El triunfo de Donald Trump pone al desnudo el fracaso de las políticas globalizadoras de la elite estadounidense y anuncia la consolidación de un populismo de derecha en todo el mundo. Los años venideros serán difíciles para la democracia, la libertad y las propuestas de transformación.
Al presidente electo le disgusta la diversidad sexual y cultural, es enemigo de los inmigrantes, no cree en el cambio climático y promueve el proteccionismo económico. Sus políticas unilaterales rechazan las propuestas multilaterales de Naciones Unidas, exacerban la violencia de la extrema derecha y, aunque diga lo contrario, añaden fuego a los conflictos internacionales.
Trump ha colocado en el centro de sus políticas el tema migratorio. Ataca persistentemente la caravana de migrantes centroamericanos que intenta llegar a los Estados Unidos, militarizando incluso la frontera con México e insiste en la construcción de una muralla que impida el tránsito entre los dos países de América del Norte. Agrede a haitianos, venezolanos y puertorriqueños con inaceptables insultos. Su triunfo reinstala el racismo.
Otro eje de sus políticas es el proteccionismo. En su primera presidencia, Donald Trump renunció a las políticas globalizadoras que desindustrializaron la economía norteamericana. Acogió el descontento de los trabajadores, que perdieron sus puestos de trabajo, como consecuencia de la exportación de las empresas manufactureras a China, México y otros países de bajos salarios. Ello explica los éxitos electorales de Trump antes y ahora, en los tradicionales reductos demócratas, centros industriales empobrecidos como consecuencia de la globalización neoliberal.
Ahora, en la reciente convención republicana Trump destacó que, desde su primer día de gobierno, cerraría la frontera con México y elevaría los aranceles en un 100% a 200% contra los productos chinos. Reiteró así su renuncia al libre comercio, que había iniciado en 2017.
La globalización, en el ámbito productivo, había permitido a las grandes empresas reducir costos y aumentar ganancias mediante la localización masiva de sucursales en China y otros países. También, se vieron beneficiadas con los tratados de libre comercio promovidos por el gobierno estadounidense, que exigieron desmantelar barreras al comercio y a la inversión en todo el mundo. Ello favoreció el fluido despliegue de las cadenas de valor a través de las fronteras, pero afectó gravemente la industria norteamericana.
La globalización benefició al 1% más rico de la población estadounidense, amplió la brecha de las desigualdades y alimentó el descontento de los trabajadores industriales estadounidenses, pero también los de Europa y América Latina. La clase obrera y los sectores medios se han visto seriamente afectados en sus condiciones de vida.
El descontento fue aprovechado por Trump, quien, a pesar de ser rico y famoso, convenció a sus votantes de ser un hombre alejado de la elite tradicional, factor determinante para su triunfo.
La opción por el populismo de derecha de Trump es entonces un cuestionamiento a la elite estadounidense y en particular un rechazo a los demócratas, defensores del statu quo. Lo ha dicho el senador Bernie Sanders, independiente demócrata:
“No debería ser una gran sorpresa que un Partido Demócrata, que ha abandonado a la clase trabajadora, descubra que la clase trabajadora le ha abandonado. Primero, fue la clase trabajadora blanca y ahora también los trabajadores latinos y negros. Mientras el liderazgo demócrata defiende el statu quo, el pueblo norteamericano quiere un cambio y tiene razón” (Clarín, 07-11-2024).
Al impulsar la globalización y el neoliberalismo, tanto en Estados Unidos como en el mundo entero, los tradicionales partidos demócratas, socialdemócratas, liberales y conservadores se convirtieron en enemigos de la industria, protegieron el capital financiero, hicieron recortes de los servicios públicos y favorecieron la desprotección social.
Así las cosas, con Trump el gobierno norteamericano, que había sido el principal impulsor de la globalización, se convierte en su enemigo. La renuncia a la globalización apunta a evitar la mudanza de empresas a terceros países, elevando aranceles y asegurando el autoabastecimiento para un listado de actividades que cubren casi todo el espectro productivo.
Es claro que Estados Unidos está desesperado ante el auge económico chino e intenta con ello favorecer la recuperación de la industria y lo que más le preocupa es el potencial tecnológico que ha adquirido China. El camino proteccionista que inició Trump ha sido seguido por el actual presidente Biden, aunque su escasa credibilidad es lo que permite a Trump lograr su segundo triunfo electoral. El proteccionismo se ha convertido en una política de Estado.
Lo mismo ha sucedido con la extrema derecha en Europa, donde crecen el nacionalismo, la xenofobia, el autoritarismo, y el cuestionamiento a las ideas y políticas liberales y socialdemócratas, rechazadas hoy día porque se subordinaron al neoliberalismo.
América Latina no se encuentra ajena a esta nueva realidad. La “izquierda del siglo XXI” de la década del 2000 y otros gobiernos progresistas de la región no fueron capaces de implementar un modelo alternativo al neoliberalismo y a la globalización. No impulsaron políticas de transformación productiva y continuaron con el extractivismo rentista. Tampoco llevaron a cabo políticas sociales universales, aceptando la focalización. Y, lo más grave de todo, se consumieron en la corrupción.
La emergencia de Bolsonaro en Brasil, Milei en Argentina y Bukele en El Salvador está marcadas por el mismo signo: un rechazo a las elites, pero desde una ultraderecha populista y cercana al fascismo.
Chile debe aprender de los recientes acontecimientos en Estados Unidos. La globalización chilena, junto al neoliberalismo interno, destruyeron la industria, sin políticas compensatorias que abrieran nuevas oportunidades a las pequeñas empresas, ni tampoco beneficiaron a los trabajadores sin educación, los que han sido condenados a la informalidad. Y, por cierto, lo más preocupante es que, después de largos años de apertura al mundo, la estructura económica chilena no se ha diversificado y sigue exportando materias primas sin elaboración.
La inexistencia de una política industrial, junto a la neutralidad del mercado y el Estado subsidiario, han impedido diversificar la estructura económica, restando oportunidades de trabajo para los trabajadores y empresarios más débiles, con un crecimiento inevitable de la informalidad.
Nuestro país se encuentra en una crisis pronunciada, con una economía estancada, desigualdades insoportables, sin avances en ciencia y tecnología y con magra educación. La elite económica, al igual que en Estados Unidos, ha domesticado a los políticos y concentra el 50% de la riqueza nacional. Esta realidad no se sostiene.
El tiempo no perdona y acumula indignación ciudadana, con consecuencias preocupantes para el futuro de Chile. Esperemos que el desafío a la elite y la solución a los problemas de nuestro país no siga el camino trazado por Trump, sino que termine con el neoliberalismo, pero con respeto a la democracia y a las libertades públicas.