Nadie tiene la última palabra de la Revuelta porque, justo, no hay palabra que puede abreviarse, ésta es sin concepto.
En términos amplios, nos referimos a un espacio colectivo que se construyó al interior de algunas universidades promoviendo una suerte de alianza entre el acontecimiento de la Revuelta y un tipo escritura que pretendió ser el reflejo de ese desplazamiento brutal (inédito, desproporcionado, desregulado, anárquico), generando e imaginando conceptos ahí donde el desajuste a todo orden era de tal magnitud que no se dejaba literalizar. Estas escrituras no se dinamizaron ni estuvieron amparadas por los grandes medios de comunicación; no estuvieron ni están “bien instaladas” ni menos respondieron a intereses de ningún tipo. Nada más fueron una reacción a la urgencia de narrar un momento excepcional con la improvisación que exigía la misma resbalosa temporalidad de lo que pasaba y que, se cree, al día de hoy siguen teniendo algo más que decir.
Entonces la filosofía autoriza y desautoriza.
O bien, si pensamos en la filosofía de François Jullien, lo que habría ocurrido el 2019 fue una descoincidencia: “Partamos de lo más elemental: cuando las cosas coinciden perfectamente, cuando están completamente adecuadas y adaptadas […] esta adecuación cumpliéndose se esteriliza. Es entonces saliéndose de la coincidencia, de esta adecuación que se estanca en su positividad, que puede abrirse un futuro” (“De l’écart à l’inouï – repères III”, 2018, p. 233).
En este sentido es que el filósofo convoca a develar la pretendida perfección de la existencia y la cultura cuando todo parece estar en su lugar. A esto llamamos, apresurados, “normalidad”; como si aquello que pudiera ser relevante en nuestro espacio-tiempo (sus protocolos siempre bien definidos, la geometría de nuestras rutinas heredadas por siglos de dominación oligárquica –lo queramos o no: de la hacienda, el estanco y el mercado–), estuviera coordinado, dando la impresión de que en la adaptación habita lo natural y corriente. Todo en nuestra vida es orden y jerarquía, categorización y un pretencioso control del porvenir.
¿No fue acaso Octubre, “precisamente”, aquello que produjo una desadaptación de este orden y esta jerarquía? ¿significó el acontecimiento una superación del límite en el que deambulaban (seguras) nuestras certidumbres gestionadas por el ciclo invariable del referato neoliberal? ¿fue Octubre el desborde de una multitud sin estructura que miró por primera vez a los ojos a (de) la violencia y el abuso articulados siempre como dispositivos biopolíticos del poder en la historia de Chile?
Descoincidir, entonces también la Revuelta, es el grito y la querella del no más que iluminó una resistencia descoordinada y sin fisonomía, pero resistencia al fin, de cara a lo normado y lo oficial que se decidía en los burós de las gerencias transnacionales con sede en las nacionales y que respondían al eco siempre arbitrario de quienes no solo tuvieron el poder, sino que lo adecuaron, reconociendo en esta operación a un pueblo siempre afirmativo, ajustado y coincidente, controlado por una suerte de inercia a la obediencia que, y producto de la fractura que ascendía, se transformó de golpe en “multitud”.
Octubre fue la querella de la multitud siendo entonces desacato en el corazón de las ceremonias del mercadeo.
Nadie tiene la última palabra de la Revuelta porque, justo, no hay palabra que puede abreviarse, ésta es sin concepto.
Entonces octubre permanece en desacato, para siempre.