Cuando autoridades tan relevantes como jueces, fiscales, ministros, jefes policiales o alcaldes están bajo escrutinio público por actuar sin considerar esos principios, se evidencia lo lejos que estamos de alcanzar ese Estado ideal.
Las crisis institucionales no son un fenómeno reciente. A lo largo de la historia, las sociedades han lidiado con la degradación de sus sistemas de gobierno, tal como advirtió Platón en su obra La República. En esta señalaba que las instituciones, al igual que las personas, son vulnerables a la corrupción y al abuso de poder y hoy, más de dos mil años después, esa advertencia resuena con fuerza. La confianza en las instituciones, tanto públicas como privadas, se encuentra en un nivel preocupantemente bajo y la ciudadanía percibe que quienes ocupan posiciones de liderazgo no siempre actúan en favor del bien común.
Este año ha sido especialmente revelador en términos de corrupción, evidenciándose cómo ha penetrado en instituciones que considerábamos intocables, porque si bien ya conocíamos escándalos en municipios y otras administraciones, hoy vemos un deterioro de organismos clave, como los tribunales de justicia o el Ministerio Público, que deberían ser pilares de confianza, transparencia y equidad. Esto se agrava aún más con las revelaciones en torno al exsubsecretario del Interior, una figura central en la protección de la seguridad nacional.
Lo anterior se refleja en los últimos sondeos de opinión. En la encuesta CEP más reciente, el 63% considera que el Congreso es la institución con mayor corrupción, seguido por el Gobierno (60%) y luego los tribunales de justicia, las fundaciones y el Ministerio Público (50% cada uno). Por su parte, la encuesta de la OCDE sobre los motores de la confianza en Chile 2024 mostró que solo el 25% de los chilenos confía en los tribunales y el sistema judicial, 29 puntos menos que el promedio de la OCDE (54%).
En poco tiempo, la idea de que Chile era un oasis en el continente ha desaparecido. La corrupción metió la cola. Y para comprenderlo en toda su dimensión, debemos entender la corrupción como el uso del poder para beneficio propio. No se limita por tanto a robar o aceptar sobornos, ni recibir un maletín lleno de dinero. Se trata también de ofrecer favores indebidos, de dar o aceptar cargos para los que no se tienen las competencias necesarias o de manipular las reglas en favor propio.
De ahí la relevancia de promover la ética y la integridad en las instituciones. No basta con actuar correctamente porque es lo que corresponde, sino que es necesario hacerlo porque el bienestar de toda la sociedad depende de las acciones de los demás. Como afirmaba Platón, el ser humano necesita vivir en comunidad, lo que justifica la creación de un Estado ideal conformado por ciudadanos virtuosos que guíen sus acciones según principios éticos y donde prevalezca la justicia.
Cuando autoridades tan relevantes como jueces, fiscales, ministros, jefes policiales o alcaldes están bajo escrutinio público por actuar sin considerar esos principios, se evidencia lo lejos que estamos de alcanzar ese Estado ideal. Nuestros líderes no se están debiendo a la gente, y con esa conducta perjudican a las instituciones que representan y la confianza depositada en ellas.
Pero de toda dificultad surge una oportunidad. La historia nos ha demostrado que las crisis pueden dar lugar a transformaciones positivas, y que la decepción y la desconfianza generalizada pueden ser catalizadores para generar una renovación profunda de las instituciones, donde se establezcan nuevos límites y se asegure la probidad de quienes las lideran. Ese es el desafío que tenemos hoy.
Recuperar la confianza no depende únicamente de implementar más leyes; la ciudadanía demanda hechos concretos y exige mayor transparencia y rendición de cuentas. Es fundamental fomentar una cultura ética en la que las instituciones se comprometan a ser modelos de conducta, liderando con el ejemplo y respondiendo a la comunidad.
También es esencial promover la denuncia, sin espacio para defensas corporativas, y asegurar que las sanciones, tanto penales como sociales, sean efectivas. Además, debemos poner mayor énfasis en la formación y educación desde temprana edad, cultivando valores que fomenten el bien común.
La pelea chica debe quedar atrás, porque no pierde quien cede, sino quien obstinadamente se niega a permitir que la sociedad se beneficie y desarrolle.
Las instituciones deben asumir el rol para el cual fueron creadas, y sus líderes deberán no solo serlo, sino que parecerlo. Como sostenía Platón, debe ser la razón, basada en la virtud y no en las pasiones, la que gobierne, porque la justicia se alcanzará cuando cada parte cumpla su función, beneficiando a todos los ciudadanos.
La corrupción hace rato metió la cola en nuestra institucionalidad, pero aún estamos a tiempo de cerrar la puerta que dejamos abierta, antes de que entre por completo.