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La ramada criolla: arquitectura de la fiesta Opinión Leonardo Rubilar/AgenciaUno

La ramada criolla: arquitectura de la fiesta

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La ramada no solo representa en su materia tanto la precariedad como la voluntad y el impulso primitivo de la celebración con los medios disponibles, sino que también encarna lo más profundo de nuestra cultura mestiza, esa herencia que florece con la primavera.


Como con muchos otros símbolos patrios, no hemos sido justos con la ramada: no compite con el cóndor y el huemul en nuestros emblemas, no se celebra como a los poetas ni se estudia en las escuelas de arquitectura. Sin embargo, este artefacto que consiste sencillamente en levantar del suelo una maraña de palos y ramas, está entre nosotros desde mucho antes de nuestro nombre, cuando Chile no era siquiera un proyecto.

Eso sí, la ramada como estructura no es propia de Chile ni de ninguna cultura en particular. Existe desde que existe el ser humano, o al menos desde que el desarrollo del cerebro permitió distinguirnos de los animales, y puede perfectamente compararse con la cueva como el primer dispositivo de la arquitectura.

Es una primera medida, un borde que media entre suelo y cielo. Si miramos a la arquitectura como el objeto que le pone límites a nuestra incapacidad de abarcar el infinito y el peso emocional que eso conlleva, es el primer objeto del alivio existencial.

Lo que sí es chileno es que ese artefacto se haya convertido en más que una denominación para definir una estructura largamente utilizada. La ramada es un concepto patrio, una forma, el espacio físico abandonó su palabra y se instaló en el imaginario nacional como ese lugar donde se distrae la moral y donde el canto y el baile espantan a la muerte.

Según indican los textos de la época, la ramada es parte de nuestra cultura oficial a partir del siglo XVI –los años dorados de la Colonia–, cuando en las barriadas populares, empujadas hacia los bordes por la ciudad noble, se extendió la costumbre de juntarse a celebrar bajo un cobertizo fabricado con el mismo ingenio con que se conseguía sobrevivir.

Hay en eso una conexión profunda con la arquitectura vernácula fabricada por los pueblos originarios, quienes construían con los materiales que tenían al alcance: si era el desierto, tierra y paja; si era el sur, ramas y maderas.

Esta costumbre de juntar esta arquitectura y fiesta se potenciará con la Independencia y el acto se convertirá en el modo oficial de celebración de las Fiestas Patrias. Esa estructura le da al artefacto un tiempo con bordes, el acto y el objeto comienzan y terminan juntos en el hiato de la fiesta, haciéndolos indivisibles.

Esa efimeridad le otorga a la ramada un valor simbólico, pues le pertenece –salvo en casos contados– a ese espacio tiempo, lo cual implica subsecuentemente una sofisticación de su diseño, dada la relevancia del momento.

Esta nueva solemnidad derivada de la oficialización da pie a la fonda que conocemos todos, en sus formas y formatos que vemos proliferar durante estos días de septiembre.

La fonda, incluso nominalmente, adquiere una formalidad y un peso que la ramada no tiene, aunque sean prácticamente lo mismo. Quizás se pueda hacer la distinción entre forma y acto, la ramada como la forma (el objeto construido) y la fonda es lo que sucede debajo de ese techo.

De todas formas, no es menor el dato de que la palabra fonda proviene del árabe fendeq, lo cual indica que la idea de levantar las ramas para bailar debajo es un hábito que se subió a los barcos con los andaluces. Ellos, profundamente conectados con el mundo árabe luego de siglos de ocupación e intercambio en la península ibérica, terminaron por acá, trasuntando en una de las costumbres (y las arquitecturas) más arraigadas en nuestra cultura.

Entonces la ramada no solo representa en su materia tanto la precariedad como la voluntad y el impulso primitivo de la celebración con los medios disponibles, sino que también encarna lo más profundo de nuestra cultura mestiza, esa herencia que florece con la primavera y que representa quizás nuestro momento más feliz del año.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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