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Salud mental universitaria en Chile: nudos críticos a propósito del proyecto de ley en tramitación Opinión

Salud mental universitaria en Chile: nudos críticos a propósito del proyecto de ley en tramitación

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Ángela Cifuentes, Thiare Barrera y Michel Lopetegui
Por : Ángela Cifuentes, Thiare Barrera y Michel Lopetegui Ángela Cifuentes Astete. Psicoanalista. Doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile y Doctora en Antropología y Comunicación de la Universitat Rovira i Virgili (co-tutela). Thiare Barrera Miranda. Socióloga y Magíster en Ciencias Sociales de la Universidad de Chile, investigadora asociada del Laboratorio transdisciplinar en Prácticas Sociales y Subjetividad (LaPSoS, UCH). Michel Lopetegui. Psicólogo clínico. Estudiante de Magíster en Psicología Clínica de Adultos, Universidad de Chile.
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Las discusiones que derivaron en el proyecto de ley se remontan a las movilizaciones estudiantiles por la salud mental, de abril de 2019.


Actualmente se encuentra en discusión en el Congreso Nacional, en su primera etapa de trámite constitucional en la Cámara de Diputadas y Diputados, un proyecto de ley sobre salud mental universitaria. Esta propuesta legislativa está orientada fundamentalmente a establecer, por un lado, normativas que mandatan a las instituciones universitarias la creación de un conjunto de políticas sobre salud mental dirigidas a estudiantes y comunidades educativas, así como, por otro lado, a delimitar una serie de medidas que las universidades deberán adoptar para gestionar las situaciones de estudiantes que requieren cuidados específicos en salud mental.

Es relevante señalar que luego de su paso por la Comisión de Educación, en septiembre recién pasado, el proyecto original se vio complejizado, pasando de un marcado énfasis en acciones individuales y centradas en la dimensión académica, a vincular las problemáticas de salud mental con asuntos relacionales y de convivencia desarrollados en un contexto institucional. Tal cambio obedece al contexto en que se han desarrollado las demandas y los nuevos actores que se han ido incorporando al debate.

Las discusiones que derivaron en el proyecto de ley se remontan a las movilizaciones estudiantiles por la salud mental, de abril de 2019. En estas, los(as) estudiantes buscaron visibilizar un malestar que relacionaban principalmente a exigencias académicas y a dificultades para acceder a atención psicológica, posicionando la salud mental universitaria como un problema que debía ser atendido por sus casas de estudio. Esto abrió intensos debates y controversias, algunas de las cuales apuntaban a la denominada «generación de cristal», junto con apelaciones al discurso del mérito y el esfuerzo personal. Paralelamente, ese mismo año, diversas investigaciones epidemiológicas comenzaron a ganar espacio en la opinión pública y en los contextos institucionales, alertando que se trataba de un problema que requiere atención.

Ejemplo de esto es resumido en una revisión sistemática de publicaciones científicas realizadas en Chile hasta el año 2019, la cual reveló un aumento sostenido en los problemas de salud mental de las y los estudiantes universitarios, con una fuerte presencia de sintomatología ansiosa y depresiva, como también un sostenido consumo de sustancias. Siendo las mujeres, las disidencias sexogenéricas y los estudiantes que poseen un origen de bajos niveles socioeconómicos, los grupos que presentarían un mayor riesgo.

Desde el 2022, la mala salud mental de las/es/os estudiantes universitarios volvió a cobrar relevancia en la opinión pública a partir de casos de suicidios y denuncias de malos tratos en algunas casas de estudios, especialmente en carreras del área de la salud. En el transcurso del 2024, lamentablemente, se han sumado nuevos casos de suicidios, a partir de los cuales estudiantes, familias y organizaciones de la sociedad civil han cuestionado el rol de las universidades para acompañar y/o atender situaciones de sufrimiento más allá de la alusión a la «salud mental» como un asunto individual o «interno».

Este contexto ha repercutido en las modificaciones realizadas al proyecto en tramitación, el cual considera políticas de promoción de la salud mental en tres niveles: institucional, comunitario e individual.

Cabe destacar que, si bien existe consenso en que los problemas de salud mental en estudiantes universitarios involucran diversas dimensiones –subjetivas, familiares, socioeconómicas, etc.–, lo cual fue considerado por la mesa de expertos que participó en la creación del proyecto de ley, es relevante señalar que se ha integrado en menor medida al debate el estado actual del sistema de educación superior, sus transformaciones normativas históricas y recientes, así como cambios en las expectativas y exigencias sociales respecto de las instituciones universitarias.

Así, por ejemplo, resulta fundamental incorporar al debate el aumento progresivo de “la oferta y demanda” educativa desde la ley de universidades promulgada por la dictadura en 1981, así como la implantación del modelo universitario managerial y sus efectos en las culturas académicas. En efecto, podría pensarse que la educación superior que se planteaba en los noventas como una promesa de ascenso y bienestar social, a través del discurso del mérito y esfuerzo individual, comienza a tensionarse y a posicionarse como un factor ansiógeno para sus estudiantes, desde donde se gesta una sensación de injusticia y malestar social expresado de maneras diversas. ¿Será la salud mental universitaria otra forma, más individualizada y/o con más angustia, de nombrar dicho malestar? 

