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La revolución imposible y pasillo estrecho de la libertad Opinión AgenciaUno

La revolución imposible y pasillo estrecho de la libertad

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Eduardo Saavedra Díaz
Por : Eduardo Saavedra Díaz Abogado y profesor universitario. Mg. en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, U. de Talca.
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Si bien la modernización capitalista privatista que rige actualmente en Chile hace imposible la transformación social por la vía de la revolución, la experiencia de la revuelta de 2019 nos invita a transitar por el pasillo estrecho de la libertad para diseñar una sociedad libre de dominación.


Hace cinco años, un violento “reventón” popular puso de rodillas al Gobierno conservador de Sebastián Piñera, a los políticos y a sus respectivos partidos, a las Fuerzas Armadas y de Orden, a las grandes empresas nacionales, a la masa consumidora y, en general, a todos los centros de poder en Chile.

Tal episodio abrió la posibilidad de un proceso constituyente, que pudo haber puesto fin a lo que Pisarello denomina ese “largo Termidor deconstituyente y desdemocratizador” impuesto por la dictadura.

Sin embargo, el denominado “estallido social” no fue una rebelión ni menos una revolución. Fue una revuelta.

Siguiendo a Octavio Paz, legendario escritor mexicano y Premio Nobel de Literatura, el tema de los grandes trastornos y conmociones del siglo XX hace necesaria la distinción entre revolución, rebelión y revuelta.

Paz dice: “Las revoluciones […] significan el cambio violento y definitivo de un sistema por otro. Las revoluciones son la consecuencia del desarrollo, como no se cansaron de decirlo Marx y Engels. Las rebeliones son actos de grupos e individuos marginales: el rebelde no quiere cambiar el orden, como el revolucionario, sino destronar al tirano. Las revueltas […] son levantamientos populares contra un sistema reputado injusto y que se proponen restaurar el tiempo original, el momento inaugural del pacto entre los iguales.”

Desde esta perspectiva, el “estallido social” jamás pudo haber sido una rebelión, desde el momento en que el poder público lo detentaba un Gobierno elegido democráticamente y no una tiranía como fue la dictadura de Pinochet.

Otra cosa distinta es que la represión policial como respuesta haya incurrido en graves conductas delictuales, del mismo modo en que suelen hacerlo las tiranías. Y pese al clamor por la renuncia del Presidente tampoco fue el principal objetivo de la protesta. No hubo tirano a quien derrocar.

Por otro lado, una revolución, como ha sostenido acertadamente el historiador británico Steve Pincus, debe “implicar una transformación de la orientación socioeconómica y de las estructuras políticas”. El mero acto de transformar estructuras estatales pero no estructuras sociales constituye una guerra civil, una rebelión o un golpe de Estado; no una revolución.

Sin embargo, el principal argumento de Pincus es que una revolución tiene como prerrequisito necesario un proceso modernizador dirigido por el Estado, dentro del cual emerge una pluralidad de actores políticos y sociales que pugnan entre sí por conducir ese proceso ya iniciado, con el propósito de transformarlo estructuralmente con arreglo a sus respectivas ideologías justificadoras del cambio.

De este modo, tanto la revolución inglesa y francesa como las revoluciones rusa y mexicana, así como otras experiencias revolucionarias, emergieron bajo el alero de un Estado autocrático que se asumió como el principal agente en la orientación del comercio nacional e internacional, el fomento de la industria, el incremento de la urbanización, el fortalecimiento de la educación, el acceso a la vivienda y demás servicios básicos de necesidad humana.

Y quienes se han visto afectados por esa modernización, la han reputado de injusta, engañosa e insuficiente, y han decidido organizarse políticamente para transformarla en otra radicalmente distinta.

Ahora bien, si este cambio radical está motivado por una lucha de clases o si la ideología que lo subyace constituye una nueva forma de religiosidad reconducida al campo político (religión política), ellos no son factores decisivos para el impulso revolucionario.

El móvil de una revolución es la construcción de un modelo alternativo de modernización estatal sobre otra ya instalada, y que emerge desde una deliberación política que solo posibilita un proceso modernizador dirigido por el Estado. Sin estatalismo una revolución es imposible.

