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Académicos, salud mental y la lógica de la productividad Opinión www.uta.cl

Académicos, salud mental y la lógica de la productividad

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Julio Labraña, Carla Fardella y Marcos Halty
Por : Julio Labraña, Carla Fardella y Marcos Halty Julio Labraña, académico de la Universidad de Tarapacá Carla Fardella, académica de la Universidad Andrés Bello Marcos Halty, académico de la Universidad de Tarapacá
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La ampliación en el acceso a la educación superior ha supuesto una mayor heterogeneidad del estudiantado y una diversificación de sus necesidades (entre ellas, la de salud mental), haciendo más compleja y demandante la labor tradicional docente.


La salud mental de los estudiantes se ha convertido progresivamente en una preocupación central para las universidades chilenas. El alto estrés asociado a la carga académica y sus efectos en los estudiantes ha introducido la necesidad urgente de avanzar en esta dirección, con la promulgación de normativas dedicadas explícitamente a establecer un sistema de protección para estudiantes de educación superior que requieren cuidados en su salud mental.

Como muestra el reciente informe de la Subsecretaría de Educación Superior, “Recomendaciones y orientaciones del Consejo Asesor en Salud Mental para la Educación Superior”, las instituciones de educación superior han implementado medidas concretas para trabajar este problema, que incluyen la formulación de políticas, la difusión de buenas prácticas y la creación de unidades dedicadas a prevenir problemas de salud mental.

Sin embargo, un aspecto considerablemente menos abordado, pero igualmente importante, se refiere a la salud mental de los académicos y académicas. En efecto, la salud mental del cuerpo académico es un tema que, aunque vital para el funcionamiento de las universidades y el cumplimiento de su función pública, no ha recibido una atención semejante. Aquí vale partir de la premisa de que considerar adecuadamente la salud mental de los académicos requiere prestar atención al escenario laboral y los atributos distintivos de esta profesión.

La profesión académica se caracteriza por ser generalmente vocacional, lo que significa que, al menos en principio, las labores de docencia e investigación se realizan bajo un sentido integral de llamado y no solo por sus réditos inmediatos.

En función de este carácter vocacional, los académicos y académicas, en general, dedican felizmente una cantidad significativa de tiempo y energía a su trabajo, incluso fuera del espacio universitario, lo que lleva a un desequilibrio casi natural entre la vida laboral y personal.

Quizá más importante, sin embargo, es considerar el escenario y las actuales regulaciones de la labor académica. Dos factores son aquí críticos.

Por un lado, las diferentes crisis que atraviesa el país (sociosanitarias, medioambientales y seguridad, entre otras) aumentan las expectativas sobre las universidades y el desarrollo científico académico (palabra clave: educacionalización), mientras que los recursos  disponibles para cumplir con estas expectativas resultan a menudo insuficientes.

En este sentido, los académicos y académicas deben ejecutar sus acciones en un escenario crecientemente demandante, que debe atender a cada vez más funciones en su quehacer, en un escenario en el que abundan las métricas orientadas a la evaluación del desempeño, que tienen por objetivo agregar valor a las universidades y hacerlas más competitivas en el mercado.

Por otro lado, la ampliación en el acceso a la educación superior ha supuesto una mayor heterogeneidad del estudiantado y una diversificación de sus necesidades (entre ellas, la de salud mental), haciendo más compleja y demandante la labor tradicional docente. Esta situación genera una presión considerable sobre los académicos y académicas, quienes deben cumplir con múltiples roles: investigadores, docentes, administradores y mentores, entre varios otros.

Como resultado, en sus organizaciones, los académicos y académicas deben enfrentar dos lógicas contrapuestas: por una parte, la expectativa de creciente productividad científica, simplificada bajo el principio “publish or perish” (publicar o perecer) y, por otra, la noción de autorregulación esencial para la salud mental.

Los modos actuales de financiamiento promueven la producción de nuevos resultados de investigación, mientras que la autorregulación requiere, como condición, de espacios no productivos orientados hacia el bienestar. En efecto, la excelencia y productividad tienen un costo, que inevitablemente es asumido, directa o indirectamente, por los académicos y académicas de las universidades.

Para enfrentar esto, es preciso considerar que la salud mental de los académicos requiere de una aproximación integral. La promoción de la reflexividad, entendida como la capacidad de las universidades para reflexionar críticamente sobre sus propias prácticas, es fundamental. Esta reflexividad permite identificar y abordar las fuentes de estrés y tensión en el trabajo académico, así como problematizar, allí donde sea pertinente, las exigencias externas.

En este sentido, un primer paso consiste en comprender que la salud mental no se limita a ofrecer acceso a servicios de apoyo psicológico, sino a promover una discusión más abierta en todos los niveles sobre las diferentes exigencias del capitalismo académico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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