Algunos datos relevantes a considerar sobre la transformación del contexto universitario: durante las últimas décadas se ha desarrollado un aumento sostenido de la matrícula universitaria a nivel nacional. Según los datos entregados por el SIES, como lo ilustra el gráfico, el año 2024 se alcanzaron 1.277.340 matrículas en pregrado en Instituciones de Educación Superior, de las cuales un 55,3% corresponde a universidades. Entre 2005 y 2023 la educación terciaria duplicó su matrícula (PNUD, 2024).

Esta expansión se debió a un fuerte aumento de la oferta del sector privado, de la mano con la implementación del Crédito con Aval del Estado (CAE) desde el 2005, el incremento de la demanda por las familias (UNESCO, 2023) y de la Política de Gratuidad el 2016, fuente de financiamiento del 40% de la matrícula el año 2023 (MINEDUC, 2023).

Este proceso de masificación del ingreso a la universidad ha posibilitado una diversificación sociodemográfica del estudiantado, lo que ha implicado la incorporación de grupos sociales anteriormente excluidos de estos espacios, contexto en el que han emergido las discusiones en torno al bienestar, la inclusión y la salud mental. 

Fuente: Elaboración propia en base a datos del SIES

Considerando este contexto, sostenemos que cada uno de los niveles –institucional, comunitario e individual– que contempla el proyecto de ley, plantea algunos nudos críticos a los cuales cabría prestar atención. En torno a la dimensión institucional se configura un primer nudo crítico, pues implica considerar la enorme diversidad de universidades y de estudiantes.

En otras palabras, se han obviado las fuertes diferencias existentes entre los diversos tipos de universidades que coexisten en el país, los perfiles de las(os) estudiantes que ingresan a ellas y los perfiles de egreso que poseen sus carreras. Por ejemplo existen universidades privadas que reciben financiamiento estatal a través de la gratuidad y el CAE que incorporan una gran cantidad de estudiantes que quedan fuera de las universidades más selectivas. Esto además se traduce en que existen enormes diferencias entre el tipo de apoyo en bienestar y salud mental que las distintas instituciones ofrecen a sus estudiantes.

Al respecto, si bien el proyecto de ley mandata tomar acciones de manera transversal en materia de salud mental, estipula que esto se llevaría a cabo según “los mecanismos con que cuenta cada institución”.  

Relacionado con el anterior, un segundo nudo crítico lleva a considerar las especificidades de las culturas universitarias, siendo relevante las particularidades según facultades y tipos de carreras. No es menor, por ejemplo, que la discusión actual esté puesta sobre las prácticas docentes, la convivencia y malos tratos en carreras de la salud. Además, el proyecto de ley contempla dentro de sus normas “la alfabetización en bienestar socioemocional”.

Sin embargo, estudios etnográficos sobre salud mental universitaria señalan que las campañas antiestigma tienen impacto diferenciado según el tipo de carreras: los estudiantes de humanidades presentan una actitud más favorable a usar públicamente el lenguaje de la salud mental para nombrar sus padecimientos, siendo más propensos a la expresión de la experiencia emocional y el uso de diagnósticos psicológicos, mientras que los estudiantes del área de la salud conciben las etiquetas de salud mental en términos de deterioro funcional, lo que los lleva a una mayor autocrítica de sus capacidades para seguir el ritmo de estudio demandado, junto con un mayor miedo al estigma y a ser cuestionadas/es/os en sus compromisos profesionales. A su vez, esto se vincula con las altas tasas de actitudes estigmatizantes entre profesionales de la salud, lo cual también se observa en las demandas actuales en nuestro país.

Un tercer nudo crítico concierne a los actores. Dentro las/es/os participantes en los grupos de trabajo destacan representantes de estudiantes y familias, comité de expertos en salud mental y educación. Sin embargo, existen grandes ausentes en la discusión: los profesionales de salud mental que trabajan en universidades y las/es/os académicos, ambos casos igualmente exigidos por un sistema universitario basado en métricas de rendimiento, productividad, individualismo y competitividad.

Respecto de los profesionales, por ejemplo, reconocen que en muchos casos son demandados a intervenir individualmente situaciones que exceden el ámbito de la salud mental, así como también a ajustar a las/os/es estudiantes para favorecer los índices de retención. En el caso de los docentes, se ha investigado también los efectos subjetivos de las exigencias de productividad.

Finalmente, es importante incorporar al debate la necesidad de generar investigaciones con mayor énfasis situado, etnográfico y transdisciplinar, es decir, que consideren el contexto sociohistórico y su dinámica, más allá de miradas dicotómicas –individuo/sociedad, sufrimiento mental/institución–, teniendo en consideración que quienes componen el espacio universitario no experimentan de manera aislada sus responsabilidades, exigencias y anhelos. Estudiantes, familias, docentes, profesionales de la salud mental e investigadores se sitúan en las universidades de manera interdependiente. Queda abierto entonces el debate respecto de las complejidades a las cuales se enfrentará la implementación de esta ley.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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