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La politización de las universidades siempre desenmascara a quienes las instrumentalizan Opinión Universidad de Bolonia

La politización de las universidades siempre desenmascara a quienes las instrumentalizan

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Pablo Maillet
Por : Pablo Maillet Filósofo y académico
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La politización de la universidad, que deforma hasta la monstruosidad a dicha noble institución humana, artificial, pero brillante y genial, desenmascara siempre a quienes intentan usurpar su naturaleza y que pretenden utilizar sus aulas como podios y sus pizarrones como panfletos.


La función de la universidad, desde su mismo origen, ha sido la búsqueda de la verdad. Lógicamente, la noción de “verdad” ha dividido a los filósofos a lo largo de la historia y ha dado lugar a las diversas corrientes de la filosofía.

Pero nadie duda de que la universidad, aquel hermoso invento humano, nacido en los siglos medievales (paradójicamente en la mal llamada “oscura” Edad Media), sea la institución más luminosa creada en Occidente, y que nada ha contribuido más al progreso material y espiritual de esta civilización que la universidad.

Esa búsqueda de la verdad sirvió como aliciente por siglos y aún hoy, pese a todo, lo sigue siendo. Es esa búsqueda de verdad lo que motivó a Alexander Fleming, educado en el Imperial College de Londres y posteriormente rector en la Universidad de Edimburgo, a descubrir la penicilina, solo por poner un ejemplo.

La universidad ha sufrido una y otra vez embates de quienes quieren desfigurar sus fines. Conocidos fueron los intentos de Napoleón por controlarla, a tal punto que el nombre de “universidad” dejó de usarse, ya que impuso como finalidad de la universidad la educación al servicio del imperio.

Sin embargo, desde mucho antes se hicieron intentos por deformar la misión de la Universidad en la sociedad. La famosa huelga de París en 1229 transparentó los conflictos de intereses entre el gremio de universitarios (profesores y estudiantes) y los habitantes de las ciudades donde se ubicaban las universidades. Existían muchos privilegios para los profesores y estudiantes, que incluían exenciones tributarias e incluso laxitud en ciertos delitos, conflicto que se conoce con el nombre de “la lucha entre la ciudad y la toga”, por la vestimenta que usaban los universitarios.

En las agitadas décadas de los 60 y 70 del pasado siglo, y a lo largo de toda la Guerra Fría, la universidad, como institución, tuvo que ir tomando partido. En Estados Unidos las universidades que no enseñaban los modelos del American way of life, especialmente del neoliberalismo, eran consideradas influidas “por la órbita soviética”. Al contrario, aquellas universidades que no fomentaban los ideales de la revolución, la ética y épica del movimiento hippie, fueron objeto de manifestaciones cada vez más grandes, culminando en aquel “mayo del 68”, otra vez en Francia.

 Como se puede apreciar, la universidad, su misión, siempre ha sido combatida. Aquella institución nacida del corazón de la Iglesia católica y que trascendió su hogar materno para conquistar al hombre occidental con evidencia, que provenía de la lógica de que detrás de la contemplación, del estudio riguroso, de la lectura, del diálogo y del debate académico, de la búsqueda incansable y honesta de la verdad, siempre producirá progreso humano, material o inmaterial.

Y ese es el aporte que la universidad le otorga –y ha otorgado– a la sociedad: en esa búsqueda de la verdad teórica, muchas veces abstracta, ardua y esquiva, sale del ser humano lo mejor de sí.

La universidad es una vocación. No se estudia para ser universitario, aunque cada vez más la mayoría deba pasar por ella, pero aquellos que viven en y para ella, saben muy bien que la universidad es una vocación.

El debate actual sobre si la universidad moderna –o posmoderna– debe responder al ideal humboltdiano o al napoleónico, que enfrenta a la universidad más cercana a su misión originaria, teniendo como principio y fin la reflexión teórica (como decía Leibniz, “teoría cum praxi”, es decir, “la teoría como práctica”), versus la universidad de la modernidad, departamentalizada, profesionalizante, que prepara para el mundo laboral, respectivamente, es un debate infructífero. Dado que ya no pueden separarse ambos factores históricos, habrá que buscar de qué manera uno enriquece al otro.

En lo que estarán de acuerdo todos quienes viven de y para la universidad es en que los advenedizos a ella, quienes histórica, o actualmente, pretenden desfigurar su finalidad, no triunfarán jamás. Así lo ha enseñado la historia, como hemos recordado, y también porque la decadencia de todo intelectual, parafraseando al filósofo húngaro Thomas Molnar, consiste en la instrumentalización de la vida intelectual, cuyo hogar es la universidad.

El gran aporte de la universidad a la sociedad ya lo han señalado grandes filósofos y pensadores. Su lugar, podemos decir, en la sociedad, es distinto al de otras instituciones creadas por el ser humano, cada una, cumpliendo su papel, contribuye a crear una sociedad humana, verdaderamente humana y que sea verdaderamente integral.

Este aporte radica casi exclusivamente en la sede del pensamiento y el pensamiento humano, que busca la verdad, cuando es sometido a otro tipo de intereses, como el interés político, por ejemplo, no solo deforma y trunca al pensamiento humano, sino que, al someterlo, somete a la sociedad toda entera. Por eso la universidad, la libertad, la razón y la verdad son términos que se armonizan y potencian en la vida académica.

La politización de la universidad, que deforma hasta la monstruosidad a dicha noble institución humana, artificial, pero brillante y genial, desenmascara siempre a quienes intentan usurpar su naturaleza y que pretenden utilizar sus aulas como podios y sus pizarrones como panfletos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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