Un sistema de control externo voluntario, mediante un sistema de gestión ética, permite afrontar lo que MacIntyre llamó el “poder corruptor de las instituciones”, que se puede describir como la tendencia a hacer de la autoridad política, de su pervivencia y mantención, un fin en sí mismo.
Como es de conocimiento público, el caso de Marcela Cubillos ha llevado a que las universidades privadas estén enfrentando diversos cuestionamientos en los últimos tiempos, principalmente centrados en la transparencia de sus procesos y la justificación de algunos de sus pagos. El Consorcio de Universidades del Estado (CUECH) ha abierto un debate sobre la necesidad de establecer mecanismos de control más rigurosos, donde se homologuen las actuales exigencias de las universidades estatales a todas las instituciones que reciben fondos públicos.
Más allá de que las políticas de remuneración sean autónomas, es necesario velar por la dimensión ética de los que se observa. Según la última encuesta CEP, de agosto-septiembre 2024, las universidades alcanzan una altísima confianza entre las instituciones del país. Conservar y acrecentar este patrimonio es tarea del conjunto del Sistema de Educación Superior. Es urgente que como sector se pueda responder activamente a estas situaciones, y no esperar a que se legisle en esta materia.
Hace dos siglos, Immanuel Kant, en La paz perpetua, observó que “el problema del establecimiento del Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, siempre que tengan entendimiento”. No es necesario vivir en un país de ángeles para que podamos ponernos de acuerdo en ciertos criterios que nos permitan vivir. Pero se requiere de unos “demonios inteligentes” que se den cuenta de que, sin autorregulación efectiva y oportuna, nuestra convivencia se encontrará cada vez más amenazada.
Desde hace unos años he tratado de instalar, sin mucha audiencia, la idea de los sistemas integrados de gestión de la ética, basados en el aporte de las éticas aplicadas. Este enfoque, promovido por Adela Cortina, Domingo García Marzá y otros especialistas, busca cualificar las deliberaciones específicas conducentes a delimitar las responsabilidades, tanto de los individuos como también de las instituciones públicas y organizaciones privadas.
Parte por constatar que los mecanismos de regulación ética deben ir más allá del mero proceso deductivo de principios universales o declaraciones de intenciones a partir de la experiencia acumulada. Asume como criterio procedimental el principio de publicidad kantiano, resignificado en nuestro contexto como un marco dialógico que respeta la autonomía de la voluntad humana.
Esta perspectiva propone como punto de partida del juicio moral el llamado “Principio del discurso”, en que, como señala Jürgen Habermas, “solo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico”.
Este principio opera como un horizonte de legitimación normativo, que exige que las decisiones se abran a un espacio dialógico racional, que considere como interlocutores a todos los grupos potencialmente implicados. Esta propuesta sería propia de sociedades que aspiran a un estadio moral posconvencional, que busque satisfacer intereses universalizables y no sectoriales. Los afectados, en cuanto ciudadanos autónomos y no meros súbditos, deben ser considerados en tanto interlocutores válidos e incorporados en el proceso decisional. El principio del discurso se constituye así en un a priori procedimental que fundamenta y valida las normas situacionales.
Se presupone así que las autoridades, tanto del Estado como de instituciones privadas con roles públicos, no solo han recibido un mandato legal, sino que también han obtenido un marco de legitimidad social basado en la legitimidad y la confianza. Es la llamada “licencia social”. Por lo tanto, están obligadas a responder públicamente, no solo a nivel legal y político, sino también en el plano ético, ante el conjunto de la sociedad en la que ejercen tareas de la más alta responsabilidad.
Esta obligación exige un marco procedimental que evite la dispersión de iniciativas desconectadas y carentes de sistematicidad. Por ese motivo, diversos núcleos de investigación académica han comenzado a plantear la necesidad de elaborar modelos de gestión de los recursos éticos que permitan que la propia labor de gestión incorpore estos aspectos de modo permanente e integrado al conjunto de la vida institucional.
Por ello, creemos relevante la propuesta de Domingo García Marzá, quien ha diseñado un conjunto articulado de instrumentos prácticos que permite la gestión de un modelo integrado de los recursos intangibles, basado en un diseño institucional que contenga al menos tres instrumentos:
La propuesta reseñada posee una circularidad sistémica, coherente con el carácter hermenéutico del proceso. Esta característica obliga a reconocer que los recursos éticos son aquellos que más aumentan cuanto más se utilizan, y desaparecen si no se hace uso de ellos y su eficacia radica en ser gestionados comunicativamente y no mediante el cálculo estratégico. Es decir, basándose en una racionalidad que busque la legitimidad a través de una argumentación sin coacción.
Asumimos que los sistemas éticos de gestión no exoneran a la autoridad de avanzar en las reformas legales necesarias al objetivo de garantizar la probidad y la buena gobernanza. Un sistema de gestión ética no suple a los mecanismos de contraloría interna ni viene a sustituir las responsabilidades judiciales. Sin embargo la implementación de un sistema integrado de gestión ética puede contribuir de forma eficaz y sustantiva al logro de elevar la credibilidad y legitimidad social de las instituciones, ya que aporta elementos mínimos, que pueden implementarse de forma inmediata, sin necesidad de recurrir a cambios legislativos. Para ello, se recurre a un paradigma basado en la autorregulación verificable.
La especificidad de un sistema de gestión ética puede describirse claramente mediante la distinción propuesta por Medina Rey, que los sitúa en el plano del control externo voluntario y que distingue de otros niveles de control, basándose en el siguiente esquema:
En síntesis, un sistema de control externo voluntario, mediante un sistema de gestión ética, permite afrontar lo que MacIntyre llamó el “poder corruptor de las instituciones”, que puede describirse como la tendencia a hacer de la autoridad política, de su pervivencia y mantención, un fin en sí mismo. El punto clave pasa por someter las intenciones declaradas, los fines justos que busca la autoridad, a un análisis sistemático de sus medios. Los modelos de gestión ética pueden aportar criterios pragmáticos en esta tarea.