Para abordar estos ecosistemas criminales, es esencial, en primer lugar, que el Estado recupere el control y garantice la seguridad y protección de todos los ciudadanos. Ninguna acción será efectiva si el Estado no es capaz de cumplir esta función básica.
Para enfrentar de manera efectiva el fenómeno del crimen organizado es fundamental que las sociedades se comprometan a identificar y analizar los ecosistemas criminales presentes en sus territorios. Se trata de sistemas interconectados de incentivos que, a través de su interacción dinámica y adaptativa, configuran las condiciones que facilitan o inhiben el comportamiento criminal.
Un ecosistema criminal no es una suma de actos individuales de desviación, sino una configuración temporal de incentivos y restricciones que emergen del propio tejido social, adaptándose y evolucionando a medida que cambian las condiciones sociales, económicas y políticas.
La interacción adaptativa de factores como la desigualdad, la exclusión social, la debilidad institucional y la presencia de subculturas delictivas generan un entorno en constante cambio, donde los incentivos se potencian para facilitar el comportamiento delictivo.
Entender esta dinámica es crucial para identificar las condiciones que favorecen la participación de las personas en actividades criminales y para diseñar intervenciones que logren modificar los incentivos hacia la legalidad. No se trata solo de perseguir y encarcelar a los delincuentes, como viene señalando correctamente Pablo Zeballos, sino de modificar las condiciones que fomentan la actividad delictiva.
Uno de los ecosistemas criminales presentes en la sociedad chilena es el que denominamos “facilitación criminal”, el que no fomenta el crimen directamente, pero crea condiciones favorables para la criminalidad. Así, los incentivos en juego derivan de políticas públicas ineficaces o normas que facilitan la corrupción o el crimen de manera no intencionada.
Cuando las leyes no se aplican de manera efectiva, ya sea por deficiencias en su diseño o por la falta de recursos para su fiscalización, se genera un entorno en el que ciertos delitos son percibidos como de “bajo riesgo”.
Esta percepción se debe a la baja probabilidad de que los infractores enfrenten sanciones, lo que debilita el poder disuasorio de la normativa y fomenta una sensación generalizada de impunidad. En consecuencia, se incentiva la comisión de infracciones al reducir significativamente las consecuencias legales previstas.
Ejemplos de esta problemática se observan en la limitada persecución del lavado de activos en Chile, así como en los serios problemas para controlar delitos relacionados con armas, microtráfico de drogas, protección ambiental y aquellos que afectan al retail, entre otros. En todos estos casos, la falta de recursos para la aplicación efectiva de la ley actúa como un incentivo para la actividad delictiva.
Otro ecosistema presente es la “normalización criminal”. Se configura cuando el delito se convierte en algo aceptado o incluso admirado. Así, como dijimos en una columna anterior, las representaciones sociales del crimen en la cultura popular, como la glamourización del narcotráfico o de figuras criminales, contribuyen a que la delincuencia sea vista como una opción aceptable o un camino hacia el éxito.
En este ecosistema el delito no solo es tolerado, sino que se incorpora como parte de la identidad cultural. Cuando los jóvenes crecen rodeados de ejemplos donde el crimen es una opción válida para alcanzar estatus o poder, las barreras morales y legales se debilitan o caen.
Para abordar estos ecosistemas criminales, es esencial, en primer lugar, que el Estado recupere el control y garantice la seguridad y protección de todos los ciudadanos. Ninguna acción será efectiva si el Estado no es capaz de cumplir esta función básica.
En segundo lugar, es necesario modificar las condiciones que facilitan el delito y transformar las normas culturales que lo legitiman. Para ello, se podrían implementar las siguientes estrategias: