El Estado no puede mirar para el lado y abandonar a seres humanos que se encuentran en una situación de extrema vulnerabilidad. Más allá de las consideraciones legales de ingreso, se trata de hombres, mujeres, niños y niñas cuyas vidas están en riesgo.
Las medidas y políticas migratorias de la frontera en los últimos meses han seguido la máxima del control a la irregularidad; esto es, reducir al máximo el ingreso de personas por pasos no habilitados, reconducir a aquellos que son sorprendidos en la ruta y expulsar a quienes se encuentren en condición irregular en cualquier lugar del país.
Fue durante la pandemia que el ingreso irregular se incrementó a niveles nunca antes vistos. La razón de ello fue el cierre total de la frontera terrestre y la imposición de visas para ciertas nacionalidades, como fueron los casos venezolano y haitiano. La imposibilidad de obtener esta visa, debido a cosas tan simples como no contar con un pasaporte emitido por sus respectivos países, llevó a que el ingreso irregular se transformara en la única opción para entrar a Chile.
Si bien las fronteras terrestres se encuentran actualmente abiertas, las extremas dificultades para obtener una visa –hoy requisito para todos quienes deseen migrar al país– llevan a que diariamente decenas de personas sigan utilizando las vías irregulares de ingreso.
La crisis económica, política y social por la que atraviesa Venezuela ha sido la causa de mayor éxodo del que tenga registro América Latina. Son más de siete millones de personas las que se han visto obligadas a salir de su país en busca de seguridad, trabajo y condiciones básicas para llevar adelante una vida digna. La ruta migratoria, sin embargo, se ha convertido en una experiencia que pone en riesgo este proyecto.
Las políticas de control migratorio implementadas por distintos países de la región tienen como efecto directo el desarrollo de redes de contrabando de personas, bandas de coyotaje, robos, violencias y muertes. Estas condiciones están presentes a lo largo de los caminos que deben recorrer los migrantes para ingresar a Chile.
El cruce desde Bolivia a Chile es particularmente complejo, puesto que se suma la adversidad geográfica y climática. Durante la pandemia, Chile implementó algunas medidas de carácter humanitario que buscaron aminorar las críticas condiciones físicas y emocionales de quienes llegaban al país.
En Colchane se instaló un dispositivo donde se entregaba algo de comida, agua, mantas y carpas donde dormir, mientras esperaban que la PDI tomara la autodenuncia, el Servicio Agrícola y Ganadero autorizara el paso de las mascotas, y el Servicio de Salud constatara las condiciones físicas de las personas. Luego se dispuso de buses de traslado hasta Iquique. Este apoyo permitió que hombres, mujeres, niños y adultos mayores pudieran tener un breve respiro después de haber enfrentado condiciones extremas en la ruta.
Sin embargo, hoy día ese apoyo mínimo humanitario se terminó. La justificación es que las políticas de control estarían siendo efectivas en disminuir los ingresos irregulares y que en este nuevo escenario el objetivo sería dar mayor fluidez a la circulación de estas personas para que lleguen a sus destinos en el territorio nacional.
El problema es que continúan ingresando diariamente decenas de personas en las mismas condiciones que se evidenciaron durante la pandemia. La fluidez que se quiere alcanzar requiere de un diseño que efectivamente permita a las personas ingresar y completar los procedimientos establecidos de manera rápida.
Al no contar con un dispositivo de ayuda humanitaria, las personas migrantes quedan en completo abandono, una vez más. Existen casos, incluyendo infantes, que en la última semana han permanecido en el complejo más de 24 horas esperando ser atendidos para realizar la autodenuncia.
Solo los adultos mayores, las mujeres embarazadas y los niños reciben una botella de agua y una barra de cereal, lo cual resulta absolutamente insuficiente para abordar el calor y las condiciones del altiplano durante todo un día.
Tampoco se puede salir del complejo para comprar algo de comida. Así, la desesperación y la angustia se apoderan de estas personas, quienes muchas veces son desplazadas y refugiadas. La cita de una persona venezolana en la página de ACNUR refleja esta realidad: “Dejamos todo en Venezuela. No tenemos un lugar donde vivir o dormir y no tenemos nada para comer”.
El Estado no puede mirar para el lado y abandonar a seres humanos que se encuentran en una situación de extrema vulnerabilidad. Más allá de las consideraciones legales de ingreso, se trata de hombres, mujeres, niños y niñas cuyas vidas están en riesgo, producto de una mirada criminalizante hacia la migración.