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El neopopulismo del “fujimorato” ANÁLISIS

El neopopulismo del “fujimorato”

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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En 1990, bajo el lema “honradez, tecnología y trabajo”, Fujimori emprendió su aventura política para arribar a la Casa de Pizarro en julio de ese año. Casi dos años después, llevó a cabo un autogolpe e inició una nueva institucionalidad: el fujimorato.


Resumen
Síntesis generada con OpenAI
No pasaron dos años antes que el 6 de abril Fujimori liderara la clausura del Legislativo peruano, argumentando obstruccionismo a su plan de reformas, técnicamente un auto-golpe que le permitiría operar sin oposición para fundar una nueva institucionalidad y sobre todo un periodo de una década que más tarde fue bautizado de “Fujimorato”
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Muchos fueron los motes o apelativos con los que fue conocido Fujimori. Sus detractores le decían “Fujichet”, para resaltar su carácter dictatorial similar al del general y mandatario chileno. Aunque no faltaba algún taxista del aeropuerto de Callao que retrucaba afirmando que eran puras patrañas acerca de un presidente que consiguió instalar el orden y la seguridad pública en su país como nunca antes o después. 

Ningún “alias” fue tan popular, sin embargo, como el de “chino”, como lo conoció la mayoría en Perú desde la aventura política que el otrora ingeniero rector de la Universidad Nacional Agraria emprendió a principios de 1990, bajo el lema “honradez, tecnología y trabajo”, para arribar a la Casa de Pizarro en julio de ese año. A Fujimori no le molestaba el apelativo, era garantía de reconocimiento social entre los votantes.

No pasaron dos años antes que el 6 de abril Fujimori liderara la clausura del Legislativo peruano, argumentando obstruccionismo a su plan de reformas, técnicamente un autogolpe que le permitiría operar sin oposición para fundar una nueva institucionalidad y sobre todo un periodo de una década que, más tarde, fue bautizado como “fujimorato”.

No se trató de un gobierno anclado al liderazgo carismático, sino que más bien a un carisma situacional en tiempos de crisis, el caudillo que encarna salidas posibles en períodos de inestabilidad, como el Perú de inicios de los noventa, con un sistema de partidos desmoronándose, la hiperinflación desatada y la violencia política golpeando a la Sierra y asomándose a las grandes urbes costeras. 

Durante su década, el fujimorato conservó la fachada democrática a través de comicios regulares, abusando del ventajismo oficialista; acometió un programa de ajuste y transformación económica estructural que abrió su país a las fuerzas desatadas del mercado, conviviendo con altísimos niveles de corrupción como contracara, aprobó el “plan verde” de las Fuerzas Armadas peruanas para luchas contra las guerrillas y el terrorismo.

Esta fórmula perseguía retomar el control territorial como paso previo a sanear las finanzas públicas, aunque a menudo adoptó el método de una “guerra sucia” que en ocasiones devino en violaciones mayores a los derechos humanos, como en los casos de Barrios Altos, con quince personas –entre mujeres y niños– asesinadas en 1991, o La Cantuta en la que desaparecieron nueve estudiantes universitarios y un profesor en julio de 1992, bajo responsabilidad del grupo paramilitar Colina, y el Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) dirigido por el Rasputín del régimen, Vladimiro Montesinos. Ambos episodios documentaron el juicio de extradición en Chile años después.

El neopopulismo correspondió originalmente a una corriente política que, además de Fujimori, tuvo a Carlos Menem, Fernando Collor de Mello y Carlos Salinas de Gortari entre sus exponentes, recordando muy lejanamente al populismo clásico, signado por un fuerte pulso social, la inclusividad social, posiciones antiliberales combinadas por una política exterior autonomista y sobre todo una alta capacidad de movilización. Esta segunda ola populista explotaba básicamente el uso intensivo de los medios, en especial la televisión, para movilizar imágenes más que cuerpos, se enfocaba en los trabajadores de economía informal más que en los sindicatos y, particularmente, con un papel especial asignado a las Fuerzas Armadas.

De alguna manera este neopopulismo reflejó el fortalecimiento de la presencia política de las FF.AA., dando cuenta de transiciones democráticas incompletas afincadas en pactos o reformas (Aranda y Gratius, 2024), como el caso peruano que hizo su tránsito al gobierno civil entre 1979 y 1980, que en definitiva no subordinó a los militares. Estos pactos gradualistas y calculados de élites, al ser complementados por uniformados con altos grados de incidencia política, aumentan la posibilidad de desarrollo de un populismo de inclinación autoritaria. Es lo que ocurrió con el Perú de Fujimori o la Venezuela poschavista, ambos con estamentos militares en muchos sentidos. El resultado es la emergencia de regímenes híbridos o neoautoritarismos.

Originalmente este neopopulismo no tenía jefes militares en su primera línea. Fujimori rompería ese molde al agregar a los pretores a su círculo inmediato de poder desde la clausura del Congreso en 1992. Sus prioridades, una política económica de shock liberalizador y la lucha sin cuartel contra las guerrillas de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru. Sería un oficial en retiro, Vladimiro Montesinos, el pegamento de un sistema que abandonó aceleradamente sus rasgos populistas y delegativos para abrazar un tipo autoritario que el profesor de la Universidad de Harvard denominó “autoritarismo competitivo” (Levitsky y Way, 2002).

La demanda de “otra democracia” de los populistas clásicos se transformó en el reverso de la misma. Compareció el típico desinterés populista por los pesos y contrapesos institucionales que “limitarían la voluntad de la mayoría”, abriéndose a la tentación del gobierno por decreto y otros comportamientos autoritarios, como el Decreto Ley 749, que consagró la autoridad plena del Comando Político Militar en las zonas de emergencia.

También se notó concentración del poder en el líder mesías –y su camarilla– que se granjea el apoyo popular entre sectores precarizados mediante un neopatrimonialismo clientelar, es decir, focalizando la ayuda del Estado en determinados grupos, al tiempo que desmantelaba cualquier viso redistributivo universalista. Así, por ejemplo, hacia 1997 en Perú las encuestas sugerían la preferencia por un gobierno autoritario en la medida que su desempeño fuera superlativo en materia de empleo y seguridad pública (¿les suena conocido?). 

Xavier Casals (2019) explicaría que de alguna forma es una dictadura de nuevo cuño, que no corresponde estrictamente a los regímenes de Doctrina de Seguridad Nacional del Cono Sur, sino que articuló una coalición más tradicional entre empresariado y Fuerzas Armadas, y tecnócratas, más el respaldo pasivo de los sectores populares clientes de los programas estatales. Según Casals, “en Perú el influjo de la violencia política marcó la transición pionera de la vieja política a los liderazgos populistas. La violencia política, al eclipsarse la Guerra Fría, alumbró fenómenos políticos novedosos”.

Las FF.AA. participaron del gobierno. En la medida que se adaptaron al esquema de concentración del poder en Fujimori y su círculo inmediato, fueron invitadas a participar del poder, constituyéndose en una bisagra entre nuevos y viejos autoritarismos. De esa jungla provendría más tarde el bolsonarismo, aunque todavía marcado por los rasgos populistas, e incluso la etapa final del chavismo (Levitsky y Loxton, 2013), que nunca abandonó del todo sus ademanes populistas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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