Dígase lo que se quiera: con la fe pública rota, la presunción de inocencia está arrinconada y agonizando.
Con el nuevo milenio, la Reforma Procesal Penal buscó que Chile dejara atrás el derecho penal del culpable de un sistema inquisitivo, secreto, no adversarial y escrito. Con la denominada “reforma del siglo”, el principio de inocencia se constituyó en uno de los pilares en que se asienta el derecho penal del inocente. No se trata de probar la inocencia, sino de acreditar la culpabilidad más allá de toda duda razonable.
La presunción de inocencia, que es una conquista ciudadana frente al poder del Estado, se vulnera no solo cuando se condena a una persona con meras sospechas, sin pruebas o prescindiendo de ellas, sino también cuando se presume la culpabilidad del imputado imponiéndole la carga de probar que es inocente; o cuando se condena en virtud de pruebas obtenidas de manera irregular; o bien se sanciona ante hechos no probados.
El ciudadano promedio jamás comete delito, y los pocos que delinquen también gozan de la presunción de inocencia. La prueba se valora libremente, bajo las reglas de la lógica y el conocimiento de los jueces. La esencia de la defensa del ciudadano es que el Estado debe probar la culpabilidad y no la inocencia del imputado.
La duda es de propiedad del inocente o del “no culpable”. Los actos deleznables y luctuosos que importa todo delito no deben confundirse con la imputación que implica que, luego, ha de acreditarse la participación de determinada persona.
La Constitución obliga a todos los órganos del Estado a promover el derecho a la presunción de inocencia. Frente al caso presentado por el fiscal, los tribunales de justicia deben valorar la prueba con objetividad. Al efecto, el art. 340 del Código Procesal Penal chileno, consagró en su primer inciso lo siguiente: “Nadie podrá ser condenado por delito sino cuando el tribunal que lo juzgare adquiriere, más allá de toda duda razonable, la convicción de que realmente se hubiere cometido el hecho punible objeto de la acusación y que en él hubiere correspondido al acusado una participación culpable y penada por la ley”.
Deben distinguirse dos conceptos: la situación del delincuente habitual, por una parte, y la autoridad infractora, por la otra. En este último caso, se abusa en forma permanente del mantra de presunción de inocencia; esto en el juicio penal.
En política, por el contrario, el principio es el de responsabilidad. Un político que se declara inocente es siempre responsable al romper la confianza que se depositó en él o ella. Si, además, lo es ante la ley, compartamos que más allá de la agravante de “prevalerse del carácter público que tenga el culpable” debiese aumentar de manera significativa la penalidad, y acaso partir con prisión preventiva (por traicionar la confianza).
Respecto del delincuente habitual, quienes señalan el extremado garantismo del actual sistema deben asumir entonces un catálogo diferenciado de delitos en su estándar probatorio. Este concepto adquiere cuerpo cuando se ha declarado la guerra del delincuente contra el ciudadano, en un estado delictual creciente que asiste al fracaso estructural del Ministerio Público, inerme frente a atentados contra la vida y la propiedad y que se escuda en el absurdo oxímoron al hablar de los responsables como “imputado desconocido”.
El fiscal debe probar más allá de toda duda razonable y el defensor debe sembrar la duda razonable. Entre la prueba y la duda se condena o se absuelve. Sin embargo, el escrutinio público va por otro camino y, entonces, los principios rectores del derecho que equilibran el fiel de la balanza pueden sonar a retórica. Dígase lo que se quiera: con la fe pública rota, la presunción de inocencia está arrinconada y agonizando.
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