El momento requiere un sistema universitario público con acceso universal solo limitado por el mérito, mayores recursos, mayor transparencia en sus usos, mayor discusión pública sobre sus derroteros y un sistema de castigos claros para quienes transgredan las normas.
Es cierto que las universidades, en todos los lugares, reciclan políticos. También lo hacen las empresas y en general la sociedad civil. De ellos esperan las experiencias ganadas en los cargos estatales, la visibilidad pública y el capital social que acarrean. Pero reconozcamos que, cuando lo hace una universidad, se espera de ella la atención a ciertas normas, como son el currículo profesional de la persona y su desempeño propiamente académico, lo que implica posgrados, publicaciones y reconocimiento disciplinario.
El asunto develado por El Mostrador en torno a Marcela Cubillos, y en general a la Universidad San Sebastián, es justamente lo opuesto a todo lo que en términos de conveniencia profesional y de rigurosidad ética hubiéramos esperado de una universidad que, para colmo, costea la mitad de sus gastos con fondos públicos; es decir, con lo que cada día pagamos con nuestros impuestos.
Que una persona como Marcela Cubillos, con grados académicos básicos, sin proyección intelectual alguna, con un paso entre mediocre y desastroso por el sector estatal y una imagen pública de gatillo alegre de la derecha, sea contratada media jornada, con residencia en Madrid y un salario bruto de 17 millones de pesos, es una aberración. Que la señora argumente a su favor su buen desempeño académico en el medio curso que impartía y haber escrito tres libelos ideológicos que llama “libros” es pura soberbia.
Pero que la Universidad San Sebastián –por todos conocida como un almacén de reciclaje de personeros de la derecha más rancia, de la que Andrés Chadwick era solo la punta del iceberg– calle, como esperando mejores vientos, es simplemente un indicador de la terrible situación del ámbito universitario nacional y de la opacidad sistémica que les beneficia. Una bofetada para todos y todas, pero especialmente para la academia nacional.
La academia chilena, cuyos galones son reconocidos en todo el continente, ha sido el resultado de políticas estatales positivas adoptadas tras el destrozo de la dictadura, y puede mostrar puntos fuertes en comparación con América Latina. Sin embargo, estas distan mucho de resultar satisfactorias, con una inversión en I+D francamente decepcionante, sus altos precios de acceso, salarios profesionales discretos y universidades muy pobres, en particular las que debieran tener la mayor atención: las universidades estatales regionales.
Los galones de prestigio que antes mencionaba se apoyan sobre todo en la propia ética de profesores e investigadoras, en su dedicación y rigurosidad profesional. Los empleos universitarios son con frecuencia precarios, los salarios son usualmente insuficientes y los calendarios sobrecargados, de tal manera que el trabajo fuera de la jornada se convierte en algo cotidiano. Las vacaciones y las jornadas de asueto devienen treguas para escribir los artículos indexados que las universidades demandan y que son vitales para satisfacer los requisitos laborales.
Muchos jóvenes terminan sus doctorados y no encuentran empleos, de manera que los posdoctorados han evolucionado hacia una forma de vinculación laboral, altamente competitivos y con réditos modestos. Otros, menos afortunados, se contratan como asistentes de investigación de los proyectos financiados por la ANID, con pagos por debajo del salario mínimo, como una forma de hacer expediente y acechar desde ahí alguna oportunidad más favorable.
Por ello, asuntos como los develados son ultrajes a la dignidad y al trabajo de quienes sí, efectivamente, hacen academia día a día, se esmeran en impartir docencia de alta calidad, investigan y publican sus resultados.
Y no son ultrajes excepcionales, sino momentos ruidosos de un sistema universitario que padece de usos corruptos, favoritismos, convivencia con la mediocridad y otras prácticas que abofetean no solo a los académicos(as), sino a todos los chilenos y chilenas que lo pagan con sus impuestos y a sus hijos e hijas que entran a sus fueros, esperanzados en una vida mejor.
Casi que nos hemos acostumbrado a tener, al menos, una vez al año, algún desastre de entidades que se hacen llamar universidades, pero no pasan de ser fábricas de graduados y lugares de lucros camuflados por salarios estratosféricos de personajes que, en justa competición, no podrían figurar en ningún equipo académico.
Al mismo tiempo que se siguen acumulando testimonios muy comprometedores sobre la la probidad y profesionalidad de esa universidad, la superintendencia ha comenzado una investigación de la USS que promete minuciosa y ejemplarizante.
Por otra parte, el Gobierno ha anunciado una revisión del CAE. Todo eso merece nuestro apoyo. Pero ello no basta. El momento requiere un sistema universitario público con acceso universal solo limitado por el mérito, mayores recursos, mayor transparencia en sus usos, mayor discusión pública sobre sus derroteros y un sistema de castigos claros para quienes transgredan las normas. Desafortunadamente, Marcela Cubillos no parece estar sola en el desierto, ni la San Sebastián parece ser el único desierto.