, un cigarrito…?
Demoro en reaccionar. Me paralizo unos segundos. Se agolpan pensamientos en mi cabeza. Siento que mis piernas tiemblan levemente. Finalmente quito su mano de mi hombro, me levanto, tomo mi carpeta y le respondo:
-Coronel, yo soy un periodista y no voy a hacer tratos con usted, hasta luego.
Camino hacia la salida. Veo de reojo que “El Monje” se queda donde está. Abro la puerta con firmeza y salgo al pasillo resuelto, sin mirarlo ni estrecharle la manaza. Voy solo. El lugar luce solitario. No siento sus pasos, seña de que no me sigue. Espero el ascensor. Miro fijamente el pulcro brillo metálico de su puerta, y entro cuando llega. La imagen del “Monje” queda atrás, pero sigue viva en mi cabeza. Y lo siguió por siempre… Don Jorgito…
El coronel Conrado García Gaier salvó después por muchos años en no pocos procesos, pero el pasado jueves 29 de agosto de 2024 la Corte de Apelaciones de La Serena lo condenó, finalmente, a presidio perpetuo por innumerables casos de tortura.
Cuando un Monje enloquece,
se avivan las llamas del infierno
(Anónimo)