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La violencia escolar en Chile: ¿qué estamos haciendo mal? Opinión

La violencia escolar en Chile: ¿qué estamos haciendo mal?

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Claudia Carrasco Aguilar
Por : Claudia Carrasco Aguilar Psicóloga. Profesora Titular de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Playa Ancha. Magister en Psicología Social por la Universitat Autónoma de Barcelona, España. Doctora en Ciencias de la Educación por la Universidad de Granada, España.
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¿Es posible una escuela libre de violencia? Necesitamos un cambio de perspectiva.


En los últimos años, la violencia escolar ha tomado un lugar central en los debates sobre educación en Chile. Las cifras sobre denuncias de agresiones entre estudiantes, hacia docentes y hacia las familias han aumentado considerablemente, lo que ha generado preocupación tanto en las comunidades educativas como en la sociedad en general. Pero antes de sacar conclusiones rápidas, vale la pena detenerse y preguntarnos: ¿realmente ha aumentado la violencia en nuestras escuelas o estamos, como sociedad, cambiando la forma en que interpretamos estos actos?

Hace no mucho tiempo, acciones como el castigo físico o las bromas sexistas eran vistas como algo normal. Hoy, afortunadamente, esas prácticas son inaceptables, y hemos avanzado en la manera en que las comprendemos. Este cambio de perspectiva nos muestra que la violencia no es solo un problema de hechos objetivos, sino una construcción social que depende de lo que cada comunidad considere aceptable o no.

El aumento en las denuncias podría ser un reflejo de que, como sociedad, hemos decidido no tolerar más ciertas agresiones que antes pasaban desapercibidas. En este sentido, el incremento de reportes puede interpretarse positivamente, ya que indica mayor conciencia sobre problemas previamente invisibilizados.

Sin embargo, esto no resta importancia al desafío que enfrentan las comunidades educativas para gestionar estas situaciones, especialmente tras el regreso a la educación presencial. Las tensiones acumuladas en estudiantes y docentes durante la pandemia han desembocado en comportamientos violentos que requieren de una comprensión más profunda para ser abordados de manera efectiva.

Un error común ha sido reducir la convivencia escolar a una herramienta para evitar la violencia. Hablar de “sana convivencia” como medio para prevenir conflictos resta valor a la convivencia como un pilar fundamental en el desarrollo integral de las y los estudiantes. Además, en el discurso público, la violencia escolar y los problemas de salud mental se han fusionado, como si fueran lo mismo. Tratar ambos fenómenos como sinónimos simplifica sus complejidades y nos impide abordar cada uno con la profundidad necesaria.

La violencia escolar tiene raíces en factores como las desigualdades sociales y familiares, mientras que la salud mental no debería verse exclusivamente como un problema de control de impulsos. Si seguimos abordando ambos temas como si fueran una sola cosa, corremos el riesgo de aplicar soluciones superficiales que no atienden las causas reales de estos problemas.

¿Es posible una escuela libre de violencia? Necesitamos un cambio de perspectiva

La violencia es, lamentablemente, una parte estructural de nuestra sociedad. Desde las desigualdades económicas hasta las injusticias sociales, las raíces de la violencia están presentes en nuestras vidas cotidianas, y la escuela no es una excepción. Aunque es deseable reducir la violencia explícita dentro de las comunidades educativas, no podemos pretender que la escuela esté completamente libre de ella. La convivencia escolar puede ayudar a crear un entorno de respeto y apoyo mutuo, pero no puede, por sí sola, eliminar las causas estructurales de la violencia.

El desafío, entonces, no es erradicar la violencia por completo, sino comprenderla mejor. Necesitamos preguntarnos qué es lo que está denunciando cada acto de violencia en nuestras escuelas. Porque, al final, la violencia no es solo un acto agresivo o un mal comportamiento, sino una señal de que algo más profundo está ocurriendo en nuestras comunidades.

Si queremos abordar el problema de manera efectiva, debemos mirar más allá de las sanciones y las soluciones rápidas, y comenzar a interpretar las tensiones y malestares que están detrás de estas conductas. 

Si realmente queremos mejorar la convivencia en nuestras escuelas, necesitamos dejar de verla como una simple herramienta para evitar conflictos. Debemos promover una cultura de respeto, justicia e inclusión que valore la convivencia por su capacidad de formar ciudadanas y ciudadanos comprometidos y empáticos, no solo porque nos ayuda a prevenir la violencia.

Además, es fundamental que las políticas educativas reconozcan las raíces estructurales de la violencia en lugar de sobrecargar al estudiantado y profesorado con la responsabilidad de resolver estos problemas por sí solos.

La convivencia escolar debe ser un espacio de resistencia y transformación, donde se ofrezcan herramientas para desafiar las injusticias y fomentar un ambiente más justo y equitativo. Pero, para ello, debemos aceptar que el descontento social se expresa con violencia y, con ello, avanzar en la tarea conjunta de enfrentar las raíces más profundas de ese descontento.

Por todo esto, la violencia escolar no es un problema que podamos solucionar con sanciones o medidas punitivas. Es un reflejo de tensiones más profundas en nuestras comunidades, y su abordaje requiere un cambio de perspectiva que valore la convivencia como un fin en sí mismo y no como un medio para prevenir problemas. Solo así podremos construir comunidades educativas más justas, inclusivas y solidarias.

Si no comprendemos la verdadera naturaleza de la violencia en nuestras escuelas, seguiremos aplicando soluciones que apenas arañan la superficie del problema. El cambio que necesitamos exige una reflexión profunda sobre lo que realmente está en juego: la igualdad de oportunidades y el rol transformador de las escuelas. De lo contrario, jamás podremos cumplir la promesa de la educación como camino para una sociedad más justa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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