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A Dios Gustavo Gutiérrez, amigo de “los nadies” Opinión

A Dios Gustavo Gutiérrez, amigo de “los nadies”

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“La pobreza no es un hecho fatal, sino una condición humana, y hay responsables de ello”, denunciaba proféticamente Gustavo. “La pobreza en última instancia significa muerte. Los pobres mueren antes de tiempo en América Latina”, solía señalar con fuerza.


Corría el año 1988, Chile vivía bajo una dictadura cívico militar y varios países hermanos latinoamericanos acogían con cariño y generosidad a quienes estábamos lejos de la patria. Entonces tenía 22 años, estudiaba periodismo en Lima; y formaba parte del equipo de la revista “Signos”, elaborada por el Instituto Bartolomé de Las Casas, cuyo fundador era el sacerdote y teólogo Gustavo Gutiérrez Merino.

Una tarde de labores cotidianas Gustavo me llamó a su oficina y me propuso formar comunidad con él y un joven peruano que venía del interior del país a estudiar un posgrado a la Universidad Católica.

Viviríamos en una humilde y acogedora Capilla llamada “Cristo Redentor”, en un barrio popular del Rímac, donde transcurría su vida de pastor, la que combinaba con su trabajo en el “Bartolo” y las ponencias y cursos que dictaba en universidades de América y Europa.

Gratamente sorprendido por aquel regalo de fe y vida, compartí la buena nueva con mis compañeros de comunicaciones. Uno de ellos, un tanto preocupado y con la mejor de las intenciones, se apresuró a advertirme que de ahora en adelante debía cuidar mi vestimenta. En ese tiempo usaba pantalones bastante anchos, tipo bombachas.

La situación me inquietó y de inmediato volví a hablar con Gustavo. Con cierta reverencia e incomodidad le pregunté por mi forma de vestir y si debía cambiarla. Me miró seriamente, alzó los brazos, articuló un gesto con las manos y categóricamente me dijo: “¡por ningún motivo!, así voy a tener de qué reírme todas las mañanas”, y siguió con lo que estaba haciendo.

De un humor irónico, travieso al calor de la confianza, querendón y directo; así era este sacerdote y teólogo, de estatura baja y lentes gruesos, pastor y amigo de los más pobres. Con pasión y humildad entregó su vida y su inteligencia en favor de las y los “insignificantes” del Perú y de América Latina. Casi de forma obsesiva tuvo siempre una preocupación puntual: cómo decirles seriamente a los pobres que Dios los ama.

Nació en junio de 1928 en su casa, en el centro de Lima. Llevó el nombre de su padre. Antes de los cinco años ya era un ávido lector de una revista chilena de aquellos tiempos llamada “Peneca”. A los 12 años, una vez terminada la primaria, sufrió un duro golpe de salud, le dio Osteomielitis, enfermedad que lo mantuvo postrado en cama durante seis años y luego varios años más en silla de ruedas.

Desde sus tiempos de seminarista tuvo una relación cercana con Chile, la que nunca perdió. En el Seminario Mayor de Santiago hizo una larga amistad con varios estudiantes de entonces. Entre ellos, Sergio Contreras Navia, pastor y obispo que impactó con su cercanía a la zona de la Araucanía. Por esos días también estrechó una gran relación de amistad y afecto con su profesor, Monseñor Manuel Larraín Errázuriz, obispo de Talca.

Luego de realizar estudios de teología en Europa, en 1959 fue ordenado sacerdote por el Arzobispo de Lima y posterior Cardenal peruano, Juan Landázuri Ricketts. En 1968, junto a un puñado apenas de “amigos y amigas”, con quienes caminó hasta sus últimos días, comenzaría su trascendental quehacer teológico y pastoral, cuyo aporte resultaría vital en las transformaciones que viviría la Iglesia Católica Latinoamericana en las décadas venideras, como también en el compromiso político y social de numerosos laicos de nuestro continente.

En julio de ese año asistió a un encuentro pastoral en la ciudad de Chimbote, al norte del Perú, donde debía realizar una ponencia sobre la “Teología del desarrollo”. Sin embargo, llegó con una propuesta que luego se transformaría en la primera edición de “Teología de la liberación, perspectiva”, publicada en Lima en 1971, por el Centro de Educación y Publicaciones (CEP).

Así comenzó una prolífica producción intelectual bajo los “nuevos signos de los tiempos”, enfocada en la “opción preferencial por los pobres”, dando testimonio vivo de su relación de amistad con “los nadies”, como los llamó Eduardo Galeano, escritor uruguayo.

A partir de entonces, las comunidades eclesiales de base (CEB) de América Latina comenzaron a relacionar fe y vida, bajo la metodología del ver, juzgar y actuar, para caminar con un Dios de la vida, un Dios amigo, que es padre y madre, que es amor, que no es castigador, y que quiere que su pueblo se libere. Para muchos resultó incomodo, incluso peligroso, porque se trata de una liberación que abarca aspectos terrenales, donde existen injusticias estructurales atávicas.

Monseñor Hélder Câmara, cardenal y obispo de los pobres del Brasil, decía: “cuando hablo de los pobres, me dicen que soy un santo; cuando hablo de las causas de la pobreza me dicen que soy un comunista”, contaba el propio Gustavo, cuando se refería a las raíces de la pobreza y cómo ello generaba molestia y temor en algunos sectores sociales.

La pobreza no es un hecho fatal, sino una condición humana, y hay responsables de ello”, denunciaba proféticamente Gustavo. “La pobreza en última instancia significa muerte. Los pobres mueren antes de tiempo en América Latina”, solía señalar con fuerza.

“No nos hemos comprometido con los pobres hasta que seamos amigos de ellos”, le escucharon afirmar por décadas varias generaciones de jóvenes estudiantes universitarias y universitarios a quienes formó y acompañó en la relación fe y vida, como asesor de la Unión Nacional de Estudiantes Católicos, UNEC. Entre ellos, el recién nombrado Cardenal del Perú, Carlos Castillo Mattasoglio.

Fue sacerdote diocesano durante cuatro décadas y, el año 2001 decidió ingresar a la orden religiosa de Santo Domingo. Así terminó sus días como religioso dominico, al igual que uno de sus grandes referentes teológicos, Bartolomé de las Casas, del cual Gustavo fue un gran estudioso.

Amó el Perú profundo, el de todas las sangres, el de su amigo José María Arguedas, escritor indigenista. Amó la Iglesia Latinoamericana de Oscar Arnulfo Romero e Ignacio Ellacuría; de Samuel Ruíz y Leónidas Proaño; de Hélder Câmara y Pedro Casaldáliga; de Raúl Silva Henríquez y Ronaldo Muñoz; de Pilar Coll y Luis Dalle, y de tantas otras y otros.

Amó preferencialmente a esa Iglesia, porque antes amó a los más pobres, es decir a “los nadies” del Perú y América Latina. Los más “jodidos”, los que nadie quiere, los discriminados, los privados de sus derechos, los ignorados, los excluidos. Los amó como amigos.

Cuando algún amigo o amiga le expresaba su cariño a través de algún presente, solía decir que, “los regalos no se merecen, se agradecen”. Damos gracias al Dios de la vida por tan tremendo regalo que nos dio, que tuvieron en medio de ellos los pobres del Perú y América Latina. Descansa en paz amigo de las y los más pobres, o sea de “los nadies”. Así sea.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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