Para algunos, el país ha retrocedido, al menos a mí ello me parece evidente, pero el verdadero retroceso no encuentra su causa en las manifestaciones mismas ocurridas a partir de octubre de 2019, sino en la inoperancia de una clase política banal, superficial y muchas veces corrupta.
Octubre de 2019 será recordado como un año marcado a fuego en la historia reciente de Chile. El estallido social o revuelta ciudadana, no solo sirvió para exteriorizar un profundo descontento acumulado con el paso de los años, a pesar del innegable y extraordinario progreso experimentado por el país desde el año 1990, sino que también dividió y sigue dividiendo a los chilenos.
Este suceso trajo consigo un cuestionamiento generalizado hacia un sistema político que no fue capaz de responder a los anhelos de una sociedad que pedía una mayor participación en los beneficios y el desarrollo del país en los últimos 30 años y el fin de la corrupción política y empresarial, que nunca logró ser enfrentada con toda la fuerza del Estado de derecho.
Con el paso de los años, surgió el término “octubrismo”, una etiqueta usada peyorativamente para denostar aquellas manifestaciones. Esto me parece injusto. No es correcto encasillar a todo un movimiento social en una palabra cargada de negatividad. Sin embargo, prefiero reservar el término “octubrismo” para referirme a la irracionalidad y violencia que efectivamente sacudió al país durante esos días: la destrucción, los saqueos y, lo más preocupante, la justificación de estos actos por una clase política que fue incapaz de condenar la violencia de manera firme y que, de alguna manera, usó el descontento ciudadano como una plataforma para acceder al poder.
En definitiva, no merece el trato de “octubrista” aquella familia que marchaba por la Alameda pidiendo legítimos cambios. “Octubristas” son todos aquellos que frente a los saqueos y destrucción de pymes decían en esos días “son solo cosas materiales” y quienes obligaron a las personas a “bailar” para seguir su camino.
Cinco años después del estallido social, la percepción de muchos compatriotas es que estamos peor que en 2019. En diciembre de dicho año casi el 80% de los chilenos consideraba que después de los sucesos de octubre Chile sería un mejor país. A octubre de 2024, solo un 6% de la población cree que estamos mejor que el 2019, mientras que el 68% de los chilenos considera que el estallido social tuvo consecuencias negativas y marcó el inicio de un profundo declive para su calidad de vida. Hoy la esperanza ha dado paso al miedo, informa el estudio titulado “No lo vimos, ¿lo vemos?”, elaborado por Cadem.
Para algunos, el país ha retrocedido, al menos a mí ello me parece evidente, pero el verdadero retroceso no encuentra su causa en las manifestaciones mismas ocurridas a partir de octubre de 2019, sino en la inoperancia de una clase política banal, superficial y muchas veces corrupta. Una clase política que no ha sido capaz de tomar decisiones que realmente mejoren las condiciones de vida de las personas y fortalezcan nuestra democracia. Los dos procesos constituyentes fallidos son una prueba palpable de este fracaso.
Miles de personas tomaron las calles para manifestar su malestar. Lo hicieron, en su enorme mayoría, en el ejercicio de sus derechos de manifestación y protesta, de manera pacífica. Las demandas de aquellos días no han desaparecido; persisten e incluso se han agravado por la creciente inseguridad y el deterioro económico que enfrentamos hoy, con menos empleo formal, con un paupérrimo crecimiento y un gasto fiscal que aumenta año a año y sin un retorno claro en el bienestar para las personas.
Las redes de influencia existentes alrededor de Luis Hermosilla, el manto de duda que se ha tejido en torno al Poder Judicial, el uso de acusaciones constitucionales vacías como herramienta político-electoral, la minimización del drama de la delincuencia por parte de quienes deben velar por la seguridad pública, etc., son solo una muestra de este declive.
Las deudas del estallido social siguen vigentes en salud, educación, vivienda, pensiones, empleo y con una delincuencia desatada cada vez más cruel y letal, una corrupción que sigue generando daños irreparables, tanto en el derroche de nuestros recursos como en la legitimidad de la democracia, y una migración irregular descontrolada que está provocando tensiones sociales adicionales, contribuyendo a exacerbar el malestar de miles de ciudadanos.
A cinco años de aquellos eventos, el país sigue enfrentándose a desafíos profundos. La pregunta que muchas personas nos hacemos es: ¿será capaz la clase política de estar a la altura de las circunstancias y resolver las demandas de un pueblo que ya no tolera ni merece más promesas vacías ni tanta inoperancia e indolencia?