En Chile, la pasión revolucionaria de los años 60 y 70, sin embargo, no emergió bajo un régimen autocrático, sino en el contexto de un Estado constitucional democrático, que a partir de la década del 30 impulsó una industrialización hacia adentro dirigida por el Estado. Su incremento de la educación pública y de la oferta laboral promovida por la burocracia, permitió la expansión de una pujante clase media que se organizó políticamente bajo su alero.

Ello explica, al menos en parte, por qué desde la mesocracia emergieron la “revolución en libertad” del democristiano Eduardo Frei y la “revolución a la chilena” del socialista Salvador Allende. Ambas, como alternativas democráticas de transformación estructural, dispuestas a sustituir una modernización estatal que ya no lograba superar las injusticias sociales que afectaban a una gran masa de excluidos.

Sin embargo, la dictadura que se impuso a partir de 1973 no solo frustró el proyecto democrático de revolución socialista a través de un golpe de Estado, sino que además encabezó una modernización capitalista caracterizada por la desindustrialización de la producción, las rebajas arancelarias, la privatización de las empresas públicas y la comercialización del trabajo.

Se trata de un proceso modernizador que desmanteló por completo la dirección estatal, sustituyendo su locus por los agentes económicos privados, y donde el poder estatal no es más que un mero administrador de la política fiscal y un legislador de normas puramente contingentes.

En la actual estructura social privatista de Chile, ya no es posible contar con partidos o grupos políticos que anhelen su transformación estructural. Por ello, no debiera sorprendernos que la masiva protesta social, que repletó las calles de Santiago y de otras ciudades durante el último tercio de 2019, no contara siquiera con el liderazgo de algún dirigente social.

La vertiente mayoritariamente pacífica de esta movilización no fue más que una sensation de demandas de igualdad e inclusión social y de reconocimiento de múltiples identidades culturales, todas ellas legítimas. Pero sin ofrecer siquiera la menor alternativa de transformación en la orientación socioeconómica y las estructuras políticas, que caracteriza a las revoluciones.

De ahí que una revolución en Chile, además de “inhallable”, sea imposible.

Seguramente, esta imposibilidad revolucionaria fue el principal propósito de los intelectuales neoliberales que colaboraron con la dictadura militar; y que se negaron a reconocer los miembros de la Convención Constitucional, cuya propuesta fue rechazada por una aplastante mayoría electoral en septiembre de 2022.

Y si la crisis de 2019 no fue ni rebelión ni revolución, ¿en qué sentido fue una revuelta? ¿Dónde buscar ese “momento inaugural del pacto entre los iguales”? Me atrevo a decir que esa búsqueda radica en lo que Daron Acemoglu y James Robinson (premios Nobel de Economía 2024) denominan el “pasillo estrecho” de la libertad política.

Según Acemoglu y Robinson, dos factores son necesarios para el orden social. Por un lado, un Estado fuerte para controlar la violencia, hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios públicos, cruciales para que las personas puedan elegir y luchar por sus elecciones.

Por otro, una sociedad fuerte y movilizada para controlar y encadenar al Estado fuerte, de modo que la ausencia de sociedad hace que el Estado se torne despótico e imponga el miedo y la represión. Sin Estado, surgen la violencia y la anarquía. Entre estos dos tópicos, existiría un pasillo estrecho donde no solo hay enfrentamiento, sino también cooperación entre ambos.

Y ese pasillo es un proceso para el logro de la libertad. “Es un proceso, porque el Estado y sus élites deben aprender a vivir con las cadenas que les impone la sociedad y diferentes sectores de la sociedad tienen que aprender a trabajar juntos a pesar de sus diferencias”.

La libertad, en este sentido, es lo que Philip Pettit denomina ausencia de dominación. No solamente la “libertad negativa” o ausencia de interferencia que subyace en el Estado liberal o constitucional de derecho, ni la “libertad positiva” o exigencia de autogobierno en la que se fundamenta la democracia política, sino “la posición de que disfruta alguien cuando vive en presencia de otros, y en virtud de un diseño social, ninguno de ellos le domina”.

Si bien la modernización capitalista privatista que rige actualmente en Chile hace imposible la transformación social por la vía de la revolución, la experiencia de la revuelta de 2019 nos invita a transitar por el pasillo estrecho de la libertad para diseñar una sociedad libre de dominación y un Estado que resguarde el disfrute de su ejercicio.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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