Educación cívica orientada a la legalidad desde edades tempranas, programas comunitarios que fortalezcan el capital social o desarrollen habilidades de autocontrol, y reformas institucionales que aumenten la confianza en las autoridades.
En las conversaciones cotidianas sobre el crimen organizado solemos quedarnos en la superficie: características de los delitos, nombres de las organizaciones, su estructura, medidas de control y legislación, por nombrar los más comunes. Sin embargo, rara vez nos detenemos a pensar en las fuerzas que, paradójicamente, desde las propias estructuras sociales, alimentan este fenómeno. Nos referimos a los incentivos criminales, aquellos factores sutiles pero poderosos, que moldean comportamientos y decisiones que favorecen la criminalidad.
Más allá de las recompensas directas que se pueden obtener de un acto criminal, existen condiciones económicas, sociales, culturales o políticas subyacentes que motivan o facilitan la participación en actividades delictivas. Estos incentivos pueden ser directos o indirectos.
Los primeros son las ganancias económicas inmediatas que derivan de la explotación de alguno o varios motores que impulsan la actividad criminal (tráfico de drogas, trata de personas, contrabando, explotación ilegal de oro, etc.), mientras que los segundos son los entornos sociales que legitiman o normalizan el crimen como un camino aceptable o, incluso, necesario.
Para entender cómo estos incentivos operan en diferentes contextos, propongo utilizar el concepto de ecosistemas criminales, aquellos entornos en que las condiciones sociales, económicas y culturales convergen para facilitar o inhibir el crimen, creando un marco complejo de incentivos que configuran el comportamiento delictivo, y podemos distinguir cuatro de ellos:
Una cuestión central es entender cómo estas condiciones estructurales se traducen en decisiones individuales. No todas las personas en situaciones de exclusión recurren al crimen; entonces, ¿qué determina quién opta por el camino del crimen organizado? Aquí entra en juego la noción de “activación criminal”, que sugiere que la predisposición individual al crimen se activa o desactiva según la interacción entre la propensión individual (la moralidad, el autocontrol y el capital social) y la exposición criminógena (las oportunidades que el entorno ofrece o limita).
En ese sentido, una persona con fuertes lazos comunitarios, una sólida red de apoyo y una clara internalización de valores contrarios al delito, tiene más herramientas para resistir los incentivos criminales, incluso en un entorno adverso.
Si realmente queremos enfrentar el crimen organizado de manera efectiva, debemos abandonar la idea de que se puede resolver únicamente a través de la represión y el castigo, especialmente si no hemos resuelto el problema carcelario. Necesitamos políticas que no solo se enfoquen en atacar las manifestaciones visibles del crimen, sino que intervengan en los ecosistemas que lo alimentan.
Educación cívica orientada a la legalidad desde edades tempranas, programas comunitarios que fortalezcan el capital social o desarrollen habilidades de autocontrol, y reformas institucionales que aumenten la confianza en las autoridades, son solo algunos de los pasos necesarios para desmantelar los incentivos criminales en sus múltiples niveles.
Es un trabajo que requiere tiempo, compromiso y, sobre todo, una comprensión profunda de que el crimen organizado no es solo una cuestión de malas elecciones individuales, sino de una estructura social que a menudo empuja silenciosamente esas elecciones.